1845
- 2019
Recordamos hoy el combate de
la Vuelta de Obligado que se produjo el 20 de noviembre de 1845, en aguas del
río Paraná, al norte de la provincia de Buenos Aires. Se enfrentaron la
Confederación Argentina, liderada por el general Rosas y la escuadra
anglo-francesa, cuya intervención se realizó con el pretexto de lograr la
pacificación ante los problemas existentes entre Buenos Aires y Montevideo.
Con el desarrollo de la
navegación a vapor ocurrido en la tercera década del siglo XIX, grandes navíos
mercantes y militares podían remontar en tiempos relativamente breves los ríos
en contra de la corriente, y con una buena relación de carga útil.
Este avance tecnológico
acicateó a los gobiernos británicos y franceses que, desde entonces, siendo las
superpotencias de esa época, pretendían lograr garantías que permitieran el
comercio y el libre tránsito de sus naves por el estuario del Plata y todos los
ríos interiores pertenecientes a la cuenca del mismo.
En el año 1811, poco después
de la Revolución de Mayo, Hipólito Vieytes había recorrido la costa del Paraná
buscando un lugar en donde poder montar una defensa contra un hipotético ataque
de naves realistas. Para este propósito consideró al recodo de la Vuelta de
Obligado como el sitio ideal, por sus altas barrancas y la curva pronunciada
que obligaba a las naves a recostarse para pasar por allí. Rosas estaba al
tanto de sus anotaciones, y es por ello que decidió preparar las defensas en dicho
sitio.
Once buques de combate de la
escuadra anglo-francesa navegaban por el río Paraná desde los primeros días de
noviembre; estos navíos poseían la tecnología más avanzada en maquinaria
militar de la época, impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una
parte de ellos estaban parcialmente blindados, y todos dotados de grandes
piezas de artillería forjadas en hierro y de rápida recarga y cohetes a la
Congrève, que nunca se habían utilizado en esta región.
El general Mansilla hizo
tender tres gruesas cadenas de costa a costa, sobre 24 lanchones. Después de
varias horas de lucha, los europeos consiguieron forzar el paso y continuar
hacia el norte, atribuyéndose la victoria.
Tras varios meses de haber
partido, las naves agresoras debieron regresar a Montevideo diezmados por el hambre, el fuego, el
escorbuto y el desaliento.
De modo que la victoria
anglofrancesa resultó pírrica; al respecto había escrito el general San Martín
desde Francia:
"Los interventores
habrían visto que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo
que el de abrir la boca. (…) Esta contienda es, en mi opinión, de tanta
trascendencia como la de nuestra emancipación de España".
Este combate — pese a ser
una derrota táctica — dio como resultado la victoria diplomática y militar de
la Confederación Argentina, la resistencia opuesta por el gobierno argentino
obligó a los invasores a aceptar la soberanía argentina sobre los ríos
interiores. Gran Bretaña, con el Tratado Arana-Southern, y Francia, con el
Tratado Arana-Lepredour, concluyeron definitivamente este conflicto.
En un gesto evidente del
triunfo argentino, el 27 de febrero de 1850, el contraalmirante Reynolds, por
orden de Su Majestad Británica, izó la bandera argentina al tope del mástil de
la fragata Southampton, y le rindió honores con 21 cañonazos.
A pedido del historiador
José María Rosa, se promulgó la ley 20.770 que declara el 20 de noviembre
"Día de la Soberanía Nacional", a modo de homenaje permanente a
quienes defendieron con valentía y eficiencia los derechos argentinos.
Es importante reflexionar
hoy sobre el tema de la soberanía, en un momento de profunda crisis en el país.
Hoy existe en la Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre
su destino; cunde un clima de descontento, de protesta, una especie de
atomización social. Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia,
factor imprescindible para que exista una nación en plenitud.
El primer tópico a analizar
es la relación entre los conceptos de nación y estado. La nación es una forma
típica de comunidad, o sea, un grupo humano que no se ha formado
deliberadamente, y que surge históricamente como vínculo espiritual entre
personas que poseen una serie de factores comunes. No es una persona moral, ni
puede organizarse. De allí el error de definir al Estado como una nación
jurídicamente organizada, metamorfosis sostenida por los teóricos de la
Revolución Francesa. De esta confusión surge el Estado jacobino, que también
confunde los conceptos de soberanía nacional y soberanía popular.
En realidad, la nación es
algo no político, y según la experiencia histórica puede convivir con otras
dentro de un mismo Estado, así como puede extenderse más allá de las fronteras
de dicho Estado. Mientras el Estado es un ente de existencia necesaria para la
convivencia humana; la nación está condicionada históricamente.
