lunes, 21 de noviembre de 2022

SISTEMA INSTITUCIONAL ARGENTINO (*)

  

Con motivo de haberse comentado, en varios encuentros virtuales y en algunas de las propuestas efectuadas por miembros del Consejo Programático de Políticas Públicas, de Córdoba, sobre la necesidad de efectuar reformas en el sistema institucional argentino, nos parece conveniente analizar el tema.


La última reforma a la Constitucional Nacional, se efectuó en 1994; en los 28 años transcurridos, ningún sector político y ningún constitucionalista ha puesto en duda la legitimidad de dicha Constitución. Por lo tanto, las reformas que se propongan deberán someterse al procedimiento respectivo, fijado en el propio texto constitucional (art. 30), de manera que no podrá concretarse sin el apoyo explícito de la mayoría de dos tercios del total de los diputados y senadores. En síntesis, no habrá ninguna reforma institucional sin la participación activa de los partidos políticos.


Uno de los aspectos más criticados de la política contemporánea es el de la representación; la crítica al sistema contemporáneo de partidos está, obviamente, justificada. Dicho sistema se basa en la llamada democracia indirecta o representativa, consistente en que, como todo el pueblo -en quien se supone reside la soberanía- no puede gobernar por sí mismo, debe delegar en sus representantes la función de gobierno, sin abandonar por ello la soberanía. Como el gobierno -especialmente el Congreso- debe representar la Voluntad General, se establece por medio de una ficción jurídica que cada representante representa, no a los ciudadanos que lo han elegido, sino a todo el pueblo. Con lo cual se invalida en la práctica la figura invocada del mandato, según la cual los gobernantes reciben, al ser elegido, un mandato del pueblo, para ejercer en su nombre el gobierno.


En efecto, esta figura se podía aplicar legítimamente durante la Edad Media, con la monarquía tradicional, pues en las cortes o asambleas los representantes eran elegidos por un grupo social determinado (estamentos, ciudades, corporaciones) y únicamente representaban a ese grupo, con mandato “imperativo” a través de instrucciones precisas que, en caso de no ser cumplidas fielmente por el representante, el mandato de éste podía ser revocado.


Por el contrario, en los parlamentos modernos -y ya desde la Revolución Francesa- se prohíben los mandatos imperativos, y los representantes ejercen una representación “libre”, es decir que, una vez elegidos -si bien alegan actuar en nombre del pueblo-, no reciben órdenes de sus electores y actúan con total independencia.


Por otra parte, todos los representantes son propuestos al electorado por los partidos políticos, únicas entidades que tienen acceso legal a los cargos públicos electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de ciudadanos independientes ni la representación de otros grupos sociales (CN, Art. 38).


Es por estar basado en el mito de la soberanía popular y en una falsa teoría de la representación, que el sistema actual de partidos políticos carece de solidez y produce efectos negativos en la sociedad.


Durante la vigencia de la monarquía, la actividad gubernamental estaba a cargo del propio rey y de la nobleza, es decir, el estamento aristocrático que rodeaba al rey y cuyos integrantes se preparaban para la guerra y el gobierno. Las cortes o asambleas, ya mencionadas, se limitaban a informar y asesorar al rey sobre los problemas e inquietudes, y, en casos excepcionales, a consentir medidas de emergencia como impuestos especiales, pero la decisión estaba reservada al monarca que representaba la unidad del reino, al estar por encima de todos los sectores.


Al ser reemplazada la monarquía por el sistema republicano, surge la necesidad de sustituir a la nobleza en dicho rol, y este lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los representantes del pueblo, elegidos a través de los partidos políticos.

La alternativa que proponen distinguidos profesores y publicistas, consiste -explícita o tácitamente- en sustituir el régimen de partidos por: a) una participación activa en la vida socio-política de los cuerpos intermedios; y b) la dictadura como forma de gobierno.


