En la fecha, en el sitio Infobae, se publica un artículo de Federico González Chapur dedicado a "El día de los pueblos indígenas". Allí afirma el autor que "la conquista española, que en tan sólo 100 años fue responsable de la muerte de más del 90 % de los pobladores originarios: cerca de 56 millones de personas".
Sobre las muertes de aborígenes, se sabe hoy que la mayor parte se produjeron por enfermedades -como la tuberculosis- que no existían hasta la llegada de los europeos. De todos modos, según el mayor experto, Rosenblat, los habitantes del continente para 1492, eran 13 millones, cifra que el peruano Sánchez aumenta a 20. ¿Cómo pudieron los españoles asesinar a 56 millones?
La imaginación del autor tal vez se inspire en el Padre las Casas: "un español mataba con su lanza diez mil indios en una hora"; se ha señalado que esa cifra representa 166 por minuto, casi 3 indios muertos por segundo, tanto como un arma automática moderna. (*)
Sobre el sentido de la obra de España en el continente, reproducimos más abajo el pensamiento de un autor clásico.
(*)Arturo Gutiérrez Carbo. "Sobre aborígenes"; en: Asociación Patriótica Española. "Anuario del V Centenario"; Buenos Aires, 1987; p. 42.
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LA CONQUISTA DE AMERICA NO FUE POLITICA, SINO MISIONAL*
Por Atilio García
Mellid
La controversia
histórica sobre la colonización española en América puede centrarse en dos
opiniones, ambas procedentes de historiadores extranjeros. La una –de J. W.
Draper, en “Historia del Desarrollo Intelectual de Europa”– expresa que “en
Méjico y en el Perú fueron destruidas civilizaciones en las que Europa hubiera
podido instruirse”. La otra –de Lewis Hanke, en “La Lucha por la Justicia en la
Conquista de América”- afirma que ese magno episodio fue “uno de los mayores
intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas
cristianas en una época brutal y sanguinaria”.
Esta divergencia
interpretativa no es producto de métodos de investigación histórica distintos.
El método científico siempre ha de arribar a conclusiones semejantes si se
opera con objetividad y se atiende a los ritmos históricos individualizadores.
La pugna que aquí se manifiesta no es cuestión de método, sino problema de
perspectiva. En efecto; la visión del Nuevo Mundo se abrió, desde el primer
instante, en dos vertientes ideológicamente incompatibles: la una política,
misional la otra. Draper pertenece a la primera; Hanke, a la segunda.
La interpretación
de tipo político responde a estados pasionales; el mundo y la historia son
juzgados y medidos de acuerdo a criterios rígidos y sistemáticos. Las doctrinas
se imponen a los hechos; es ésta una historia del “deber ser” más que del ser
mismo. Un “deber ser” que no arranca de una concepción metafísica, sino de una
predeterminación ideológica. El esquema político ciñe y asfixia a las cosas que
se someten a su análisis; las que coinciden con sus prejuicios son valiosas, en
tanto resultan condenables las que no lo son.
La idea histórica
misional, por el contrario, más que al desenvolvimiento natural del hombre,
atiende a su vida sobrenatural. El centro de su enfoque es el ser, pleno y
compacto, como lo quiso la sabiduría divina: el ser proyectado hacia los
valores eternos por obra de su conciencia, su pensar y su conocimiento. La
historia así concebida no limita ni disminuye la fecundidad del acaecer humano;
más bien lo completa y perfecciona, estableciendo un enlace sobresustancial
entre la ciudad terrena y la Ciudad de Dios. Admite que la salud del cuerpo es
primordial y necesaria, pero sin olvidar que el cuerpo perecedero es morada del
alma inmortal, cuya salvación es el objeto propio de la Historia.
El descubrimiento
y colonización de América se consumó paralelamente al auge del naturalismo y el
positivismo. Lutero sacudía los portales de la Catedral de Wittenberg, en 1517,
con sus proposiciones heréticas; rotas así las ataduras del Derecho Natural, la
concepción materialista de la Historia iniciaba su ruidosa marcha. En 1531 se
publicaba “Il Principe” y los “Discorsi”, de Maquiavelo. Las ciencias positivas
invadían todos los campos; la técnica ganaba nuevos adeptos en desmedro del
saber filosófico y de la teología. Se inventaron la imprenta y la brújula, el
telescopio y la pólvora. Se completó el sistema astronómico y se universalizó
el conocimiento geográfico. En biología se descubrió la circulación de la
sangre y la investigación médica amplió sus horizontes con el dominio del área
microscópica.
El siglo XVII
representó la eclosión máxima de este proceso. El método de Descartes, la
física de Newton, la matemática de Leibniz, la biología de Leeuwenhoek, la
astronomía de Galileo, constituyeron aportaciones científicas altamente
positivas, pero desprendidas de todo lazo metafísico o principio de orden
sobrenatural. La observación de Edmundo O’Gorman –en “Fundamentos de la
Historia de América”- es a todas luces exacta: “América aparece en el horizonte
de la cultura cristiana –dice- precisamente en el momento en que, al declinar la
Edad Media, el hombre se ha quedado sin Dios.”