El segundo tópico a
considerar es el peligro que creen advertir muchos de que, en esta época
signada por la globalización, el estado sufra una disminución o pérdida total
de su soberanía. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía,
que es la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un
territorio determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es
susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar
la "disminución de soberanía" de los Estados contemporáneos.
Lo que puede disminuirse o
incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de
hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. El hecho de que un
Estado acepte, por ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo
supraestatal -como el Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente,
adopta dichas decisiones en virtud de su carácter de ente soberano.
Habiendo analizado los
aspectos conceptuales de la cuestión, podemos ahora encararla con referencia a
nuestro Estado. No cabe duda que la globalización implica un riesgo muy
concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de independencia que
puede exhibir un país en vías de desarrollo. Ningún país es hoy enteramente
libre para definir sus políticas, ni siquiera las de orden interno, a
diferencia de otras épocas históricas en que los países podían desenvolverse
con un grado considerable de independencia.
Entendiendo por independencia la
capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a
otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha independencia variará
según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre
su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de la
globalización, lo cierto es que el Estado continúa manteniendo su rol en
nuestros días. En varios países europeos el Estado maneja más de la mitad del
gasto nacional, y no es consistente, por lo tanto, afirmar que los políticos
son simples agentes del mercado. Es claro que ello exige fortalecer el Estado,
que sigue siendo el único instrumento de que dispone la sociedad para su
ordenamiento interno y su defensa exterior.
La situación internacional,
vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde 1989-
posibilidades de actuación autonómica aún a los países pequeños y medianos. Por
cierto, que para poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los
gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de la realidad, de los
llamados "factores determinantes" de la política exterior; estos son
los hombres concretos que deciden en los Estados, procurando mantener su
independencia.
El economista Aldo Ferrer ha
aportado un concepto interesante, el de "densidad nacional", que
expresa el conjunto de circunstancias que determinan la calidad de las
respuestas de cada nación a los desafíos y oportunidades de la globalización.
Atribuye dicho autor a la baja densidad nacional, la causa de los problemas
argentinos.
La primera decisión política
a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado para procurar su máxima
eficacia. Desde nuestra perspectiva no deben ser motivo de preocupación los
cambios de tamaño, forma y funciones del Estado, mientras cumpla su finalidad
esencial de gerente del Bien Común.
Ahora bien, el grave
problema argentino, es que no existe soberanía pues no existe el Estado. Para
arribar a esa afirmación, seguimos al Prof. de Mahieu, que enseña que todo
Estado contemporáneo debe cumplir tres funciones básicas:
1º) La función de síntesis.
La unidad social es el resultado de la síntesis de las diversas fuerzas
sociales constitutivas, síntesis en constante elaboración por los cambios que
se producen en los grupos y en el entorno. La superación de los antagonismos
internos no surge espontáneamente; es el resultado de un esfuerzo consciente
por afianzar la solidaridad sinérgica, a cargo del Estado.
El poder estatal tendrá
legitimidad en la medida en que cumpla dicha función, garantizando la concordia
política.
2º) La función de
planeamiento. El Estado centraliza la información que le llega de los grupos
sociales; recopila sus problemas, necesidades y demandas. Los datos son
procesados y extrapolados en función de los fines comunes, fijados en la
Constitución Nacional y en otros documentos, que señalan los objetivos
políticos y los valores que identifican a un pueblo. Con mayor o menor
intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado
donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las
prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad, en procura del
Bien Común. Por cierto que, en una concepción no totalitaria el planeamiento
estatal sólo será vinculante para el propio Estado, y meramente indicativo para
el sector privado. La autoridad pública no debe realizar ni decidir por sí
misma "lo que puedan hacer y procurar comunidades menores e
inferiores", en palabras de Pío XI. Pero, debido a la complejidad de los
problemas modernos, el principio de subsidiariedad resulta insuficiente para
resolverlos sin la orientación del Estado, que mediante el planeamiento se
dedique a "animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de
los individuos y de los cuerpos intermedios".
3º) La función de
conducción. La esencia de la misión del Estado es el ejercicio de la autoridad
pública. La facultad de tomar decisiones definitivas e inapelables, está
sustentada en el monopolio del uso de la fuerza, y se condensa en el concepto
de soberanía. El gobernante posee una potestad suprema en su orden, pero no
indeterminada ni absoluta. El poder se justifica en razón del fin para el que
está establecido y se define por este fin: el Bien Común temporal.
Si un Estado no posee, en acto,
estas tres funciones, ha dejado de existir como tal o ha efectuado una
trasferencia de poder en beneficio de organismos supraestatales, o de actores
privados, o de otro Estado.
