El 20 de noviembre se conmemora el combate de la
Vuelta de Obligado, que se libró en 1845, en aguas del río Paraná, al norte de
la provincia de Buenos Aires. Se enfrentaron la Confederación Argentina,
liderada por el general Juan Manuel de Rosas y la escuadra anglo-francesa, cuya
intervención se realizó con el pretexto de lograr la pacificación ante los
problemas existentes entre Buenos Aires y Montevideo.
Con el desarrollo de la navegación a vapor ocurrido en
la tercera década del siglo XIX, grandes navíos mercantes y militares podían
remontar en tiempos relativamente breves los ríos en contra de la corriente, y
con una buena relación de carga útil.
Este avance tecnológico acicateó a los gobiernos
británicos y franceses que, desde entonces, siendo las superpotencias de esa
época, pretendían lograr garantías que permitieran el comercio y el libre
tránsito de sus naves por el estuario del Plata y todos los ríos interiores
pertenecientes a la cuenca del mismo.
En el año 1811, poco después de la Revolución de Mayo,
Hipólito Vieytes había recorrido la costa del Paraná buscando un lugar en donde
poder montar una defensa contra un hipotético ataque de naves realistas. Para
este propósito consideró al recodo de la Vuelta de Obligado como el sitio
ideal, por sus altas barrancas y la curva pronunciada que obligaba a las naves
a recostarse para pasar por allí. Rosas estaba al tanto de sus anotaciones, y
es por ello que decidió preparar las defensas en dicho sitio.
Once buques de combate de la escuadra anglo-francesa
navegaban por el río Paraná desde los primeros días de noviembre; estos navíos
poseían la tecnología más avanzada en maquinaria militar de la época,
impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una parte de ellos estaban
parcialmente blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería
forjadas en hierro y de rápida recarga y cohetes a la Congrève, que nunca se
habían utilizado en esta región.
El general Mansilla hizo tender tres gruesas cadenas
de costa a costa, sobre 24 lanchones. Después de varias horas de lucha, los
europeos consiguieron forzar el paso y continuar hacia el norte, atribuyéndose
la victoria.
Tras varios meses de haber partido, las naves
agresoras debieron regresar a Montevideo "diezmados por el hambre, el
fuego, el escorbuto y el desaliento",
De modo que la victoria anglofrancesa, resultó pírrica;
al respecto había escrito el general San Martín desde Francia:
"Los
interventores habrían visto que los argentinos no son empanadas que se comen
sin más trabajo que el de abrir la boca. (…) Esta contienda es, en mi opinión,
de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de España".
Este combate — pese a ser una derrota táctica — dio
como resultado la victoria diplomática y militar de la Confederación Argentina,
la resistencia opuesta por el gobierno argentino obligó a los invasores a
aceptar la soberanía argentina sobre los ríos interiores.
Gran Bretaña, con el Tratado Arana-Southern, y
Francia, con el Tratado Arana-Lepredour, concluyeron definitivamente este
conflicto.
En un gesto evidente del triunfo argentino, el 27 de
febrero de 1850, el contraalmirante Reynolds, por orden de Su Majestad
Británica, izó la bandera argentina al tope del mástil de la fragata
Southampton, y le rindió honores con 21 cañonazos.
A pedido del historiador José María Rosa, se promulgó
la ley 20.770 que declara el 20 de noviembre "Día de la Soberanía
Nacional", a modo de homenaje permanente a quienes defendieron con
valentía y eficiencia los derechos argentinos. Lamentablemente, hoy es un
feriado trasladable, pues se prioriza facilitar el turismo que honrar a los
héroes.
Un tópico a analizar, es la relación entre los
conceptos de nación y estado. La nación es una forma típica de comunidad, o
sea, un grupo humano que no se ha formado deliberadamente, y que surge
históricamente como vínculo espiritual entre personas que poseen una serie de
factores comunes.
No es una persona moral, ni puede organizarse. De allí
el error de definir al Estado como una nación jurídicamente organizada,
metamorfosis sostenida por los teóricos de la Revolución Francesa. De esta
confusión surge el Estado jacobino, que también confunde los conceptos de
soberanía nacional y soberanía popular.
En realidad, la nación es algo no político, y según la
experiencia histórica puede convivir con otras dentro de un mismo Estado, así
como puede extenderse más allá de las fronteras de dicho Estado. Mientras el
Estado es un ente de existencia necesaria para la convivencia humana; la nación
está condicionada históricamente.
