Como algunos
católicos –presuponemos, de buena fe- consideran que la Iglesia acepta el
liberalismo económico, ya que no tiene conexión con el liberalismo filosófico,
que es el cuestionado, resulta conveniente procurar aclarar esta cuestión, a la
luz de la Doctrina Social de la Iglesia. El Compendio de dicha doctrina señala
que: “En cuanto parte de la enseñanza moral de la Iglesia, la doctrina social
reviste la misma dignidad y tiene la misma autoridad de tal enseñanza. Es
Magisterio auténtico, que exige la aceptación y adhesión de los fieles” (p.
80).
Recordemos que, ya
en 1891, León XIII, condena el liberalismo en sus tres grados:
-Un liberalismo de
primer grado, que sostiene la autonomía del hombre, la soberanía absoluta de la
razón, la moral independiente de Dios, la voluntad libre como raíz última y
exclusiva de la sociedad y la mayoría del pueblo como fuente suprema del
derecho.
-Un liberalismo de
segundo grado, para el cual la libertad debe ajustarse a la ley natural y, por
lo tanto, a Dios; pero no está obligado a someterse a la ley revelada, por la
que no tiene sentido hablar de relaciones entre la Iglesia y el estado.
-Un liberalismo de
tercer grado, que sostiene que el hombre debe obedecer a todas las leyes
impuestas por Dios, naturales o reveladas, pero sólo en la esfera privada; en
la esfera pública puede apartarse de la ley revelada, por lo cual es necesaria
la separación entre la Iglesia y el Estado.
Las tres variantes
son rechazadas por el Pontífice; ninguna puede ser admitida por la doctrina
cristiana. (1)
No es correcto sostener que en los últimos años la Iglesia adaptó su doctrina frente a la realidad del mundo contemporáneo. Pablo VI insiste en 1971: “El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política, concebida como servicio, tampoco puede adherirse sin contradicción a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en puntos sustanciales a su fe y a su concepción del hombre, ni a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su personal y colectiva; ni a la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual substrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y un criterio más elevado del valor de la organización social”.
(Octogesima adveniens, p. 26)
Juan XXIII
advirtió que el bien común abarca a todo el hombre, es decir, tanto a las
exigencias del cuerpo como a las del espíritu. Por lo tanto, los gobernantes
deben procurar dicho bien, de manera que, sin descuidar los bienes del espíritu,
ofrezcan al ciudadano la prosperidad material (Pacem in Terris, 57).
Es importante
tener en cuenta dicha advertencia, pues las relaciones económicas no surgen de
hechos fortuitos, sino como resultado de la conducta humana. No hay fatalidad
en la economía. Si bien la ciencia económica, posee sus propias leyes y
métodos, la economía como actividad humana debe estar subordinada a la política
y a la moral, para que sea posible un recto Orden Económico. Recordemos que
ordenar es disponer las cosas a un fin; es una operación de la inteligencia, no
de la voluntad.
Desde una
perspectiva doctrinaria, podemos mostrar las alternativas que puede presentar
un orden económico, según el enfoque intelectual y político que se elija:
i) Algunos
consideran que el Orden Económico surge sólo, por interacción de los factores.
Es la hipótesis liberal de la “mano invisible”, que va disponiendo las cosas de
tal modo que se produce un equilibrio de intereses en el mercado.
La Iglesia rechaza
esta hipótesis, que no se ha verificado nunca en la historia. Por el contrario,
considera que:
“No se puede
confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica
de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este
motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las
reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican
los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la
organización colectiva de la producción.” (Gaudium et spes, p. 65)
ii) Cuando el
Orden Económico es diseñado por el Estado y realizado por él mismo, se cae en
el estatismo. El párrafo citado anteriormente explica los motivos del rechazo
de esta posición, por parte de la Iglesia. La experiencia histórica demuestra
que una economía estatizada anula la libertad de los ciudadanos y de los grupos
sociales, además de resultar ineficiente en el largo plazo.
iii) El Orden
Económico diseñado por el Estado, pero realizado por los particulares, con la
mayor libertad posible, es el promovido por la Iglesia.
No corresponde al
Estado “hacer” en materia económica, sino “ordenar y coordinar”. La justicia
impone los límites a la libertad de los particulares en este campo, así como
las cargas que puede imponer la autoridad pública. En efecto:
“Toca a los
poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que
proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas,
estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas agrupadas en esta acción común.
Pero han de tener cuidado de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y
los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral
o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el
ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana.” (Populorum Progresio,
p. 33)
Como lo ha
señalado Juan Pablo II:
“Nos encontramos,
por lo tanto, frente a un grave problema de distribución desigual de los medios
de subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres, y también de
los beneficios de ellos derivantes. Y esto sucede no por responsabilidad de las
poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie de fatalidad dependiente
de las condiciones naturales o del conjunto de las circunstancias.” (Solicitudo
rei Socialis, p. 9)
La Encíclica
“Centesimus Annus” considera justo rechazar un sistema económico que asegura el
predominio absoluto del capital respecto a la libre subjetividad del trabajo
del hombre. Tampoco acepta, como modelo alternativo, el sistema socialista, que
no es otra cosa que un capitalismo de Estado.