Los cuerpos intermedios son las asociaciones ubicadas entre la familia y el Estado, que persiguen un fin común (sindicatos, entidades profesionales, cámaras empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales, cooperadoras escolares, etcétera). Toda sociedad contiene en su seno infinidad de entidades y grupos mediante los cuales los hombres tratan de lograr objetivos que sirven a su perfección. Un sano orden social requiere la aplicación del principio de subsidiariedad que demanda que el Estado no absorba las actividades que pueden realizar eficazmente las asociaciones inferiores. En virtud de este principio, la Iglesia siempre sostuvo que los cuerpos intermedios deben gozar de la mayor autonomía posible y ocuparse de muchas tareas que hoy el Estado tiene a su cargo y le impiden ejercer correctamente el rol que le compete como gestor del Bien Común. Asimismo, mediante la interconexión y colaboración mutua, los cuerpos intermedios pueden constituir organismos que resuelvan por sí mismos ciertos problemas sociales y económicos, evitando la lucha de clases: es lo que se llama corporativismo u organización profesional.


En este sistema, los grupos intermedios se van articulando hasta formar un Consejo o Cámara nacional en la que se hallan representados todos los grupos e intereses sociales existentes en la sociedad, con la finalidad de asesorar al gobierno, o, incluso, cumplir funciones legislativas. No cabe duda de que este sistema, recomendado por el magisterio pontificio -especialmente en la Encíclica “Cuadragésimo Anno”-, permite un mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez impide los posibles abusos del Estado, pero no puede asumir -en exclusividad- la conducción de éste, ni ocuparse de la actividad específicamente política.


“Es verdad que estos grupos, si bien necesarios, cada uno según su propia finalidad específica, representan sólo intereses delimitados y parciales, no el bien universal del país. No tienen, por consiguiente, competencia para participar en aquellas decisiones superiores que son peculiares del supremo poder político, primer responsable del bien común” (Carta de la Secretaría de Estado del Vaticano a la XXVI Semana Social de España, 18-3-1967).


Es por eso que, inevitablemente, cuando no se quiere aceptar la existencia de los partidos, se busca una monarquía sin corona: la dictadura. No negamos que pueda resultar inevitable y hasta conveniente establecer un gobierno de facto para producir un cambio integral, en casos como el de nuestro país, desquiciado hasta extremos difíciles de revertir, luego de tantos años de influencia liberal, e insuficiente participación cívica. Pero ocurre que, por definición, la dictadura es una fórmula de transición, que no puede prolongarse indefinidamente.


Sus creadores, los romanos, limitaban su duración a seis meses; aunque aquí se prolongó durante seis años, en dos ocasiones, ¿bastó ese lapso para producir los cambios necesarios? Tampoco las dictaduras nacionales de Franco, en España, y de Oliveira Salazar, en Portugal, que se extendieron por más de 30 años, pudieron modificar el sistema.


Por todo lo explicado, la alternativa comentada, como reemplazo de la partidocracia, no nos parece satisfactoria como solución factible y útil.


Hecho el análisis precedente, se advierte que la empresa de reconstruir el orden social no es sencilla ni fácil, y los patriotas debemos aceptar la guía de la Iglesia, cuya experiencia milenaria resulta invalorable, sin olvidar que es depositaria de la Verdad. Pues bien, la doctrina de la Iglesia en materia de regímenes políticos, nos enseña que, en el terreno de las ideas, los católicos pueden preferir uno u otro, incluso llegar a precisar cuál es el mejor, en abstracto, puesto que la Iglesia no se opone a ninguna forma de gobierno legítimo. Pero, en cada sociedad, las circunstancias históricas van creando una forma política específica, que rige la selección y reemplazo de los gobernantes. Y, como toda autoridad proviene de Dios, cuando se consolida de hecho un régimen político determinado, “su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común...” [1].


En nuestro país, existe desde hace 206 años la forma republicana de gobierno, que no podemos desconocer, como tampoco negar la vigencia de la Constitución que le dio fuerza legal, sin desviarnos de la doctrina que acabamos de citar. A partir de estas realidades es que debemos desplegar nuestro esfuerzo por mejorar el funcionamiento de la sociedad en que la Providencia nos ha colocado.


Por otra parte, la actuación de los partidos no es necesariamente mala. En efecto, en todos los tiempos, los hombres se han agrupado en torno a líderes, ideas o intereses, para tratar de influir en la conducción de la sociedad, incluso cuando regía la monarquía y existía la aristocracia. La parte no siempre constituye una facción, ni la discrepancia afecta al bien común, mientras se mantenga dentro de ciertos límites. Por eso la Iglesia reconoce como legítima “la diversidad de pareceres en materia política...La Iglesia no condena en modo alguno las preferencias políticas, con tal que éstas no sean contrarias a la religión y la justicia” [2].


