domingo, 11 de junio de 2023

LIBERALISMO ECONÓMICO

 


Como algunos católicos –presuponemos, de buena fe- consideran que la Iglesia acepta el liberalismo económico, ya que no tiene conexión con el liberalismo filosófico, que es el cuestionado, resulta conveniente procurar aclarar esta cuestión, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. El Compendio de dicha doctrina señala que: “En cuanto parte de la enseñanza moral de la Iglesia, la doctrina social reviste la misma dignidad y tiene la misma autoridad de tal enseñanza. Es Magisterio auténtico, que exige la aceptación y adhesión de los fieles” (p. 80).

Recordemos que, ya en 1891, León XIII, condena el liberalismo en sus tres grados:


-Un liberalismo de primer grado, que sostiene la autonomía del hombre, la soberanía absoluta de la razón, la moral independiente de Dios, la voluntad libre como raíz última y exclusiva de la sociedad y la mayoría del pueblo como fuente suprema del derecho.

-Un liberalismo de segundo grado, para el cual la libertad debe ajustarse a la ley natural y, por lo tanto, a Dios; pero no está obligado a someterse a la ley revelada, por la que no tiene sentido hablar de relaciones entre la Iglesia y el estado.

-Un liberalismo de tercer grado, que sostiene que el hombre debe obedecer a todas las leyes impuestas por Dios, naturales o reveladas, pero sólo en la esfera privada; en la esfera pública puede apartarse de la ley revelada, por lo cual es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado.

Las tres variantes son rechazadas por el Pontífice; ninguna puede ser admitida por la doctrina cristiana. (1)


No es correcto sostener que en los últimos años la Iglesia adaptó su doctrina frente a la realidad del mundo contemporáneo. Pablo VI insiste en 1971: “El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política, concebida como servicio, tampoco puede adherirse sin contradicción a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en puntos sustanciales a su fe y a su concepción del hombre, ni a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su personal y colectiva; ni a la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual substrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y un criterio más elevado del valor de la organización social”. 

(Octogesima adveniens, p. 26)


Juan XXIII advirtió que el bien común abarca a todo el hombre, es decir, tanto a las exigencias del cuerpo como a las del espíritu. Por lo tanto, los gobernantes deben procurar dicho bien, de manera que, sin descuidar los bienes del espíritu, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material (Pacem in Terris, 57).


Es importante tener en cuenta dicha advertencia, pues las relaciones económicas no surgen de hechos fortuitos, sino como resultado de la conducta humana. No hay fatalidad en la economía. Si bien la ciencia económica, posee sus propias leyes y métodos, la economía como actividad humana debe estar subordinada a la política y a la moral, para que sea posible un recto Orden Económico. Recordemos que ordenar es disponer las cosas a un fin; es una operación de la inteligencia, no de la voluntad.


Desde una perspectiva doctrinaria, podemos mostrar las alternativas que puede presentar un orden económico, según el enfoque intelectual y político que se elija:

i) Algunos consideran que el Orden Económico surge sólo, por interacción de los factores. Es la hipótesis liberal de la “mano invisible”, que va disponiendo las cosas de tal modo que se produce un equilibrio de intereses en el mercado.

La Iglesia rechaza esta hipótesis, que no se ha verificado nunca en la historia. Por el contrario, considera que:

“No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.” (Gaudium et spes, p. 65)


ii) Cuando el Orden Económico es diseñado por el Estado y realizado por él mismo, se cae en el estatismo. El párrafo citado anteriormente explica los motivos del rechazo de esta posición, por parte de la Iglesia. La experiencia histórica demuestra que una economía estatizada anula la libertad de los ciudadanos y de los grupos sociales, además de resultar ineficiente en el largo plazo.


iii) El Orden Económico diseñado por el Estado, pero realizado por los particulares, con la mayor libertad posible, es el promovido por la Iglesia.

No corresponde al Estado “hacer” en materia económica, sino “ordenar y coordinar”. La justicia impone los límites a la libertad de los particulares en este campo, así como las cargas que puede imponer la autoridad pública. En efecto:

“Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas agrupadas en esta acción común. Pero han de tener cuidado de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana.” (Populorum Progresio, p. 33)


Como lo ha señalado Juan Pablo II:

“Nos encontramos, por lo tanto, frente a un grave problema de distribución desigual de los medios de subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres, y también de los beneficios de ellos derivantes. Y esto sucede no por responsabilidad de las poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie de fatalidad dependiente de las condiciones naturales o del conjunto de las circunstancias.” (Solicitudo rei Socialis, p. 9)


La Encíclica “Centesimus Annus” considera justo rechazar un sistema económico que asegura el predominio absoluto del capital respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. Tampoco acepta, como modelo alternativo, el sistema socialista, que no es otra cosa que un capitalismo de Estado.


