La palabra
tradición refiere a donación o legado,
y abarca el conjunto de costumbres que suelen transmitirse de generación en
generación. “La historia de lo que
fuimos explica lo que somos”, nos enseña Hilaire Belloc; agregando a este
respecto que: “la religión es el
principal elemento determinante que actúa en la formación de toda civilización”.
Profunda realidad existencial que también rige, por supuesto, para nosotros los
argentinos de hoy, pues, aunque a primera vista no se noten sus rastros en el
acontecer histórico de la patria, el catolicismo fundador subyace sin embargo
en el subconsciente de la misma y se perpetúa, influyendo en los modos de ser,
hábitos y costumbres de millones de ciudadanos nacidos y criados en esta tierra
civilizada por la imperial España de hace cuatro siglos.
Cuando sistemas de
ideas o creencias, repetidos a través del tiempo, se convierten en habituales
en una sociedad, modelando el pensamiento de las personas que forman cualquier
pueblo organizado hasta convertirlos en normas de vida, o sea en un régimen de convivencia pacíficamente
obedecido entonces podemos afirmar con certeza que existe una Tradición.
En lo que respecta
a nuestra nación Argentina, se han ido yustaponiendo, (como enseña don Federico
Ibarguren), corrientes culturales diversas, las cuales a través de la enseñanza
oficial, fueron configurándose en enfoques
contradictorios entre sí. A saber:
1) El
hispano-católico fundador
2) El racionalismo
afrancesado que se concretó en el despotismo
ilustrado y que niega rotundamente la primera tradición, considerándola
“oscurantista”, como lo hicieron Moreno
y Rivadavia en su momento;
y 3) el
liberal-capitalista, propagado entre nosotros por la generación que
combatió a Rosas y que se perpetua a través de la generación del 80, quedando
consolidada en la ciudadanía por la ley de educación laica de 1884, y cuyo
espíritu antitradicionalista se extendió, también, a la enseñanza secundaria y
universitaria oficial. Como consecuencia del liberalismo, se difundieron
rápidamente las ideas del marxismo y de la nueva era.
Al negar nuestra
tradición primigenia, la hispano-católica, las últimas corrientes en la
Argentina se convierten en verdaderas contra-tradiciones que conducen en
definitiva a la confusión actual.
Esto, sumado a la conducción política ineficaz y errática, ha comenzado a
debilitar los lazos de la amistad social
que caracterizan a una comunidad nacional.
Soberanía
Hoy existe en la
Argentina, como nunca antes, un
desaliento generalizado sobre su destino; cunde un clima de descontento, de
protesta, una especie de atomización
social. Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible para que exista una
nación en plenitud. En estas condiciones, enfrentar los desafíos que conlleva
un mundo globalizado requiere un enorme esfuerzo de reflexión y de eficacia en
la acción gubernamental.
Un tópico a
considerar es el peligro que creen advertir muchos de que, en esta época
signada por la globalización, el estado sufra una disminución o pérdida total
de su soberanía. La palabra globalización,
implica “la creciente interdependencia
de todas las sociedades entre sí, promovida por el aumento de los flujos
económicos, financieros y comunicacionales, y catapultada por la tercera
revolución industrial o tercera ola, que facilita que estos flujos puedan ser
realizados en tiempo real”.
Para Fukuyama, la
caída del Muro de Berlín representaba el
fin de la historia, al quedar como única opción el liberalismo capitalista al
ser derrotado el comunismo. La globalización parecía ofrecer un mundo mágico,
con un progreso continuo, basado en el avance tecnológico. Los conflictos se limitarían
a una competencia entre los países, por los recursos, entre las empresas, por
los clientes, y entre las personas, por el empleo.
Otras miradas no
eran tan optimistas, y preferían usar el concepto de mundialización, para
caracterizar una etapa, como cualquier otra de la historia humana, con sus
problemas y tensiones: consecuencias ambientales del progreso desenfrenado,
crisis demográfica en Europa, paralela a migraciones desordenadas, guerras y
hechos terroristas de violencia sin precedentes.
Es que, en este
momento, la mundialización no puede
eliminar la política como acción humana; acción que le da un rostro humano a los problemas, ya que no solo lo
económico determina un tiempo histórico. La
convivencia entre millones de personas que no se conocen, solo es posible por
la política: sin ella no habría sociedad, porque el instinto no nos permite
vivir separados, ni nos alcanza para vivir juntos.
No cabe duda que
la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma
alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de
desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni
siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en que
los países podían desenvolverse con un grado considerable de independencia.
Entendiendo por independencia la
capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a
otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha independencia variará
según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que
demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de
la globalización, lo cierto es que el
Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días. En muchos países el
Estado maneja más de la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo
tanto, afirmar que los políticos son
simples agentes del mercado.