Ahora bien, ya hemos dicho que los grupos sociales intermedios –que, por ser intermediarios entre la familia y el Estado, son infrapolíticos- no pueden asumir la conducción del Estado ni ejercer la actividad específicamente política. Por ello, la conducción global de la sociedad, que compete al Estado, debe estar reservada a un tipo de personas con características especiales.


“El hecho natural de la existencia de un estamento dirigente de la vida política,…se conecta con la doctrina clásica de la vocación, según la cual en los hombres existen aptitudes naturales para los diversos oficios que requiere la comunidad, incluso para el más elevado, esto es, el oficio político, pues, como decía Aristóteles, hay hombres cuya tarea propia parece ser la de gobernar a los demás” [3].


Entonces, ¿a través de qué medios pueden seleccionarse a los hombres que habrán de gobernar en un sistema republicano, y en qué tipo de entidades habrán de agruparse de acuerdo a sus preferencias políticas? En el mundo contemporáneo, en la casi totalidad de Estados, existen sistemas pluripartidarios o de partido único; las pocas excepciones consisten en Estados con gobiernos militares. Pero, aún en esos casos, la experiencia del último siglo indica que, luego de períodos transitorios, se produce “el eterno retorno de los partidos” [4]. No se ha logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda prescindir de los partidos en la actividad política.


Como reconoce el Concilio Vaticano II: “Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Constitución Gaudium et Spes, p. 75).


El profesor Félix Lamas ha explicado, con mucha claridad, que los partidos: “Pueden considerarse de existencia necesaria en la misma medida en que es inevitable una cierta dosis de discordia en toda comunidad...”, y por ello es que hay “un margen funcional admisible en los partidos: pueden constituir vehículos de opinión o canales del querer sobre cuestiones opinables, cuando éstas no encuentren adecuada expresión a través de las comunidades naturales, vgr.: la postulación de candidatos o el sostenimiento de un determinado programa conforme con el bien común” (Cabildo, setiembre de 1982).


Creuzet añade: “Acontece también que su existencia resulta el único medio de contrabalancear el poder tiránico de un Estado descarriado... En este caso, los partidos de la oposición se transforman en verdaderos cuerpos intermedios, apoyo de las personas, de las familias, de los otros cuerpos sociales, en su justa resistencia contra la tiranía” [5].


Debe reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca, la actividad gubernamental es tremendamente compleja y requiere una formación adecuada, que se adquiere luego de muchos años de estudio y experiencia. Precisamente, porque no aceptamos la ilusión populista de que cualquier persona puede desempeñar un cargo público, ni bastan la honestidad y el patriotismo para gobernar con eficacia, es que pensamos que resulta imprescindible constituir grupos de hombres con auténtica vocación política, que se preparen seriamente para gobernar. Y, por ahora, no hay otra vía idónea que la que ofrecen los partidos, que se fundamentan -o deberían hacerlo- en una cosmovisión global y elaboran programas con las soluciones que proponen para cada uno de los problemas que debe afrontar el Estado. Los aspectos negativos del funcionamiento de los partidos en la Argentina, podrían corregirse fácilmente, con una modificación de la ley orgánica respectiva, para lo cual, debe existir, por supuesto, la previa decisión de un número suficiente de patriotas dispuestos a intervenir en el único ámbito donde se pueden mejorar las instituciones públicas.


Para finalizar, recordemos la advertencia de San Juan Pablo II, al decir que los fieles:

“de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política”.

“Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres de gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública” [6].

 


(*) Extractado de: Mario Meneghini. “La Política: obligación moral del cristiano”; Ediciones Del Copista, 2008,

 

1)    León XIII. Au milieu des sollicitudes, p. 23.

2)    León XIII. Cum multa, p. 3.

3)    Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”; Bibliográfica Omeba, p. 490.

4)    Lucas Verdú, Pablo. “Principios de la política”; Tecnos, T. III, p. 48.

5)    Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, p. 101.

6)    Juan Pablo II. Cristifideles laici; p. 42.