Promueve, por el contrario, una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa -entendida como comunidad de hombres- y en la participación. Este tipo de sociedad, acepta el mercado como un instrumento eficaz para colocar los recursos y responder a las necesidades, pero exige que sea controlado por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad.


La encíclica considera, en cambio, inaceptable la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. (p. 35)


No obstante lo anterior, con la prudencia característica de la Iglesia, y ante la dificultad de definir con precisión el significado de una palabra tan polémica como “capitalismo”, dedica la encíclica un largo párrafo a discernir si dicho sistema es aceptable. Lo hace en el punto 42 de la encíclica, en dos partes:

a) “Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de economía de empresa, economía de mercado, o simplemente de economía libre.”


b) “Pero si por capitalismo se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.”


La definición, si bien compleja, no resulta ambigua, pues se encuadra en la distinción que los especialistas han formulado, entre dos tipos de capitalismo: el anglosajón y el renano (2). La primera parte del párrafo 42 (“a”), describe lo que se denomina capitalismo renano; la segunda parte (“b”), señala al capitalismo anglosajón, que, en líneas generales, coincide con el concepto de neoliberalismo.


En otra parte de la encíclica (p. 19), el pontífice destaca el esfuerzo positivo que realizan algunos países para: “evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra.” Luego detalla los aspectos positivos:

una cierta abundancia de ofertas de trabajo;

un sólido sistema de seguridad social;

la libertad de asociación y la acción incisiva del sindicato;

la previsión social en casos de desempleo.

Esta caracterización corresponde, precisamente, al capitalismo renano, que es el sistema económico que tiene vigencia en varios países, en especial: Alemania, Italia y Japón. La mención de este antecedente es importante para que no se tome a la enseñanza social de la Iglesia como a una “utopía” -lugar que no existe-, sino que, al menos parcialmente, coincide con experiencias concretas de la realidad.


La misma encíclica reitera que la Iglesia no tiene modelos que proponer, pero “ofrece como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual -como queda dicho- reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común.” (p. 43)

Capítulo clave de la doctrina social en materia económica, lo constituye la necesidad de la participación del Estado (p. 15), que debe actuar:


A) Indirectamente, según el principio de subsidiariedad, pues el orden económico debe estar a cargo de los particulares, salvo en situaciones excepcionales. No corresponde al Estado “hacer”, en materia económica, sino “ordenar” la actividad para que los particulares ejecuten. La acción del Estado debe consistir en: fomentar, estimular, ordenar, suplir y completar, la actividad de los particulares.

La interpretación neoliberal que atribuye al Estado poder actuar sólo por delegación de los particulares, es insuficiente. Lo correcto es que el Estado actúe siempre como gestor del bien común, orientando la economía y, en casos excepcionales, realizando directamente actividades que no pueden ser ejecutadas por los particulares.


B) Directamente, según el principio de solidaridad, para:

corregir abusos: usura - monopolio, etc., pudiendo usar el instituto jurídico de la expropiación;

redistribuir la riqueza: aplicando la ley de reciprocidad en los cambios. Mediante, por ejemplo, la política impositiva y la seguridad social.


No es suficiente reconocer el deber de intervención estatal en la economía, es necesario también limitar esa intervención. Pues la regulación estatal no debe anular o afectar gravemente la propiedad y la libertad individuales. Advierte el Papa que “se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado.” (p. 49)


Por eso, la Doctrina Social de la Iglesia no acepta:

Ni la no- intervención de la autoridad pública en materia económica

Ni la intervención total.


Dicho de otra forma, se rechaza dos utopías:

La libertad absoluta del mercado, que postula el liberalismo

El paraíso en la tierra, que pretende construir el marxismo.


La doctrina social parte de una actitud realista, que conoce la lucha eterna entre el bien y el mal a que está sometido el hombre, y por ello “solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.” (p. 54)

 

Fuentes:

1) Ramos, Fulvio. “Liberalismo económico y doctrina social de la Iglesia”; ed. Forum, 1986.

2) Albert, Michel: “Capitalismo contra capitalismo”, Buenos Aires, Paidós, 1992.