En vísperas del
feriado dedicado a recordar la fecha mencionada, para conmemorar a las víctimas
del proceso iniciado en esa fecha -según lo dispuesto por Ley 25.633 que fija
el Día nacional de la memoria por la
verdad y la justicia-, creemos oportuno analizar lo ocurrido entonces,
procurando que se reflexione con mayor objetividad sobre un hecho histórico de
nuestro pasado.
¿Pudo evitarse el
derrocamiento del gobierno?
Se conoció, por
una carta de lectores al diario Clarín (18-3-06), el testimonio del Sr.
Guillermo Bringiotti, quien, siendo estudiante de periodismo, tuvo oportunidad
de entrevistar al presidente del Partido Radical, Dr. Ricardo Balbín, días
antes de aquella fecha. Relata haber escuchado ésta frase textual: “Ya no hay nada
que hacer, la suerte está echada”. Quienes vivimos intensamente lo acontecido
en esos días, recordamos que el Dr. Balbín manifestó en una aparición por
televisión: “Debe haber una solución, pero yo no la tengo”.
Parece obvio que,
si el líder del principal partido opositor se expresaba así, es que no existía
una alternativa viable al golpe de Estado. Sin embargo, desde hace años se ha
instalado en la opinión pública, que el motivo del derrocamiento fue el deseo
de instaurar una dictadura que reprimiera a quienes se opusieran a un nuevo
modelo económico de explotación. Este año –con motivo del 48 aniversario- se ha convocado a una marcha para recordar a
los 30.000 desaparecidos, sumando a entidades como la CGT, las dos CTA, las
Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y otros grupos diversos (Página 12, 21-3-24).
Por cierto, que no
puede avalarse el método utilizado para combatir a los grupos subversivos que
actuaron en la década de 1970, pero, tanto el accionar terrorista como la
represión ilegal ya existían antes del cambio de gobierno. Hubo 908
desaparecidos antes del 24-3-76, y la participación de las Fuerzas Armadas en
la lucha antiterrorista fue dispuesta en 1975 por un gobierno constitucional.
El 24 de marzo, la
sociedad argentina estaba al borde de la desintegración, con un sector público
anarquizado y que había perdido el monopolio del uso de la fuerza. Todos los
mecanismos constitucionales y todos los matices y las combinaciones imaginables
dentro del sistema vigente se habían mostrado ineptos para revertir aquella
carrera hacia la disolución [1]. Además, como lo señalaron los obispos, el
derrocamiento del gobierno fue consentido por parte de la dirigencia de
aquellos momentos [2]. Como resume una crónica periodística: “Nadie alzó un
dedo, siquiera una voz, se vivió una jornada de sugestiva normalidad, para
quejarse por esa malhadada interrupción. Más bien, era admitida y hasta querida
por imposibilidad de modificar la sistemática incompetencia de un gobierno” [3].
En realidad, hasta
el último cuatrimestre de 1974 la opinión predominante en las Fuerzas Armadas
era refractario a involucrarse nuevamente en la conducción del Estado; incluso
consideraban que el problema subversivo debía ser enfrentado por las fuerzas de
seguridad y no por los militares. El panorama fue cambiando debido al fracaso
del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) al intentar tomar un cuartel, lo
que impulsó, como represalia, el asesinato indiscriminado de miembros de las
Fuerzas Armadas, y esto, a su vez, comenzó a modificar la opinión militar.
El gobierno
constitucional, en 1975, encomendó a las Fuerzas Armadas la represión de la
actividad guerrillera. Al inicio de 1976, había dos generales en actividad a
cargo, respectivamente, de la Policía federal y de la SIDE (Secretaría de Informaciones
del Estado). Si se dio el paso siguiente -asumir el gobierno- fue por la
convicción de que era la única manera de terminar con el caos y vencer a la
subversión [4].
Carencia de
solución institucional
Como la
intervención militar en 1976 no fue la primera en la historia política
argentina, es necesario detenerse a evaluar el motivo de fondo que produce esas
interrupciones en la normal sucesión de autoridades constitucionales.
Recordemos que las rupturas institucionales se produjeron, durante el siglo XX,
en 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976, sin contar el alejamiento forzoso del
presidente Frondizi, en 1962, por aplicación discutible de la ley de acefalía.
Carece de rigor
analítico la suposición de una continuidad en el empeño de las Fuerzas Armadas
de ocupar el poder. Además, con excepción de 1955, en que hubo enfrentamientos
armados, los cambios de gobierno se hicieron pacíficamente, sin verificarse
nunca -ni siquiera en el 55- las características de un fenómeno revolucionario.
