Mario Meneghini
Ponencia (*)
1.Introducción
Nadie ignora que vivimos en una era de gran
complejidad y acentuada confusión de ideas, de modo que no puede sorprender la
enorme dificultad para un adecuado funcionamiento de la autoridad pública en
las sociedades. Un alto porcentaje de la ciudadanía descree de la eficacia del funcionamiento del Estado, al que se
considera incapaz de resistir las presiones sumadas del mercado, de la prensa y
de los grupos de interés.
En la última década, en varios países han proliferado
manifestaciones que expresaron de modo violento el descontento, exigiendo un
cambio inmediato del gobierno; surgiendo las agrupaciones de indignados, como en España donde
llegaron a ocupar espacios públicos, hasta dar origen a un partido propio que
canalizara sus inquietudes[1].
Los partidos más antiguos se ven obligados a incorporar a sus listas de
candidatos a deportistas y actores para intentar atenuar el descenso de
popularidad. En Italia, un actor cómico, Beppe Grillo, fundó el Movimiento
Cinco Estrellas, que pese a presentarse como antisistema, se ha convertido en el primer partido italiano,
previéndose que el año próximo deberá competir con Silvio Berlusconi, un
empresario devenido en político[2].
Consideramos que en este escenario, de alta
volatilidad y desprestigio de la actividad política, a quienes poseen la
vocación, honestidad y patriotismo necesarios para encarar esta misión de
servicio a la comunidad, les resulta imprescindible utilizar la antigua doctrina
del mal menor.
2. Doctrina del mal menor
Cicerón enunciaba la regla de doubus malis minus est semper eligendum (De officiis); y Santo
Tomás afirma que: Cuando es forzoso
escoger entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquélla se debe elegir
de que menos mal se sigue[3].
Por cierto que nunca es lícito, ni aún por razones gravísimas, hacer el mal
para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad
lo que es intrínsecamente desordenado. La prudencia permitirá “saber elegir
entre las distintas posibilidades prácticas, de modo que se consiga el mayor
bien posible o se evite el mal mayor, y siempre sin utilizar el mal de un modo
activo: no hay que hacer nunca el mal, aunque sea para conseguir un gran bien”[4].
Explica
Fernández Sánchez que, en un sentido amplio, el principio del mal menor
significa que, cuando se prevén males inevitables, es preferible permitir,
mediante nuestra decisión aquel de ellos que es el menor, para evitar el que es
mayor. En sentido estricto, dicho
principio significa que, cuando en apariencia todas las posibles decisiones que
se pueden tomar son malas, y no puede evitarse decidir, hay que hacerlo por lo
menos malo. En ambos casos, la aplicación del principio tiene límites éticos;
pero el mal menor tiene categoría de bien, en relación con un mal mayor, por lo
tanto es preferible, porque el bien que se pierde con el mal mayor es más
valioso[5].
El
riesgo siempre latente es el subjetivismo, pues la buena intención no autoriza
a hacer ninguna obra mala; sin una “determinación racional de la moralidad del
obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo[6]”.
3. Aplicación a la política
Para vincular esta doctrina con la actividad política debemos
dilucidar, primero, en qué consiste.
Siguiendo a Santo Tomás, Kéraly define a la política como “la ciencia encargada
no solamente de estudiar sino también de conducir y de mantener a la ciudad en
su finalidad específica”. La política, así entendida, pertenece a las ciencias
prácticas, porque -señala Sto. Tomás- “la ciudad es una cierta entidad respecto
de la cual la razón humana no sólo es cognoscitiva, sino también operativa”,
debiendo incluirse entre las ciencias morales y no entre las ciencias productivas,
porque la ciencia política tiene por objeto “el ordenamiento de los hombres”[7].
Y
es la ciencia arquitectónica respecto de todas las demás ciencias prácticas, de
allí que Aristóteles diga que la filosofía de las cosas humanas culmina con la política[8].