Ese hombre no era,
por cierto, el español. Por eso la conquista de América está henchida de
potencia espiritual y de precisión teológica. Pero la mentalidad positivista
desdeñaba los valores por los que esa España misional guerreaba. El señor de
Périgord –el muy ilustre Miguel de Montaigne, de los “Ensayos”- es cifra y
símbolo de esa abstrusa manera de pensar. Mientras el Rey Felipe, en 1570,
recomendaba a cuantos prestaban servicios en las Indias el mayor cuidado y
fatiga para procurar “el aumento de la religión y ensalzamiento de nuestra
santa Fe Católica en esas partes, como fieles y católicos cristianos, y
naturales y verdaderos españoles”, Montaigne se entregaba a románticas
especulaciones.“Nuestro Mundo –escribía- acaba de encontrar otro… Era un
mundo-niño; sin embargo, no le hemos azotado ni sometido a nuestra disciplina
por las ventajas de nuestro valor y fuerzas naturales, ni lo hemos conquistado
por nuestra justicia y bondad, ni subyugado por nuestra magnanimidad…, pues
nunca se movieron a compasión almas tan bárbaras, que por la dudosa noticia de
un vaso de oro que pudieran saquear, echaban al fuego a un hombre…”
La realidad tremenda de ese
mundo-niño, reflejada en los documentos de los propios actores, no pesaba en
los juicios de los indiferentes al magisterio de la fe. Desde Méjico, en 1531,
fray Juan de Zumárraga brindaba este valioso testimonio: “Antes eran
sacrificados cada año a los ídolos millares de inocentes criaturas; ahora, en cambio,
los franciscanos educan en sus escuelas a millares de niños que saben leer,
escribir y cantar muy bien…”
Para la mente dogmática de los
racionalistas, más servía a sus propósitos el hombre “concreto” arrojado a la
hoguera que esos millares de criaturas “abstractas” que los naturales inmolaban
en los falsos altares de sus ídolos.
La colonización de
América fue más obra de los misioneros que de los guerreros. El doblegamiento
de los indígenas se hizo “no para exterminarlos en la esclavitud, sino para
inducirlos a entrar en la vida eterna por medio de la instrucción y el
ejemplo”. Era éste el pensamiento de Carlos V, según lo atestigua el Pontífice
Paulo III. Solamente en Méjico, hacia 1540, los franciscanos habían logrado
convertir a seis millones de indios, arrebatándolos a los bárbaros sacrificios.
Por aquellas mismas tierras, fray Toribio de Benavente o Motolinia convirtió
por sí solo a cuatrocientos mil naturales. Fue este benemérito fraile quien
investigó las denuncias de malos tratos formuladas por el padre Las Casas,
llegando a comprobar que “los indios de la Nueva España están bien tratados y
tienen menos pechos y tributos que los labradores de la vieja España”.
Las Leyes de
Indias estaban destinadas a adaptar al Nuevo Mundo la legislación propia del
Reino. Por ellas se prohibió el uso de la palabra “conquista”, prefiriéndose
las de población y pacificación, de manera que aquélla “no ocasione ni dé color
a lo capitulado para que se pueda fazer fuerza ni agravio a los indios”.
También fue abolida la designación de “colonias”, usándose corrientemente la de
provincias de ultramar. Felipe II, en 1593, llegó a crear un derecho
preferencial o privilegio a favor de los indígenas, al ordenar se castigue “con
mayor rigor a los españoles que injuriaren, ofendieren o maltrataren a indios,
que si los mismos delitos se cometieren contra españoles”.
Los juicios de los
historicistas, cargados de intención política, siguen machacando los viejos
parches de las conmovedoras supercherías. Justamente acabo de leer, en un gran
diario de América, estas indocumentadas opiniones: “Atraídos por el imán del
dinero se lanzaron los contingentes de aventureros hacia las playas del Nuevo
Mundo. Y es sabido que los componentes de esas bandadas… implicaban una curiosa
selección, simbolizaban el más alto temple para la expoliación y el asesinato;
eran, moral y espiritualmente, la ralea de Europa.”
Pese a tan pertinaces
contradictores, la inmensa obra misional de España en América ha permitido que
millones de seres se eleven a la gracia y misericordia divinas. ¿Qué pueden
importar, frente a una sola alma que se salve, las vanas palabras y los
interesados pensamientos de quienes se pagan de las cosas corpóreas y desdeñan
los goces espirituales? La misión de España –en sí misma y en su portentosa
expansión universal- no es un capítulo de la historia política de la humanidad;
es la gesta heroica del alma atribulada y encendida, del ser que guerrea por
los bienes eternos y que –como Job- desde su roto cuero y desde su propia
carne, tiene de ver a Dios.
*Publicado por el
periódico “ABC” de Madrid, España, en su edición del 11 de mayo de 1955.
(Fuente: Crítica
Revisionista, 18 de febrero de 2017)