Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica,
27/01/22
Tenemos que
revisar nuestros criterios pedagógicos y catequísticos, la acción formativa de
los fieles no debe reducirse a consideraciones morales, sino que es preciso
educarlos desde niños en la relación creyente con Dios.
Los medios de
comunicación dan cuenta de un fenómeno social que para gente de mi edad, y aún
para muchos adultos resulta insólito y reciente. Las noticias cotidianas son
alarmantes y no es posible acostumbrarse a convivir con un fenómeno semejante.
Me refiero a la cantidad abrumadora de delitos (robos y crímenes) que tienen
por protagonistas a jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, son frecuentes los
casos en que atacan a las víctimas que han elegido o que se les presenta
circunstancialmente como una oportunidad, a la que intentan despojar del
teléfono celular, o de cualquier otro bien y aunque no logren arrebatarlo le
disparan un balazo o le arrojan un puntazo cortante y lo matan. Lo hacen con
total naturalidad. Frecuentemente cometen el delito en pareja o en grupos
mayores, «en patota» suele decirse. No me detengo más en buscar descripciones,
ya que cualquiera puede enterarse hasta el hartazgo a través de la televisión,
internet o la lectura reposada de un diario. Me interesa intentar una
interpretación del fenómeno: ¿por qué tantos jóvenes y adolescentes, y casi
niños, en tal cantidad y frecuencia se convierten en delincuentes? Hay varias
otras cuestiones (hechos que ocurren) relacionadas con aquellos hechos que no
es posible abordar ahora, en que la reflexión quiere concentrarse en la
búsqueda de una interpretación del fenómeno principal.
Observando el panorama de la sociedad
argentina, diré en primer lugar, «no hay familia»; esos criminales son
hijos de nadie; carecen de la formación que desde muy pequeños se forja bajo la
tutela y la autoridad amorosa de un padre y una madre. La educación familiar de
los hijos es un fenómeno natural del matrimonio estable; hoy día no hay esposo
y esposa, padre y madre, sino «pareja», y pareja que no dura. Los hijos de unos
y otros pasan de manos, o quedan solos y sobreviven como pueden. No se me
oculta que estoy formulando una generalización, pero aquellas calamidades no
ocurren ut in paucioribus, en unos pocos casos, sino que se van extendiendo
hasta colorear la sociedad ut in pluribus en una acumulación mayoritaria.
Un segundo elemento de causalidad es, en mi
opinión, la escuela: «no hay escuela». Muchos de esos delincuentes precoces no están
escolarizados o lo están a medias. Pero aún así completaran un ciclo escolar,
no habrían recibido la formación elemental en el respeto y el amor al prójimo.
Desde sus orígenes la escuela argentina conservó apenas una transmisión de
algunos principios éticos, pero desarticulados, porque esta educación o mejor
dicho instrucción escolar no transmite una convicción acerca de qué, quién,
cómo es la persona humana, y que debe ser respetada. La escuela es un factor
elemental de socialización.
La segunda consideración me lleva a la tercera
causa: «no hay religión». No existe en este mundo juvenil, sobre todo en
amplios sectores populares la fe activa en Dios, su conocimiento y amor. Pueden
computarse quizá algunos elementos de superstición, que no son decisivos para
la integración moral de la persona. Vale aquí la filosofía del ateísmo moderno:
«Si Dios no existe, todo está permitido», no se asume la distinción entre el
bien y el mal, no se reconoce más que lo que yo considero bien: lo que
necesito, lo que quiero, lo que me brinda satisfacción y placer.
En muchísimos casos los delitos se cumplen
bajo la enajenación del yo de la realidad, como consecuencia del consumo de
drogas adictivas. Hace tiempo el
consumo de esas sustancias que provocan placer al modo de un paraíso
artificial, estaba reservado a los sectores pudientes y educados de la
sociedad. Pero actualmente la difusión de las drogas se ha «democratizado», y
son los pobres quienes, en barrios enteros, están atrapados en el círculo
delincuencial de la drogadicción. El uso de drogas anima al delito, saben
apenas lo que hacen, simplemente así se ha configurado su personalidad.