De acuerdo a la definición de Kéraly, la política abarca dos aspectos
complementarios:
a) un cuerpo de
conocimientos teóricos y normativos fundado en una labor científica cuyo modo
es especulativo y cuyo procedimiento es analítico (obra de la razón);
b) un conjunto de aptitudes
y de disposiciones activamente ordenadas al bien común de la ciudad, especie de
saber hacer moral, cuyo modo es práctico y cuyo procedimiento es sintético
(obra de la prudencia)[9].
Entonces, la política es ciencia y prudencia. Explica Leo Strauss que “la
filosofía política clásica fue eminentemente práctica y que no es obra de la
casualidad que la filosofía política moderna se autodenomine con frecuencia teoría”[10]. Agrega
Hennis: “Que la política es una ciencia práctica es la herencia
científico-teórica más importante de la tradición a nuestra disciplina, y su
rechazo la verdadera causa de su crisis”[11].
4. Objeciones a la participación en política
En
la actualidad, muchos intelectuales y dirigentes promueven la abstención en la
vida cívica, por rechazo al régimen político vigente, que consideran debe ser
modificado de raíz pues impide un gobierno que garantice el bien común. Procurar
el reemplazo de los procedimientos actuales de selección de gobernantes, por
otros que se consideran mejores, constituye un noble esfuerzo, siempre que la
alternativa propuesta sea factible y no una fórmula teórica, para ser aplicada
en un futuro indefinido. Si se sostiene que no se puede -o no se debe- actuar
dentro del sistema político vigente, pues el sistema es la enfermedad, quedamos
paralizados de entrada.
El
sistema institucional actual nos incluye, mal que nos pese, puesto que somos
ciudadanos de éste Estado, y debemos sujetarnos a las normas y trámites
oficiales. “En política es preciso
tratar de las cosas no como deberían
ser, no como se desean, sino como son; lo demás es una política hipotética, no
positiva…”[12].
Además, el poder no admite quedar vacante, debe ser ejercido[13].
Aristóteles
advierte que, tal como hace el tejedor, que no fabrica la lana sino que se
sirve de ella, evaluando su calidad, la
política no hace a los hombres sino que los toma de la naturaleza y se sirve de
ellos[14].
La
única manera efectiva de procurar que mejore la realidad política es
participando activamente en la vida cívica. Pero para eso, se debe partir de
dos premisas doctrinarias: la licitud moral del voto[15],
y la obligación de respetar el régimen institucional vigente[16],
sin que ello implique avalar las imperfecciones que atribuyamos al sistema
electoral y a la Constitución vigentes.
No
se trata, por cierto, de intervenir en la vida pública, para adaptarse a lo que
sostiene la mayoría circunstancial, sino, precisamente, para defender y
procurar aplicar, con firmeza, la propia doctrina. Tampoco la decisión de
participar en política implica que todos se sientan obligados a afiliarse a un
partido, ni mucho menos a postularse como candidatos. También la emisión del
voto, deberá quedar librada a la conciencia individual.
La
doctrina clásica siempre ha considerado válido cualquier sistema político que
asegure el bien común; por eso, cada persona tiene derecho a preferir uno en
particular. Pero es obvio, que en un país como el nuestro, donde rige el
sistema republicano desde hace dos siglos, no habrá posibilidad de cambiarlo
por otro, a menos que sea interviniendo en el régimen vigente o utilizando la
fuerza.
De
las dos premisas indicadas, se infiere la necesidad de actuar en política,
utilizando las herramientas que permite la legislación, sin desconocer las
dificultades que conlleva esa decisión. La compleja y desagradable realidad
contemporánea puede hacer caer en dos tipos de convicciones erróneas, que, a su
vez, conducen a estrategias diferentes para enfrentar la realidad.
Primera posición: Algunos
sostienen que, como existe un oligopolio partidocrático que restringe las
chances electorales a dos o tres partidos o alianzas, es un esfuerzo inútil
aceptar el combate electoral, con el consiguiente desgaste de dinero y energías
que podrían ser mejor empleadas.