Pese a todos los
condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el mejor
órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su defensa
exterior. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de preocupación los
cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad esencial de gerente del bien común. De
modo que conviene no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado, que
sigue siendo una sociedad perfecta,
por ser la única institución temporal que protege adecuadamente el bien común
de cada sociedad territorialmente delimitada. Como enseña Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate: parece más
realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser
sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar
los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos.
La situación
internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde
1989- posibilidades de actuación
autonómica aún a los países pequeños y medianos. Por cierto, que, para
poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de
la realidad, de los llamados "factores determinantes" de la política
exterior; estos son los hombres concretos que deciden en los Estados,
procurando mantener su independencia.
El economista Aldo
Ferrer ha aportado un concepto interesante, el de densidad nacional, que expresa el conjunto de circunstancias que
determinan la calidad de las respuestas
de cada nación a los desafíos y oportunidades de la globalización. Atribuye
dicho autor a la baja densidad nacional, la causa de los problemas argentinos.
Por otra parte, es
necesario expresar que la posibilidad, que sostienen muchos, de un gobierno
mundial ya fue desestimada por Carl
Schmitt en 1932: “El mundo político
es un Pluriversum, no un Universum”. “La unidad política no puede, por
razón de su esencia, ser universal, en el sentido de una unidad que abrazara la
humanidad toda y la tierra entera”.
Explica Bandieri
que: “El tránsito del Estado Nación centralizado al equilibrio de grandes
espacios requiere un nuevo tipo de distribución funcional y articulación
territorial del poder: la federalización hacia adentro, la confederación hacia
afuera”. Agrega Castaño que una sociedad
es política, mientras no efectúe una cesión general e irrevocable de sus
facultades de gobierno y jurisdicción a una entidad superior.
Esto no ocurre, ni
con las Naciones Unidas ni con la Unión Europea. Según la Carta de las Naciones
Unidas, los propósitos consisten en mantener la paz y fomentar entre las
naciones relaciones de amistad, en base al principio
de la igualdad soberana de todos sus miembros. A su vez, el tratado de la
Unión Europea, establece que la Unión
actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados
miembros, para lograr los objetivos que éstos determinen. En virtud del
principio de subsidiariedad, la Unión intervendrá sólo en caso de que los
objetivos no puedan ser alcanzados por los Estados miembros. La decisión
adoptada por el Reino Unido de retirarse
de la Unión –Brexit- estaba prevista por el artículo 50 del Tratado, y confirma que la adhesión es revocable.
Por consiguiente, un poder subsidiario
“sí puede ser compatible con la existencia de comunidades políticas que no han
renunciado a su status de tales, esto es, de Estados independientes”.
Por cierto, en
esta hora resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la
globalización y conservar su independencia, las sociedades que se afiancen en
sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional.
La cultura de un
pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de
una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la
cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. Cuando un pueblo se debilita en la defensa
de su autonomía frente al mundo, desaparece como tal, como ha ocurrido muchas
veces en la historia.
Entonces, la
primera decisión política a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado –como órgano de conducción de la
sociedad- para procurar su máxima eficacia. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía, que es la
cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio
determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es susceptible de
grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la
"disminución de soberanía" de los Estados contemporáneos.
Lo que puede
disminuirse o incrementarse es el poder
propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver
problemas e influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte, por
ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal -como el
Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas decisiones
en virtud de su carácter de ente soberano.
Ahora bien, el
grave problema argentino, es que no puede ejecerse plenamente la soberanía pues
el Estado no funciona adecuadamente.
Como explica Marcelo Sánchez Sorondo:
todo Estado incluye un gobierno, pero no todo gobierno implica que exista un
Estado. El Estado es una entidad jurídico-política que surge recién en una
etapa de la civilización, como complejo de organismos, al servicio del bien
común. Supone una delimitación explícita del poder discrecional.
El gobierno no encuadrado en un Estado es errático y
caprichoso; sirve únicamente para
el enriquecimiento y la influencia individual de los gobernantes, que no pueden
lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental.
De allí la
paradoja de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los
problemas es la ausencia del Estado. En esto seguimos al Prof. de Mahieu, que
describe al Estado como el órgano de
síntesis, planeamiento y conducción, de una sociedad determinada, destinado
a lograr el bien común.
El ejercicio de las tres funciones señaladas
es requisito indispensable para la existencia de un Estado; cuando dejan de cumplirse,
el Estado no funciona como tal, aunque se mantengan las formalidades
constitucionales. Eso es lo que ocurrió en la Argentina, hace ya cinco décadas.