Como hipótesis, sostenemos
que el Estado argentino dejó de funcionar como tal a partir de junio de 1970
–hace cuatro décadas-, pues desde esa fecha se advierte claramente que
resultaron afectadas las tres funciones básicas.
Resumiendo lo expresado,
consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas
de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione el método de
análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los problemas
gubernamentales.
Si es correcto el análisis,
la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, y procurar que actúe
eficazmente al servicio del bien común.
Sin embargo, la restauración
del Estado argentino no ocurrirá como consecuencia necesaria de elaborar un
buen diagnóstico. Es insensato confiar en que, precisamente en el momento más
difícil de la historia nacional, podrá producirse espontáneamente un cambio
positivo. Sólo podrá lograrse si un número suficiente de argentinos con
vocación patriótica, se decide a actuar en la vida pública buscando la manera
efectiva de influir en ella. La acción política no puede limitarse a exponer
los principios de un orden social abstracto. La doctrina tiene que encarnarse
en hombres que cuenten con el apoyo de muchos, formando una corriente de
opinión favorable a la aplicación de la doctrina.
Lamentablemente, tropezamos con
un generalizado abstencionismo cívico. Nos parece que, si a la política se la
sigue considerando la cenicienta del espíritu –en expresión de Irazusta-,
seguirá careciendo el país de suficientes políticos aptos en el servicio a la
comunidad. No puede extrañar que esta actividad genere recelos, pues es la
función social más susceptible a la miseria humana, la que exacerba en mayor
medida las pasiones y debilidades. Pero la situación actual en nuestro país es,
y desde hace mucho tiempo, verdaderamente patológica; la mayoría de los buenos
ciudadanos, comenzando por los más inteligentes y preparados, abandonan
deliberadamente la acción política a los menos aptos y más corruptos de la
sociedad, salvo honrosas excepciones.
Explica Marcelo Sánchez
Sorondo que: “al ocurrir la vacancia del Estado por el ilegítimo divorcio entre
al Poder y los mejores, en la confusión de la juerga aprovechan para colarse al
Poder los reptiles inmundos que, denuncia Platón, siempre andan por la vecindad
de la política, como andan los mercaderes junto al Templo”.
Se ha llegado a esta
situación por un progresivo y generalizado aburguesamiento de los ciudadanos,
de acuerdo a la definición hegeliana del burgués, como el hombre que no quiere
abandonar la esfera sin riesgos de la vida privada apolítica.
Un proyecto nacional puede
contribuir, a compatibilizar la inevitable integración del país con los demás
países, y la preservación de la propia identidad cultural. Si se continúa, en
cambio, con una persistente improvisación, sin rumbo fijo, desaprovechando
oportunidades y despilfarrando los recursos que nos ha entregado generosamente
la Providencia, mereceremos lo que advirtió don Ricardo Rojas, hace exactamente
un siglo:
“Si el pueblo argentino
prefiere una vocación suicida, si abdica de su personalidad e interrumpe su
tradición, y deja de ser lo que secularmente ha sido, legara a la historia el nuevo ejemplo de un
pueblo que, como otros, fue indigno de sobrevivirse, y al olvidar su pasado
renunciará a su propia posteridad”.
Entonces, un proyecto
nacional deberá estar basado en las raíces históricas del pueblo argentino. La
definición más común de la patria, indica que es "la tierra de los
padres". No es sólo un territorio, es una geografía permeada por siglos de
asentamiento de una comunidad determinada. Curiosamente, todas las propuestas
de proyecto nacional que se han publicado en el país, reconocen el pasado de la
nación argentina, que se distingue por una cultura, una lengua y una religión.
Dicha cultura tiene su origen en Grecia y Roma, y nos llegó a través de España,
junto con el cristianismo.
La fidelidad a esos valores,
estaba presente en los hombres que forjaron la patria. Incluso cuando se
produjo la emancipación, la ruptura política no significó renegar de la
tradición, de la herencia recibida. Los argentinos de hoy no tenemos derecho a
traicionar esa herencia. Pese a tantos problemas y desencantos, debemos decir,
parafraseando a un poeta español: quiero a mi patria, por no me gusta como es
hoy. Nuestro amor a la patria, no debe ser una complacencia sensible, no
solamente un sentimentalismo de discurso escolar, sino conciencia de la
realidad de esta patria y de este pueblo. De este pueblo que quiere seguir
siendo fiel a la herencia que le están arrebatando tantos aventureros y delincuentes.