Entonces,
aducen, mientras no cambie el panorama, conviene concentrar el esfuerzo en el
combate intelectual, formando a los jóvenes que en el futuro podrán ocuparse de
la política.
La
acción cultural no debe descuidarse, por el contrario debe acentuarse,
perfeccionando los instrumentos correspondientes. Pero, como enseña la doctrina
y demuestra la historia, en última instancia es el poder político el que
determina, incluso, las posibilidades de la acción cultural[17].
Refugiarse
en cenáculos intelectuales, hasta que se produzca el cambio que soñamos, es
caer en la utopía. Según Thomas Molnar: “La visión del utopista está señalada
por el desprecio hacia el presente, así como por aquellos sucesos de la
Historia que separan a la humanidad de la meta deseada, pues él escoge
concentrarse alrededor de la llegada misma y desdeñar todo lo referente al modo
de llegar”[18].
Segunda posición: Se
alega que, como la corrupción de la política se acelera y se vulneran
gravemente los llamados valores no negociables, es necesario enfrentar con
energía al gobierno, ejerciendo el derecho de resistencia. El derecho de
resistencia puede y debe aplicarse, cuando se dan las condiciones que fija la
doctrina. Saltear los tres grados previos (resistencia pasiva, resistencia
legal, resistencia activa de hecho), para promover la rebelión armada, no es
lícito moralmente, y es un planteo ineficaz y suicida[19].
Como les advirtió severamente Juan Pablo II a los políticos irlandeses: “Debéis
mostrar que hay un camino pacífico, político, para la justicia. La violencia
florece mejor, cuando hay un vacío político o una repulsa del movimiento
político”[20].
Que
la política contemporánea ofrece un panorama desolador, nadie lo puede negar,
pero ante este horizonte, consideramos que no basta con trabajar en el campo de
la cultura, y criticar la realidad presente, esperando que se produzca espontáneamente
un cambio positivo, puesto que: “El poder es la facultad de mover la realidad,
y la idea no es capaz por sí misma de hacer tal cosa”[21].
Mientras esperamos que mejoren las circunstancias, ¿qué hacemos? Acota el Dr.
Hernández que el Estado dicta las normas para la sociedad, de modo que para
influir en el gobierno “hay que poder dictar las normas, o influir en el
dictado de dichas normas o que las normas no se ejecuten, lo cual generalmente
se impide a través de otras normas”[22].
Si
desde hace un siglo se ha producido el alejamiento de las personas de la
actividad política, ello se debe a un menosprecio de la misma -la
"cenicienta del espíritu", según Irazusta- y a una cierta pereza
mental que impide imaginar soluciones eficaces para enfrentar los problemas
espinosos que plantea la época. Asumir una posición rigorista en temas de
procedimiento, implica colocar a quien defiende la necesidad de actuar en la
vida cívica, pese a las dificultades, en una situación casi herética.
De manera
explícita, un autor argentino prestigioso como Antonio Caponnetto sostiene “que
mientras rija el sistema del sufragio universal –y muchísimo más mientras se lo
consienta expresamente- no sólo no existe la obligación moral de votar, sino
que votar en tales condiciones es un pecado…”[23].
“En todos los casos, el causante, esto es, el sufragante, es responsable moral
de los males que ejecuten sus elegidos, y de los males que se sigan porque esos
elegidos mantengan la vigencia de la perversión política”[24].
El
enfoque realista en materia política ha sido destacado por Joseph Ratzinger[25]:
“Ser
sobrios y realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha
sido siempre cosa difícil… El grito que reclama grandes hazañas tiene la
vibración del moralismo; limitarse a lo posible parece, en cambio, una renuncia
a la pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos”.
También
los consejos de Santo Tomás Moro, Patrono de los Gobernantes y Políticos, nos
estimulan a continuar el arduo camino de servir al bien común con los instrumentos
disponibles: “La imposibilidad de suprimir enseguida prácticas inmorales y
corregir defectos inveterados no vale como razón para renunciar a la función
pública. El piloto no abandona su nave en la tempestad, porque no puede dominar
los vientos”[26].