Promueve, por el
contrario, una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa -entendida
como comunidad de hombres- y en la participación. Este tipo de sociedad, acepta
el mercado como un instrumento eficaz para colocar los recursos y responder a
las necesidades, pero exige que sea controlado por las fuerzas sociales y por
el Estado, de manera que garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales
de toda la sociedad.
La encíclica
considera, en cambio, inaceptable la afirmación de que la derrota del
socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. (p.
35)
No obstante lo
anterior, con la prudencia característica de la Iglesia, y ante la dificultad
de definir con precisión el significado de una palabra tan polémica como
“capitalismo”, dedica la encíclica un largo párrafo a discernir si dicho
sistema es aceptable. Lo hace en el punto 42 de la encíclica, en dos partes:
a) “Si por
capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental
y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la
consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre
creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es
positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de economía de empresa,
economía de mercado, o simplemente de economía libre.”
b) “Pero si por
capitalismo se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito
económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular
dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta
es absolutamente negativa.”
La definición, si
bien compleja, no resulta ambigua, pues se encuadra en la distinción que los
especialistas han formulado, entre dos tipos de capitalismo: el anglosajón y el
renano (2). La primera parte del párrafo 42 (“a”), describe lo que se denomina
capitalismo renano; la segunda parte (“b”), señala al capitalismo anglosajón,
que, en líneas generales, coincide con el concepto de neoliberalismo.
En otra parte de
la encíclica (p. 19), el pontífice destaca el esfuerzo positivo que realizan
algunos países para: “evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto
de referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que
haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra.” Luego
detalla los aspectos positivos:
► una
cierta abundancia de ofertas de trabajo;
► un
sólido sistema de seguridad social;
► la
libertad de asociación y la acción incisiva del sindicato;
► la
previsión social en casos de desempleo.
Esta
caracterización corresponde, precisamente, al capitalismo renano, que es el
sistema económico que tiene vigencia en varios países, en especial: Alemania,
Italia y Japón. La mención de este antecedente es importante para que no se
tome a la enseñanza social de la Iglesia como a una “utopía” -lugar que no
existe-, sino que, al menos parcialmente, coincide con experiencias concretas
de la realidad.
La misma encíclica
reitera que la Iglesia no tiene modelos que proponer, pero “ofrece como
orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual -como
queda dicho- reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo
tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común.” (p. 43)
Capítulo clave de
la doctrina social en materia económica, lo constituye la necesidad de la
participación del Estado (p. 15), que debe actuar:
A) Indirectamente,
según el principio de subsidiariedad, pues el orden económico debe estar a
cargo de los particulares, salvo en situaciones excepcionales. No corresponde
al Estado “hacer”, en materia económica, sino “ordenar” la actividad para que
los particulares ejecuten. La acción del Estado debe consistir en: fomentar,
estimular, ordenar, suplir y completar, la actividad de los particulares.
La interpretación
neoliberal que atribuye al Estado poder actuar sólo por delegación de los
particulares, es insuficiente. Lo correcto es que el Estado actúe siempre como
gestor del bien común, orientando la economía y, en casos excepcionales,
realizando directamente actividades que no pueden ser ejecutadas por los
particulares.
B) Directamente,
según el principio de solidaridad, para:
►
corregir abusos: usura - monopolio, etc., pudiendo usar el instituto jurídico
de la expropiación;
►
redistribuir la riqueza: aplicando la ley de reciprocidad en los cambios.
Mediante, por ejemplo, la política impositiva y la seguridad social.
No es suficiente
reconocer el deber de intervención estatal en la economía, es necesario también
limitar esa intervención. Pues la regulación estatal no debe anular o afectar
gravemente la propiedad y la libertad individuales. Advierte el Papa que “se
olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni
el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar
el Estado y el mercado.” (p. 49)
Por eso, la
Doctrina Social de la Iglesia no acepta:
Ni la no-
intervención de la autoridad pública en materia económica
Ni la intervención
total.
Dicho de otra
forma, se rechaza dos utopías:
La libertad
absoluta del mercado, que postula el liberalismo
El paraíso en la
tierra, que pretende construir el marxismo.
La doctrina social
parte de una actitud realista, que conoce la lucha eterna entre el bien y el mal
a que está sometido el hombre, y por ello “solamente la fe le revela plenamente
su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la
Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la
filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.” (p. 54)
Fuentes:
1) Ramos, Fulvio. “Liberalismo
económico y doctrina social de la Iglesia”; ed. Forum, 1986.
2) Albert, Michel:
“Capitalismo contra capitalismo”, Buenos Aires, Paidós, 1992.