Carlos Daniel Lasa
Infocatólica,
27/01/22
La Iglesia
católica está siendo sacudida por remezones que traen aparejados una profunda
transformación. Quizás, la última consista en el abandono del Dios revelado en
el Antiguo y Nuevo Testamento (el Dios Creador y Redentor). El nuevo Dios que
se predica permite a todos los hombres del planeta una auténtica y definitiva
salvación.
Este nuevo Dios
quiere preservar al hombre de un terrible mal llamado «verdad». Este Dios, que
la Iglesia de nuestros días propone, nos enseña que ya no es posible estar
sosteniendo el cuentito de un mundo objetivo.
La verdad, como
adecuación del intelecto con el orden objetivo del ser, es un delirio de
filósofos y teólogos carcamanes y desactualizados. Es necesario dejar de pensar
y sostener la existencia de una región de la realidad permanente, estable, y
por eso, fuente de las normas.
Desde esta
perspectiva puede entenderse la aceitada sintonía existente entre la Iglesia
actual y la cultura dominante.
Ahora bien, ¿por
qué molesta tanto la verdad? Pasa que la verdad, tal como la conocíamos,
divide, genera la discordia e impide la fraternidad universal. Atenas y
Jerusalén, el maridaje entre la metafísica griega y la fe cristiana, debe ser
definitivamente disuelto. Solo este abandono de la verdad nos permitirá la
unidad entre todos los hombres. De lo contrario, existirán disputas,
exclusiones.
Esta alianza entre
Atenas y Jerusalén, obviamente, generó la exclusión de algunos hombres, es
decir, de todos aquellos que no adherían a la aludida visión. Y de esta
exclusión se pasó a la rivalidad, a la violencia. En este sentido, es preciso
olvidar la sentencia de Jesucristo que se consigna en Mt. 10, 34-36.
La religión, en
consecuencia, debe ser planteada como una religión de la caridad, que albergue
a todos y a todas, y no como una cuestión que atañe a la verdad. Caridad y
verdad son términos incompatibles. Jesús, nos dice Gianni Vattimo, no vino
al mundo para mostrar el orden natural sino a destruirlo en nombre de la
caridad.
Conviene aclarar
que cuando hablamos de Dios no nos estamos refiriendo al Ipsum Esse subsistens
del cual hablara Tomás de Aquino. Eso ya habrá quedado claro en este punto del
escrito. Desde la nueva visión anti-metafísica, el contenido de aquello que sea
Dios va a ser determinado por cada hombre, a partir de su propia condición
histórica.
En este nuevo
escenario, no existe un Ser que, más allá de la diversidad de los seres, los
funde y los unifique. Todo es pluralidad. Y si todo es multiplicidad, no queda
resquicio alguno para la existencia de una Verdad absoluta.
Estamos hablando,
como lo refiere Vattimo, de un Dios diferente del ser metafísico, es decir, un
Dios reñido con la verdad definitiva y absoluta, un Dios que no admite los
remilgos doctrinales. Este nuevo Dios va a ser garante de la unidad del género
humano, y esa unidad va a fundarse sobre la ausencia de unidad.
Por eso digo que
solo este Dios relativista podrá salvarnos al mostrarnos que todo punto de
vista es solo una cuestión de perspectiva y, como tal, es contingente y
perecedero.
Al ser desterrada
la verdad de la conciencia de los hombres, este Dios relativista hará posible
la fraternidad universal. Curiosamente, el filósofo Vattimo, al igual que
Gentile a principios del siglo XX, se propone salvar al catolicismo. Y salvarlo
supone convertirlo en portavoz del más absoluto nihilismo. Esto es como decir:
la disolución tanto de los valores supremos como de toda creencia metafísica en
un orden del ser objetivo y eterno. Al igual que Gentile, Vattimo sostiene que
el catolicismo solo puede salvarse si abandona de modo definitivo la metafísica
griega.
Advirtamos que,
junto a la transformación radical de las nociones de Dios, de verdad, de
caridad, etc., la idea de salvación tampoco se salva (valga la redundancia). El
nuevo cristianismo ya no predica la permanencia del hombre en la visión del Ser
indisoluble de Dios. La nueva idea de salvación se concibe como experiencia de
plenitud en la vida terrenal, histórica.
Ahora bien, este
anhelado mundo de hermanos exigirá sentar ciertas bases comunes. Esa base común
será fruto de un acuerdo que no se ocupe de perseguir la verdad de las cosas,
sino de arribar a un arreglo que no necesite de evidencia alguna. Solo se
precisa la caridad, la necesidad de vivir en paz con mis hermanos. La Iglesia
debe ser la propulsora de un diálogo, ad intra y ad extra, que se conducirá por
las arenas movedizas de la decisión.
Pero advirtamos
algo: pretender asentarse sobre la ambigüedad implica toda una definición
dentro de la cual no tienen cabida los que no la suscriben. Y si la
indefinición no se basa en evidencia alguna, sino en una decisión inicial,
entonces esta posición se pone fuera de todo diá-logo, de toda argumentación.
Su único recurso es la imposición despótica.
La decisión
inicial es proclamar y promover un catolicismo «caritativo»… pero fundado en
una férrea disciplina, impuesta a todos los miembros de la Iglesia. Solo esta
disciplina puede reducir, de modo drástico, la tozudez de aquellos que todavía
velan por los fueros de la verdad.
Desde esta
perspectiva, entonces, yo puedo entender cabalmente que se le solicite la
renuncia a un sacerdote ejemplar, que es querido por su comunidad cristiana,
por rezar la misa en latín; y que también se siga cobijando a los pedófilos; y
que se haga caso omiso de la declaración del General de los Jesuitas que llegó
a afirmar que, en realidad, no sabemos qué fue lo que Jesús dijo.
El abandono de
todo celo doctrinal, dentro de la Iglesia católica, responde a una inteligencia
de la fe formulada desde una visión filosófica anti-metafísica. Con esto,
desaparece todo vestigio de verdad y se enarbola una hermandad universal,
sostenida por una «caridad» que ya no está fundada en Dios, sino en una
decisión antojadiza.
Cada una de las
virtudes teologales, en consecuencia, adquiere un nuevo significado: fe en la
supresión de la verdad; esperanza en un mundo sin verdad; caridad en la unión
del género humano fundada sobre una decisión.