5. Analizando el caso argentino[27]
Aplicando
lo expuesto a la Argentina, debemos mencionar que es lugar común en nuestro
país la queja sobre el mal funcionamiento del sistema político, y sobre la
calidad de la mayoría de los dirigentes. Por eso, en los últimos años -en
especial desde la crisis de 2001- se han lanzado muchos proyectos para intentar
mejorar dicho sistema. El principal problema es que la misma base teórica en
nuestro sistema institucional parte de un principio falso: la soberanía
popular, que consiste en conferir al pueblo la atribución ontológica del poder.
Esta teoría ha quedado consolidada jurídicamente en nuestra Constitución
Nacional con la reforma de 1994. En efecto, el nuevo Art. 37 garantiza el
ejercicio de los derechos políticos con arreglo al principio de la soberanía
popular. Bidart Campos demuestra que los supuestos en que se basa esta tesis
son científicamente falsos, y resume de esta manera: “Es ficción considerar al
pueblo como susceptible de representación, y como entidad unificada que
confiere mandato; ficción es suponer que el parlamento representa a la
totalidad del pueblo; ficción que los actos de los representantes son actos del
pueblo; ficción que el pueblo gobierna”[28].
Ahora
bien, que señalemos los errores en que se basa la legislación vigente, no nos
autoriza a abandonar el campo de la vida cívica. En primer lugar, pues la
realidad indica que la teoría democrática no es más que una máscara
totemística. Hermann Finer expresa con crudeza: “La Constitución es la
autobiografía de las relaciones de poder materiales y espirituales en cualquier
grupo humano y, como toda las autobiografías, incluye fantasías que no entran
en la vida y excluye algunos vicios que viven bien en ella”[29].
En
segundo lugar, no es correcto cuestionar un ordenamiento institucional por que
sean discutibles sus fundamentos intelectuales. En el plano de las ideas es
lícito preferir un régimen político que consideremos el mejor, pero, en toda
sociedad se impone, con el tiempo, una forma determinada de selección y
reemplazo de los gobernantes. Si esa forma no afecta de manera directa la
dignidad humana, y rige de hecho en una sociedad, su aceptación no solamente es
lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del
bien común. En la Argentina tiene vigencia, desde 1853, un ordenamiento constitucional,
que es tributario de una serie de pactos y compromisos en el curso de los
acontecimientos políticos nacionales, y rige, desde entonces, con una
aceptación pacífica y estable, lo que le confiere legitimidad[30].
Consideramos
inaceptable, entonces, la actitud de negarse a participar en la vida cívica,
por considerar cuestionable la misma Constitución y el sistema electoral que de
ella deriva, y promover la abstención como única conducta válida para quienes
rechazan la teoría de la soberanía popular. Por el contrario, la obligación
moral de participar será tanto más grave, cuanto más esenciales sean los
valores morales que estén en juego.
6. El mal menor y las elecciones
La
participación en la vida cívica incluye varias acciones, pero el modo más
simple y general de participar en un sistema republicano, es el ejercicio del
voto, de modo que es necesario avocarse al tratamiento de la doctrina del mal
menor en el proceso electoral. La historia nos muestra que en todas las épocas
y en todos los países, el sufragio ha sido utilizado normalmente como
instrumento de selección de las autoridades políticas. Es un modo de poner en
acto el derecho natural del ciudadano de participar en la vida pública de su sociedad[31],
sin que de ello se derive necesariamente un mal para la sociedad. Y la forma
republicana de gobierno, que fija nuestra Constitución, implica la periódica
elección de autoridades, lo que no es objetable moralmente, por el contrario,
existe la obligación moral de votar, salvo excepciones[32].
