lunes, 24 de enero de 2022

EUTANASIA

 

Era  previsible que, después del aborto, se procurara legalizar la eutanasia. Ya se presentaron tres proyectos en el congreso; ayer se publicó (*) el contenido del que redactó la diputada nacional por Córdoba, Gabriela Estévez, del Frente de Todos: "Ley de Derecho a la prestación de ayuda para morir dignamente".

El proyecto se cita habitualmente como ley Alfonso, pues está inspirado en el caso de Alfonso Oliva, ya fallecido, que padecía de ELA (esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad neurodegenerativa que va paralizando en forma paulatina todos los músculos del cuerpo. Es la dolencia que afecta al senador Esteban Bullrich, que renunció a su banca recientemente durante una histórica sesión.

Bullrich, católico practicante, asumió su situación, declarando en un reportaje:

 “Creo que Dios nunca nos pone pruebas que no podamos superar. Él hace nuevas todas las cosas, confío en Él”, expresó en una carta pública. De todos modos, había manifestado que su nueva condición no lo definiría y que seguiría adelante con su vida, a la que calificó como feliz y maravillosa. (**)

Además del testimonio mencionado, y para evitar que el concepto de muerte digna pueda confundir, asimilándolo al suicidio asistido que implica la eutanasia, conviene recordar la doctrina católica sobre el tema. Un resumen del tema se encuentra en un párrafo de la encíclica Evangelium vitae, de San Juan Pablo II:


65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. «La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados».

 

De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado «ensañamiento terapéutico», o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia «renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares». Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. 

La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte.

 

En la medicina moderna van teniendo auge los llamados «cuidados paliativos», destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento «heroico» no debe considerarse obligatorio para todos. 

Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, «si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales». En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, «no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo»:  acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.

 

Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.

 

Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.


(*) Perfil, 23-1-2022.

(**) TN, 2-12-21.