El segundo tópico a considerar es el peligro que creen
advertir muchos de que, en esta época signada por la globalización, el estado
sufra una disminución o pérdida total de su soberanía. Para ello, debemos
precisar el concepto mismo de soberanía, que es la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un
territorio determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es
susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar
la "disminución de soberanía" de los Estados contemporáneos.
Lo que puede disminuirse o incrementarse es el poder
propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver
problemas e influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte, por
ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal -como el
Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas decisiones
en virtud de su carácter de ente soberano.
Hoy existe en la
Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino; cunde
un clima de descontento, de protesta, una especie de atomización social. Estos
síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible
para que exista una nación en plenitud. En estas condiciones, enfrentar
los desafíos que conlleva un mundo globalizado requiere un enorme esfuerzo de
reflexión y de eficacia en la acción gubernamental.
Es que, en este
momento, la mundialización no puede eliminar la política como acción humana;
acción que le da un rostro humano a los problemas, ya que no solo lo económico
determina un tiempo histórico. La convivencia entre millones de personas que no
se conocen, solo es posible por la política: sin ella no habría sociedad,
porque “el instinto no nos permite vivir separados ni nos alcanza para vivir
juntos” (1).
No cabe duda que
la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma
alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de
desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni
siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en que
los países podían desenvolverse con un grado considerable de independencia.
Entendiendo por
independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin
subordinación a otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha
independencia variará según las características del país respectivo y de la
capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues, más allá de las
pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es que el Estado
continúa manteniendo su rol en nuestros días.
Pese a todos los
condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el mejor
órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su defensa
exterior. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de preocupación los
cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad
esencial de gerente del bien común. De modo que conviene no proclamar
apresuradamente la desaparición del Estado, que sigue siendo una sociedad
perfecta, por ser la única institución temporal que protege adecuadamente el
bien común de cada sociedad territorialmente delimitada.
La situación
internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, -en especial desde
1989- posibilidades de actuación autonómica aún a los países pequeños y
medianos. Por cierto, que, para poder aprovechar las circunstancias, es
necesario que los gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de
la realidad, de los llamados "factores determinantes" de la política
exterior; estos son los hombres concretos que deciden en los Estados,
procurando mantener su independencia.
El economista Aldo
Ferrer ha aportado un concepto interesante, el de densidad nacional, que expresa el conjunto de circunstancias que
determinan la calidad de las respuestas de cada nación a los desafíos y
oportunidades de la globalización. Atribuye dicho autor a la baja densidad
nacional, la causa de los problemas argentinos (2).
Por cierto, en
esta hora resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la
globalización y conservar su independencia, las sociedades que se afiancen en
sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional. La identidad nacional,
está marcada por la filiación de un pueblo; el pueblo argentino es el resultado
de un mestizaje; la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de
la simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las
características étnicas y geográficas del continente americano.
La cultura de un
pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de
una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la
cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una
comunidad unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo,
la misma escala de valores y se proyecta en actitudes, costumbres e
instituciones. Cuando un pueblo se debilita en la defensa de su autonomía
frente al mundo, desaparece como tal, como ha ocurrido muchas veces en la
historia.
Entonces, la
primera decisión política a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado –como
órgano de conducción de la sociedad- para procurar su máxima eficacia.
Un proyecto
nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la
globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los
demás países, con la preservación de la propia identidad cultural, haciendo explícito lo que somos a fin de
buscar lo que debemos ser; lo contrario sería abandonarse al futuro sin
prudencia, de la mano de un empirismo más o menos ciego.
Para finalizar,
recordamos la exhortación de Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a
vuestra disposición sobre esta soberanía fundamental que cada Nación posee en virtud
de la propia cultura”. “No permitáis que se vuelva víctima de totalitarismos,
imperialismos o hegemonías” (3).
1 1) Malamud, Andrés. “El oficio más antiguo del mundo”;
Buenos Aires, Capital Intelectual, 2018, p. 319.
2 2) Ferrer, Aldo. “La densidad nacional”; Buenos Aires,
Capital Intelectual, 2004, pp. 10 y 66.
3) Discurso en Praga, 21-4-1990.