Estimamos
que, sostener en vísperas de toda elección, que es inútil y hasta una falta
moral ejercer el voto, pues todos los candidatos son malos y todos los
programas defectuosos, revela una apreciación equivocada de la actividad
política. Precisamente en una época histórica caracterizada por problemas
sumamente complejos, se hace más necesario que nunca acudir a la política para
procurar resolver los problemas. Rehusarnos a intervenir en la vida comunitaria
porque no nos gusta lo que vemos, equivale a avalar la continuidad de lo
existente. Tampoco es correcta la impresión de que la política necesariamente
conduce a la corrupción, como afirmaba Lord Acton.
Suele
alegarse que la decisión de no participar en un proceso electoral, deviene de
una obligación de conciencia. Ahora bien, la conciencia debe estar iluminada
por los principios y ayudada por el consejo de los prudentes. Además, antes de
invocar la obligación de conciencia, cada persona debe procurar disponer de la
información necesaria para evaluar correctamente a los partidos que se
presentan a una elección, así como a los candidatos respectivos.
Como
explica Bargallo Cirio[33]: “Adecuarse
a las circunstancias es sólo contar con ellas para actuar. Para defenderlas o
apoyarlas cuando se deba, o para atacarlas, torcerlas o dominarlas, cuando sea
necesario. (...) La acción política es antes que nada humilde contacto con la realidad”.
Criticar
la realidad social contemporánea, despreciándola por comparación con alguna
forma que existió históricamente, o con un esquema de lo óptimo, implica caer
en el doctrinarismo[34].
Es preciso conocer la realidad, tal cual es, antes de intentar mejorarla. Para
cada sociedad política, pueden existir, simultáneamente, tres enfoques sobre el
régimen político: el ideal, propuesto por los teóricos; el formal promulgado
oficialmente; y el real - o constitución material-, surgida de la convivencia
que produce transformaciones o mutaciones en su aplicación concreta. De modo
que negarse a reconocer una constitución formal, implica, a menudo, enfrentarse
con molinos de viento, limitándose a un debate estéril, porque, además, no se
tiene redactada la versión que se desearía que rigiera.
La
Constitución Nacional (Art. 38) reserva la postulación de candidatos a cargos
públicos electivos, a los partidos políticos, por lo que la única forma de
participar en la vida cívica es a través de los mismos, ya sea incorporándose a
uno, creando uno nuevo, o simplemente votando por el más afín. El proceso de selección de candidatos constituye un
elemento esencial de la política. Como consecuencia de la crisis de
representación, la opinión pública privilegia el ascenso de figuras personales
por sobre estructuras partidarias, lo cual, lejos de aportar soluciones, agrava
la situación.
Es una obligación cívica de los ciudadanos indagar de forma
exhaustiva los antecedentes y capacidad
de los candidatos: “El conocimiento de los que pueden ser elegidos por parte de
los que eligen, es lo primero; después está la participación de todos los que
intervienen en un Bien Común”[35].
Aplicando
la doctrina, al tema eleccionario, el Prof. Palumbo[36]
sostiene que: “En el caso concreto de una elección, al votarse por un
representante considerado mal menor, no se está haciendo el mal menor, sino
permitiendo el acceso de alguien que posiblemente, según antecedentes, lo
hará”.
En
ocasiones, el ciudadano no tiene la posibilidad de elegir entre varios
partidos, pues ninguno le ofrece garantías mínimas, al presentar plataformas
que permiten prever acciones perjudiciales para la sociedad, o declaraciones de
principios que contradicen la ley natural. En esos casos, tiene el deber de
abstenerse de votar. Pero no es habitual que no haya ninguna opción aceptable,
especialmente en elecciones generales cuando debe votarse en ocho o diez tramos
diferentes, desde concejales a presidente. Por lo tanto, aunque no se sienta
identificado totalmente con ningún
partido ni candidato, puede votar por quienes parezcan más confiables. Al
proceder así, no está avalando aquellos aspectos que no le satisfacen, sino,
simplemente, eligiendo el bien posible.