Entre los delitos cumplidos por jóvenes es
frecuente el abuso sexual y la violación, sea heterosexual u homosexual. Esos
arranques del deseo no tienen vinculación psicológica alguna con el amor, sino
que se agotan en una fugaz satisfacción. Es este otro caso de enajenación del
yo. La enajenación sexual se cumple comunitariamente en el boliche, los
boliches bailables en los que se amontona una multitud de jóvenes durante toda
la noche, comenzando después de la medianoche, tras «la previa», que se realizó
en las casas de los padres de los participantes. En este aspecto de la cuestión
hay que señalar la complicidad responsable de los adultos. En esas alharacas,
que son un remedo de la verdadera fiesta, al desarreglo sexual se suma
frecuentemente la violencia, sea dentro del local o bien fuera, muchas veces
expulsados del interior por los guardianes «patovicas». Aunque han pasado
varios años, no se puede olvidar el crimen, en Villa Gesell, de Fernando Báez
Sosa; obra de una patota de rugbiers, que en prisión preventiva aguarda el
juicio que los condenará.
Podemos intentar una interpretación
filosófica del hecho de la enajenación. Los protagonistas advierten que su
comportamiento nace de fuentes profundas, son pulsiones de las que no pueden
tornarse conscientes; son individuos, no personas. La persona elige el punto
motor de su propia existencia; se nace individuo y se llega a ser singular, no
confundido a la masa, mediante la elección de un tipo de existencia, de un
propósito o proyecto en función del cual cada uno de nosotros se diferencia de
los otros del punto de vista del yo y de la libertad. Esta operación puede
cumplirse en gente muy joven; es fruto de la educación en la familia o de una
vinculación religiosa con Dios. Su condición personal, la emergencia de un yo
personal se abre paso en la atmósfera educativa, se verifica como querer pensar
y un querer querer. Es fundamental la relación del niño con la madre, la
experiencia de donde brota la vida del espíritu, lo que los filósofos llaman
ser existencial radical; allí se inscribe la incógnita del destino del hombre.
Es una tragedia la acumulación de jóvenes en
las cárceles, o su asesinato por la policía. La sociedad se acostumbra a ver
esto; entonces el fenómeno de enajenación avanza y destruye la dimensión
auténticamente humana de la sociedad. Lo aquí reseñado existe, de un modo u
otro, con diversa intensidad en muchos lugares del mundo; es un efecto de la
descristianización de la época moderna. Pero nosotros no podemos resignarnos,
porque la esperanza nos llama a elegir la eternidad (Kierkegaard dixit) para
vivir humanamente el tiempo.
Por último, cabe una comparación por
contraste con lo que, no consiste en una enajenación, sino que saca al yo
personal de su recubrimiento sobre sí mismo, de su reclusión en el horizonte de
esta vida temporal. Me refiero al crecimiento en la gracia de Dios y en la vida
de oración, en la relación religiosa con Dios. Desde niños, desde muy jóvenes
pueden los cristianos cruzar la frontera para vivir en Dios, para que Dios viva
en ellos. Esta es la dimensión mística de la fe. Jesús ha dicho a sus
discípulos: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi padre lo amará,
vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). Se puede pensar
que este modo de vida es para una pequeña minoría, pero en realidad es el
destino posible de todo bautizado, es la realización creciente de la gracia del
bautismo.
Tenemos que revisar nuestros criterios
pedagógicos y catequísticos, la acción formativa de los fieles no debe
reducirse a consideraciones morales, sino que es preciso educarlos desde niños
en la relación creyente con Dios. La pésima situación religiosa del país no
debe hacernos perder la esperanza; que ha de apoyarse en una súplica confiada
para que Dios intervenga. Está en juego el misterio de la salvación. Quiero
decir que lo contrario a la enajenación es la vida mística.
+ Héctor Aguer,
arzobispo emérito de La Plata