Tampoco existió nunca una casta militar, que se suceda en el tiempo, ni logias
que transmitan a sus continuadores una manera unívoca de actuar en el plano
político. El estilo de gobernar y las definiciones públicas de los jefes
militares de 1976, no presentan la menor coincidencia con lo registrado 46 años
antes, en el gobierno surgido del golpe de 1930.
Consideramos
evidente que hay un motivo estructural: la carencia de un remedio
institucional, que opere en casos de emergencia. La opinión de los
constitucionalistas es clara [5]: quien asume el Poder Ejecutivo como
consecuencia de un golpe de Estado es denominado presidente de facto, dado que
no es un mero usurpador, y su investidura es admisible cuando se dan algunos
requisitos:
a) el acatamiento
pacífico de la comunidad;
b) la disposición
de los medios para asegurar el orden, la paz, los servicios públicos y los
derechos de los ciudadanos;
c) la necesidad de
proveer, mediante la existencia de un gobierno, a la atención de aquellas
necesidades;
d) el ejercicio
público y pacífico del poder.
Lo señalado no
difiere de la doctrina clásica sobre el derecho de resistencia.
Ahora bien, como
en nuestro caso se repitió seis veces en un siglo la situación anómala de
gobiernos imposibilitados de gobernar, que debieron ser reemplazados por
autoridades de facto, debemos concluir que los golpes de Estado funcionan como
verdaderas enmiendas constitucionales. Es decir que, al no estar prevista en la
Constitución Nacional la solución jurídica que permita el reemplazo pacífico
del gobierno que perdió la legitimidad de ejercicio, se admite de hecho la
solución fáctica, avalada incluso por la jurisprudencia de la Corte Suprema de
Justicia. Esto es consecuencia directa del sistema partidocrático, que ha
impedido en todos los casos mencionados la utilización del juicio político,
único remedio previsto en la Constitución.
Cabe destacar, que
en el dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia (7-10-86),
creado para procurar el perfeccionamiento de las estructuras políticas, y que
sirvió de base para la reforma constitucional de 1994, no se incluyó ninguna
propuesta destinada a facilitar una solución institucional en las coyunturas
analizadas. Es que el gobierno de entonces, había iniciado una maniobra,
continuada por sus sucesores, destinada a evitar para siempre el peligro de
golpe de Estado, mediante un recurso drástico: la destrucción de las Fuerzas
Armadas. Ello se consiguió, a través de: a) la disminución paulatina del
presupuesto militar, que impide el cumplimiento de la misión de las tres
fuerzas, y congeló los sueldos del personal; b) la supresión por ley del
servicio militar obligatorio; c) el descabezamiento reiterado de los mandos
superiores, lo que dificulta un trabajo programado, y desarticula la carrera
profesional basada en el mérito.
Se ha señalado [6]
que no puede existir un Estado, propiamente dicho, sin Fuerzas Armadas, que
constituyen una institución fundacional de la República, y simbolizan la unidad
del pueblo, y la capacidad coercitiva que corresponde a la soberanía del poder
estatal. Aquellas, han mutado a una Guardia Pretoriana, disponible para
ejecutar las órdenes del gobernante de turno, al margen de cualquier código de
honor. Del Estado, ya inexistente, sólo resta el gobierno, hipertrofiado en un
poder político personalizado carente de todo límite. A esto se le agrega, la
aparición de un narco-terrorismo, para enfrentar al cual la experiencia de
otros países muestra que no bastan las fuerzas de seguridad, ya que no están
entrenadas para el combate bélico.
Se ha logrado,
entonces, el objetivo: impedir que las Fuerzas Armadas puedan actuar en el
futuro como recurso extraordinario en situaciones límites, no solucionables por
medio de las normas vigentes, de modo de garantizar la continuidad de la
República.
[1] Iribarne,
Miguel Ángel. El rescate de la República; Buenos Aires, Emecé, 1978, p. 11.
[2] Conferencia
Episcopal Argentina, 15-3-06.
[3] Ámbito
Financiero, 20-3-06.
[4] Fraga,
Rosendo. La Nación, 19-3-06.
[5] Bidat Campos,
Germán. Manual de Derecho Constitucional Argentino; Buenos Aires, EDIAR, 1972,
pgs. 695/697.
[6] Sánchez
Sorondo, Marcelo. La Argentina no tiene Estado, sólo gobiernos; en Revista
Militar, Nº 728, 1993, pgs. 13/17.