No es razonable permanecer indiferente
o neutral frente a las fracciones políticas, pues siempre las habrá mejores y
peores. Nunca será igual un partido que otro; algunos buscan, de forma
explícita o matizada, intereses sectoriales, ideológicos o espurios. Un partido
será respetable cuando se somete al interés general, y expone una plataforma
con propuestas concretas de solución a los problemas sociales[37].
7. Voto útil
A
menudo se exhibe, incorrectamente, al llamado voto útil, como ejemplo de mal
menor. El voto útil consiste en que el elector otorgue su voto a un partido que
tiene posibilidades de ganar, aunque no sea el que más le atrae, para que el
voto no se desperdicie. Este enfoque pragmático tiene ribetes de exitismo,
cuando no de cobardía. El mal menor no se vincula con el maquiavelismo
político, que admite hacer un mal para obtener un bien, lo cual es siempre
ilícito. El mal menor consiste en tolerar un mal, no realizarlo. Un caso típico
es el de la ley seca, en Estados Unidos; la experiencia indicó que prohibir el
consumo de alcohol era más perjudicial que tolerarlo.
Votar
un partido que carece de posibilidades de obtener ni siquiera una banca de
concejal, no es una acción inútil. Si el partido satisface las expectativas,
pues defiende principios sanos y presenta una plataforma que convendría
aplicarse, y/o postula a dirigentes capaces y honestos, merece ser apoyado. El
voto, en este caso, servirá de estímulo para quienes se dedican a la política
con verdadera vocación de servicio, les permitirá ser conocidos, y facilitará
una futura elección con mejores perspectivas. Esa actitud representa un
estímulo para superar la tendencia al abstencionismo o a pensar que todos los
políticos son iguales.
Sin
embargo, en vísperas de una elección cada partido debe definir posiciones sobre
múltiples temas, siendo difícil que el ciudadano pueda compartir lo que se
propone en todos ellos. La identificación, entonces, se acentúa en algunas
cuestiones que cada persona considera más relevantes según su escala de
valores. La forma en que se pronuncien los partidos sobre dichas cuestiones
termina de decidir el voto en cada ocasión.
8. Opciones electorales
En
cada elección, el ciudadano dispone de varias posibilidades: a) abstenerse de
participar; b) anular el voto; c) votar en blanco, total o parcialmente; d) votar
por un solo partido, o por varios, en los distintos niveles.
Merece
una atención especial, la novedad que introdujo la reforma constitucional de
1994, al establecer el requisito de doble vuelta en la elección presidencial
(Arts. 94-98). Es un instituto creado por Napoleón III (1852) para utilizarse
cuando ningún candidato obtuviese la mayoría absoluta de los votos emitidos,
debiendo competir nuevamente los dos candidatos más votados. En la Constitución
Argentina, se introdujo el ballotage,
con un procedimiento único en el mundo, puesto que bastará que en la primera
vuelta la fórmula más votada obtenga más del cuarenta y cinco por ciento de los
votos, o bien cuarenta por ciento con una diferencia mayor a diez puntos sobre
el segundo, para resultar electa.
Pese a este procedimiento curioso, que
facilita el acceso al gobierno, fue necesario utilizarlo en el año 2015. En esa
oportunidad, muchos nos vimos compelidos a aplicar el mal menor, puesto que
ninguno de los dos candidatos nos satisfacía, pero representaban dos modelos
claramente diferenciados. Uno de ellos ratificaría la continuidad de una
corriente cuyos frutos eran negativos, el otro, al menos, permitía vislumbrar
una esperanza de cambio. Algunos analistas opinan que, existe el riesgo en
estos casos, de que la decisión forzada por las circunstancias funcione de un
modo iatrogénico.
La iatrogenia es el daño ocasionado a un enfermo por un
médico o medicamento, que en vez de curarlo empeora su situación[38]. Sin
embargo, en casos como el señalado –y supuesto el debido discernimiento-, la
doctrina aconseja elegir la opción que sacrifique menos elementos esenciales
para la comunidad. Se ha dicho al
respecto: “Votar por un candidato menos malo, no es cooperar a un mal, es
procurar un bien”[39].
