En vísperas del feriado dedicado a recordar la fecha mencionada, creemos oportuno reproducir un breve artículo publicado hace 11 años, procurando que se reflexione con mayor objetividad sobre un hecho histórico de nuestro pasado.
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¿PUDO EVITARSE EL DERROCAMIENTO DEL
GOBIERNO?
Acaba
de conocerse, por una carta de lectores al diario Clarín (18-3-06), el
testimonio del Sr. Guillermo Bringiotti, quien, siendo estudiante de
periodismo, tuvo oportunidad de entrevistar al presidente del Partido Radical,
Dr. Ricardo Balbín, días antes de aquella fecha. Relata haber escuchado ésta
frase textual: “Ya no hay nada que hacer, la suerte está echada”. Quienes
vivimos intensamente lo acontecido en esos días, recordamos que el Dr. Balbín
manifestó en una aparición por televisión: “Debe haber una solución, pero yo no
la tengo”.
Parece
obvio que si el líder del principal partido opositor se expresaba así, es que
no existía una alternativa viable al golpe de Estado. Sin embargo, desde hace
años se insiste, y acaba de repetirlo el actual gobierno argentino -con motivo
de la ley que establece la fecha mencionada como feriado nacional-, que el
motivo del derrocamiento fue el deseo de instaurar una dictadura que reprimiera
a quienes se opusieran a un nuevo modelo económico de explotación.
Por
cierto que no puede avalarse el método utilizado para combatir a los grupos
subversivos que actuaron en la década de 1970, pero, tanto el accionar
terrorista como la represión ilegal ya existían antes del cambio de gobierno.
Hubo 908 desaparecidos antes del 24-3-76, y la participación de las Fuerzas
Armadas en la lucha antiterrorista fue dispuesta en 1975 por un gobierno
constitucional.
El
24 de marzo, la sociedad argentina estaba al borde de la desintegración, con un
sector público anarquizado y que había perdido el monopolio del uso de la
fuerza. Todos los mecanismos constitucionales y todos los matices y las
combinaciones imaginables dentro del sistema vigente se habían mostrado ineptos
para revertir aquella carrera hacia la disolución [1]. Además, como acaban de
recordarlo los obispos, el derrocamiento del gobierno fue consentido por parte
de la dirigencia de aquellos momentos [2]. Como resume una reciente crónica
periodística: Nadie alzó un dedo, siquiera una voz, se vivió una jornada de
sugestiva normalidad, para quejarse por esa malhadada interrupción. Más bien,
era admitida y hasta querida por imposibilidad de modificar la sistemática
incompetencia de un gobierno [3].
En
realidad, hasta el último cuatrimestre de 1974 la opinión predominante en las
Fuerzas Armadas era refractario a involucrarse nuevamente en la conducción del
Estado; incluso consideraban que el problema subversivo debía ser enfrentado
por las fuerzas de seguridad y no por los militares. El panorama fue cambiando
debido al fracaso del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) al intentar
tomar un cuartel, lo que impulsó, como represalia, el asesinato indiscriminado
de miembros de las Fuerzas Armadas, y esto, a su vez, comenzó a modificar la
opinión militar.
El
gobierno constitucional, en 1975, encomendó a las Fuerzas Armadas la represión
de la actividad guerrillera. Al inicio de 1976, había dos generales en
actividad a cargo, respectivamente, de la Policía federal y de la SIDE (Secretaría
de Informaciones del Estado). Si se dio el paso siguiente -asumir el gobierno-
fue por la convicción de que era la única manera de terminar con el caos y
vencer a la subversión [4].
Carencia de solución institucional
Como
la intervención militar en 1976 no fue la primera en la historia política
argentina, es necesario detenerse a evaluar el motivo de fondo que produce esas
interrupciones en la normal sucesión de autoridades constitucionales.
Recordemos que las rupturas institucionales se produjeron, durante el siglo XX,
en 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976, sin contar el alejamiento forzoso del
presidente Frondizi, en 1962, por aplicación discutible de la ley de acefalía.