Resumiendo lo
expresado, consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas
significativas de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione
el método de análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los
problemas gubernamentales. Si es correcto el análisis, la prioridad absoluta
consiste en restaurar el Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio
del bien común. Sin embargo, la
restauración del Estado argentino no ocurrirá como consecuencia necesaria de
elaborar un buen diagnóstico, sino como resultado de un gobierno que solucione
los problemas concretos, para lo cual deberá planificar cuidadosamente sus
acciones, lo que, a su vez depende del surgimiento de un número suficiente de
ciudadanos honestos y formados, dispuestos a dedicarse a la cosa pública.
A esta altura del
análisis, debemos profundizar en cuestiones teóricas, para determinar si es
posible, estrictamente hablando, elaborar un
proyecto nacional como anticipación del futuro, y que no sea, por lo tanto,
una simple utopía. En cada circunstancia, son muchos los futuros posibles -futuribles- y existen algunos pocos probables -futurables. El riesgo
de elegir el que tenga más chance de ser logrado y resultar conveniente,
depende del procedimiento utilizado.
Bertrand de
Jouvenel explica que: “Respecto al pasado, la voluntad del hombre
es inútil, su libertad nula, su poder inexistente”; en cambio el porvenir es para el hombre dominio de la
libertad y del poder. De libertad, en cuanto la persona es libre de concebir lo que no es, y es
dominio del poder, porque dispone de
algún poder para hacer válido lo que ha concebido. De todos modos, el
análisis predictivo nos aporta un conocimiento de opinión, pues la materia
objeto del planeamiento es opinable por naturaleza; el futuro sólo es
susceptible de aproximación conjetural. Lo mismo podemos decir sobre lo
político: es pasible de certidumbre en
cuanto a sus contenidos pasados o presentes, pero es sólo opinable en cuanto al
futuro.
El proyecto, sin
embargo, es mucho más que extrapolación en el tiempo; el vocablo se refiere a
la intervención necesaria de la voluntad humana en su configuración. Si bien
generalmente se proyecta de acuerdo a lo que se cree posible, aquí resulta
dominante el ámbito de lo deseable. Para
lo posible utilizamos la razón, en lo probable domina la voluntad.
Sin embargo, “el
futuro es parcialmente controlable”; “el futuro de un pueblo, entendido como
proyecto vital colectivo, puede en buena medida ser regulado desde el
presente”.
Creemos, por lo
tanto, que es injusto confundir el planeamiento con el utopismo; Santo Tomás aclara que, por muy
imprevisible que en esencia sea la conducta humana, nada es tan contingente que
no tenga en sí una parte de necesidad (S. Th. 1, 86, 3). “Un plan de la
nación no aparece, pues, como una fórmula mágica, sino como una combinación
perfectible de realismo y voluntad”.
De manera que, no
sólo es posible sino muy útil al bien común la planificación. Pero siempre,
respaldando los planes en el consenso de sus protagonistas, quienes
deben participar en su elaboración, ejecución y modificación.
El Estado, en su
función de planeamiento, centraliza la información que le llega de los grupos
sociales; recopila sus problemas, necesidades y demandas. Los datos son
procesados y extrapolados en función de los fines comunes, fijados en la
Constitución Nacional y en otros documentos, que señalan los objetivos
políticos y los valores que identifican a un pueblo. Con mayor o menor
intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado
donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las
prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad, en procura del
Bien Común.
Por cierto, que,
en una concepción no totalitaria el planeamiento estatal sólo será vinculante
para el propio Estado, y meramente indicativo para el sector privado. La autoridad pública no debe realizar ni
decidir por sí misma lo que puedan hacer y procurar comunidades menores e inferiores.
Pero, debido a la complejidad de los problemas modernos, el principio de
subsidiariedad resulta insuficiente para resolverlos sin la orientación del
Estado, que mediante el planeamiento se dedique a "animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los
individuos y de los cuerpos intermedios" (Pablo VI, Populorum progressio,
p. 33).
Un proyecto
nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la
globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los
demás países, con la preservación de la propia identidad cultural, haciendo explícito lo que somos a fin de
buscar lo que debemos ser; lo contrario sería abandonarse al futuro sin
prudencia, de la mano de un empirismo más o menos ciego.
Para finalizar,
recordamos la exhortación de Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a vuestra disposición sobre esta soberanía
fundamental que cada Nación posee en virtud de la propia cultura”. “No
permitáis que se vuelva víctima de totalitarismos, imperialismos o hegemonías”.
(disc. En Praga,
21-4-1990)
(*)Exposición
realizada en el Instituto Argentino de Cultura Hispánico, de Córdoba, el
17-11-2022.
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