9. Conclusión
Siempre
se ha considerado a la política como una actividad noble, pero no deben
confundirse los planos y pretender lograr la perfección de una sociedad,
únicamente con la política; es imprescindible, sin embargo, para ayudar “a
reducir el mal y a acentuar el bien lo más posible, y a crear un orden de
convivencia estable”[40].
Consideramos
que en esta compleja actividad, resulta necesario utilizar la antigua doctrina
del mal menor, como aplicación concreta de la virtud de la prudencia que debe
regir la acción política. Por cierto que, en última instancia, “sólo hay buena
política cuando el poder se encuentra en manos de una clase dirigente que reúna
en su seno los valores políticos reales de la comunidad”[41].
(*) Presentada al Congreso
de Filosofía; Huerta Grande, 19-21-10-2017.
[1] “los partidos antisistema que, desde Europa, pasando por Estados
Unidos y América Latina, reaccionan contra los efectos de la globalización y de
la revolución digital sobre el empleo”: Botana, Natalio. “La PASO reflejan una
democracia de candidatos”; La Nación, 25-8-17.
[2] La Nación, 22-8-17.
[3]
Santo
Tomás de Aquino. “Del gobierno de los príncipes”; Buenos Aires, Editorial
Cultural, 1945, Vol. 1ro., p. 35.
[4]
Soria Saiz, J. L. Tolerancia: IV. Teología moral;
Enciclopedia, Madrid, Rialp, 1981, p. 545.
[5]
Fernández Sánchez, Francisco. 2004. “Principio o argumento del mal menor”; en
Lexicon. “Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones
éticas”; Madrid; Consejo Pontificio para la Familia/Palabra, pp. 1000-1001. En
Internet:
www.es.catholic.net/op/articulos/13229/cat/554/articulos-en-relacion/al/termino-mal-menor.html
[6] “Veritatis splendor”, Juan Pablo II, 1993, p. 82.
[7]
Santo Tomás de Aquino. “Prefacio a la Política”;
Proemio y explicación por Hugues Kéraly, México, Editorial Tradición, 1982, pp.
17, 107, 119.
[8] “En todas las ciencias y artes el fin es un bien; por lo tanto, el
mayor y más excelente será el de la suprema entre todas, y ésta es la
disciplina política; y el bien político es la justicia, que consiste en lo
conveniente para la comunidad…”: Aristóteles. “Política”; Madrid, Centro de
Estudios Constitucionales, 1983, Libro III, 11, 12.
[9] Santo Tomás…, op. cit.,
p. 137.
[10]
Strauss, Leo. ¿Qué es filosofía política?; Madrid,
Guadarrama, 1970 pp.118.
[11] Hennis, Wilhelm. “Política y filosofía práctica”; Buenos Aires, Sur,
1973, p. 42.
[12] García Escudero, José María. “Antología política de Balmes”; Madrid,
BAC, 1981, p. 187.
[13] Massot, Vicente. “El
poder de lo fáctico”; Buenos Aires, Ciudad Argentina, 2001, p. 98.
[14] Aristóteles. “Política”; Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1983, Libro I, 10.
[15] “La obligación de votar en elecciones civiles es un deber que obliga en
conciencia a todos los ciudadanos que posean el derecho a votar”: Cranny, Rev.
Titus. “The moral
obligation of voting”; Washington, The Catholic University of America Press,
1952, 134, 1. Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 2240.
[16] Encíclica Au Millieu des Solicitudes, pp. 16/23.
[17] “Sin embargo, es cosa de todos sabida que, en los campos social y
económico –tanto nacional como internacional-, la decisión última corresponde
al poder político” (Octogesima Adveniens, p. 46).
[18]
Molnar, Thomas. “El utopismo. La herejía perenne”;
Buenos Aires, Eudeba, 1970, p. 212.