Carece
de rigor analítico la suposición de una continuidad en el empeño de las Fuerzas
Armadas de ocupar el poder. Además, con excepción de 1955, en que hubo
enfrentamientos armados, los cambios de gobierno se hicieron pacíficamente, sin
verificarse nunca -ni siquiera en el 55- las características de un fenómeno
revolucionario. Tampoco existió nunca una casta militar, que se suceda en el
tiempo, ni logias que transmitan a sus continuadores una manera unívoca de
actuar en el plano político. El estilo de gobernar y las definiciones públicas
de los jefes militares de 1976, no presentan la menor coincidencia con lo
registrado 46 años antes, en el gobierno surgido del golpe de 1930.
Consideramos evidente que hay un
motivo estructural: la carencia de un remedio institucional, que opere en casos
de emergencia.
La opinión de los constitucionalistas es clara [5]: quien asume el Poder
Ejecutivo como consecuencia de un golpe de Estado es denominado presidente de
facto, dado que no es un mero usurpador, y su investidura es admisible cuando
se dan algunos requisitos:
a)
el acatamiento pacífico de la comunidad;
b)
la disposición de los medios para asegurar el orden, la paz, los servicios
públicos y los derechos de los ciudadanos;
c)
la necesidad de proveer, mediante la existencia de un gobierno, a la atención
de aquellas necesidades;
d)
el ejercicio público y pacífico del poder.
Lo
señalado no difiere de la doctrina clásica sobre el derecho de resistencia.
Ahora
bien, como en nuestro caso se repitió seis veces en un siglo la situación
anómala de gobiernos imposibilitados de gobernar, que debieron ser reemplazados
por autoridades de facto, debemos concluir que los golpes de Estado funcionan como verdaderas enmiendas
constitucionales. Es decir que, al no estar prevista en la Constitución
Nacional la solución jurídica que permita el reemplazo pacífico del gobierno
que perdió la legitimidad de ejercicio, se admite de hecho la solución fáctica,
avalada incluso por la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia. Esto
es consecuencia directa del sistema partidocrático, que ha impedido en todos
los casos mencionados la utilización del juicio político, único remedio
previsto en la Constitución.
Cabe
destacar, que en el dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia
(7-10-86), creado para procurar el perfeccionamiento de las estructuras políticas,
y que sirvió de base para la reforma constitucional de 1994, no se incluyó
ninguna propuesta destinada a facilitar una solución institucional en las
coyunturas analizadas. Es que el gobierno de entonces, había iniciado una
maniobra, continuada por sus sucesores, destinada a evitar para siempre el
peligro de golpe de Estado, mediante un recurso drástico: la destrucción de las
Fuerzas Armadas. Ello se consiguió, a través de: a) la disminución paulatina
del presupuesto militar, que impide el cumplimiento de la misión de las tres
fuerzas, y congeló los sueldos del personal; b) la supresión por ley del
servicio militar obligatorio; c) el descabezamiento reiterado de los mandos
superiores, lo que dificulta un trabajo programado, y desarticula la carrera profesional
basada en el mérito.
Se
ha señalado [6] que no puede existir un Estado, propiamente dicho, sin Fuerzas
Armadas, que constituyen una institución fundacional de la República, y
simbolizan la unidad del pueblo, y la capacidad coercitiva que corresponde a la
soberanía del poder estatal. Aquellas, han mutado a una Guardia Pretoriana,
disponible para ejecutar las órdenes del gobernante de turno, al margen de
cualquier código de honor. Del Estado, ya inexistente, sólo resta el gobierno,
hipertrofiado en un poder político personalizado carente de todo límite.
Se
ha logrado, entonces, el objetivo: impedir que las Fuerzas Armadas puedan
actuar en el futuro como recurso extraordinario en situaciones límites, no
solucionables por medio de las normas vigentes, de modo de garantizar la
continuidad de la República.
Córdoba (Argentina), marzo 21 de 2006.-
Mario Meneghini
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[1]
Iribarne, Miguel Ángel. El rescate de la República; Buenos Aires, Emecé, 1978,
p. 11.
[2]
Conferencia Episcopal Argentina, 15-3-06.
[3]
Ámbito Financiero, 20-3-06.
[4]
Fraga, Rosendo. La Nación, 19-3-06.
[5]
Bidat Campos, Germán. Manual de Derecho Constitucional Argentino; Buenos Aires,
EDIAR, 1972, pgs. 695/697.
[6]
Sánchez Sorondo, Marcelo. La Argentina no tiene Estado, sólo gobiernos; en
Revista Militar, Nº 728, 1993, pgs. 13/17.