Quien es considerado, con
justicia, el Padre de la Patria -San Martín-, fue combatido y obligado al
exilio por aquellos que renegaban del pasado de la patria. Que negaban la
tradición hispánica, pues preferían los postulados masónicos de la Revolución
Francesa. Aún desde Europa, San Martín continuó hasta su muerte preocupándose
por el cuerpo y el alma de la Argentina. En varias de sus cartas aboga por una
mano firme que ponga orden en la patria. Cuando esa mano firme enfrenta al
invasor extranjero, en la Vuelta de Obligado, San Martín redacta su testamento,
disponiendo:
"El sable que me ha
acompañado en la independencia de América del Sur, le será entregado al general
de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como prueba de la
satisfacción que como argentino he tenido de ver la firmeza con que ha
sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los
extranjeros que trataban de humillarla."
Los argentinos que vivimos
hoy en esta patria, la recibimos como herencia del pasado y debemos
transmitirla a las generaciones futuras. Es algo que tenemos en custodia, no
nos pertenece. No la podemos vender, ni mucho menos regalar.
Nunca es más grande y fuerte
un pueblo que cuando hunde sus raíces en el pasado. Cuando recuerda y honra a sus
antepasados. Por eso, debemos mirar hacia ese pasado y recordar el ejemplo de
los héroes nacionales, para pensar después en el presente; para pensar en el
presente sin desanimarnos, a pesar de todo. Para que, aunque parezcamos una
patria y un pueblo de vencidos, no seamos vencidos en nuestra alma, no seamos
vencidos en nuestro espíritu, en nuestra manera de pensar, en nuestro
compromiso de argentinos.
Frente a la decadencia
actual de la Argentina, la peor tentación, mucho peor que la derrota exterior,
es la tentación de la derrota interior. La tentación del desaliento, la
tentación de la desesperación, la tentación de pensar que no hay nada que
hacer. La tentación de rendirnos.
La cultura de un pueblo se
mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de una lenta
maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura y se
aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una comunidad
unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma
escala de valores. La nacionalidad es tener:
glorias comunes en el
pasado;
voluntad común en el
presente;
aspiraciones comunes para el
futuro.
Quienes han logrado, por
ejemplo, suprimir del calendario el Día de la Raza, instituido por el
Presidente Irigoyen, amenazan con dejarnos sin filiación, sin comprender que la
raza, en este caso, no es un concepto biológico, sino espiritual. Constituye
una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos
impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ese
sentido de raza es el que nos aparta de caer en el remedo de otras comunidades,
cuyas esencias son extrañas a la nuestra. Para nosotros, la raza constituye un
sello personal inconfundible; es un estilo de vida.
La identidad nacional, está
marcada por la filiación de un pueblo. El pueblo argentino es el resultado de
un mestizaje, la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de la
simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las características
étnicas y geográficas del continente americano. Lo que caracteriza una cultura
es la lengua, en nuestro caso el castellano. Los unitarios consideraban a este
un idioma muerto, pues no era la lengua del progreso, y preferían el inglés o
el francés.
Dos siglos después, muchos
argentinos manifiestan los mismos síntomas del complejo de inferioridad. Muchos
jóvenes caen en la emigración ontológica; en efecto, se van a otros países,
creyendo que van a poder ser en otra parte. Olvidan la expresión sanmartiniana:
serás lo que debas ser, sino no serás nada.
En esta hora, resulta
evidente que solo podrán resistir los embates de la globalización y conservar
su independencia, los Estados que se afiancen en sus propias raíces, y
mantengan su identidad nacional. El ex-Presidente Avellaneda, en un discurso
famoso sostuvo que: los pueblos que
olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos; y los que se
apoyan sobre tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir.
Únicamente procediendo así
podremos conmemorar, sin incurrir en hipocresía, la Vuelta de Obligado.
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Trabajo expuesto el
18-11-19, en Córdoba, en sesión del Centro de Estudios Cívicos.
Fuentes:
Bidart Campos, Germán José.
"Doctrina del Estado Democrático"; Buenos Aires, Jurídicas
Europa-América, 1961.
Ferrer, Aldo. "La
densidad nacional"; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2004.
Mahieu, Jaime María de.
"El Estado Comunitario"; Buenos Aires, Arayú, 1962.
Meneghini, Mario.
"Identidad nacional y el bien común argentino"; Córdoba, Centro de
Estudios Cívicos, 2009.
Rojas, Ricardo. "La
restauración nacionalista" (1909); Buenos Aires, Peña Lillo Editores,
1971.
Rosa, José María.
"Historia Argentina"; Buenos Aires, Editor Juan Granda, 1965, Tomo V.
Sánchez Sorondo, Marcelo.
"La clase dirigente y la crisis del régimen"; Buenos Aires, ADSUM,
1941.