[19] “La gravedad de los peligros que el recurso a la violencia comporta
hoy evidencia que es siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, más
conforme con los principios morales y no menos prometedor del éxito” (Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, p. 401).
[20] Homilía, 29-9-1979, en Irlanda del Norte (p. 14).
[21] Guardini, Romano. “El poder”;
Guadarrama, 1963, pág. 22.
[22]
Hernández,
Héctor. “Pensar y salvar la Argentina II”; Mendoza, Ediciones Escipión,
2016, p. 91.
[23] Caponnetto, Antonio. “La perversión democrática”; Buenos Aires,
Editorial Santiago Apóstol, 2008, p. 184.
[24] Idem, p. 84. La tesis de este autor
no es compartida por ningún moralista: Hernández, op. cit., p. 203.
[25] “Cristianismo y política”;
Revista Internacional Communio, julio/agosto, 1995.
[26] “Utopía”, Sopena Argentina,
1944, pág. 64.
[27]
Meneghini, Mario. “La política: obligación moral del
cristiano”; Córdoba, Del Copista, 2008, Cap. I.
[28] Bidart Campos, Germán.
“Doctrina del Estado democrático”; Buenos Aires, EJEA, 1961, p. 186.
[29] Finer, Hermann. “Teoría y
práctica del gobierno moderno”; Madrid,
Tecnos, 1964, pp. 28-29.
[30] Lamas, Félix. “La
Constitución Nacional. Sus principios de legitimidad y su reforma”; en: Moenia,
1988, N° XXIII, pp. 11-40.
[31] Martínez Vázquez,
Benigno. “El sufragio y la idea representativa democrática”; Buenos Aires,
Depalma, pp. 20, 25, 31.
[32] “Si el pueblo es ordenado
y serio, custodio fiel del interés público, será justo instituir una por la cual pueda elegir a los magistrados
que han de gobernar la República”: San Agustín; Libre Arbitrio, Libro I, cap.
VII.
[33] Bargallo Cirio, Juan.
“Ubicación y proyección de la política”; Buenos Aires, Colección ADSUM, Grupo
de Editoriales Católicas, pp. 45-46.
[34]
“La
prudencia política es ingeniosa, y excogita los medios para lograr la
conservación del bien común, urdiendo en todo momento los planes más
convenientes a la salvación nacional, tanteando en cada coyuntura la
oportunidad de sacar adelante la nave de la nación, y deshaciendo las
acechanzas de sus enemigos para conducirla con toda celeridad al buen puerto”: Palacios, Leopoldo-Eulogio. “La prudencia política”;
Madrid, Gredos, 1978, pp. 52-53.
[35] Genta, Jordán Bruno.
“Opción política del cristiano. Soberanía de Cristo o soberanía popular”;
Buenos Aires, ediciones REX, 1997, p.76.
[36] Palumbo, Carmelo. “Guía
para un estudio sistemático de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires,
CIES, p. 150.
[37] “ejercen los partidos una influencia decisiva en la formación de la
voluntad popular. Esta no sólo se expresa a través de ellos, sino que –a un
nivel mucho más profundo que todos los intentos de hacer propaganda y de
conseguir influencia- de hecho se forja por ellos.”: Off, Claus. “Partidos
políticos y nuevos movimientos sociales”; Madrid, editorial Sistema, 1992, p.
90.
[38] Sinay, Sergio. “Atreverse a votar sin miedo”; Buenos Aires, Perfil,
6-8-2017.
[39] “Reglas para elegir entre
los candidatos”, aprobadas por la Asamblea de Cardenales y Arzobispos de
Francia, 1935: P. Lallerment. “Principios de Acción Cívica”, Buenos Aires, Ed.
Santa Catalina, 1950, pp. 218-221.
[40] Iraburu, P. José María. “Los católicos y la Política , utopía y
política”; El último Alcázar, 26-6-2006.
[41] Palacio, Ernesto. “Teoría
del Estado”; Buenos Aires, Eudeba, 1973, p.126.