LA POLÍTICA:
OBLIGACIÓN MORAL DEL
CRISTIANO
CÓRDOBA
2008
EN MEMORIA:
Socios y colaboradores del Centro de
Estudios Cívicos
Dr. Rubén Ael
Lic. Erminio Gibilaro
Prof. Miguel Manzo Sal
Dr. Alfredo Olmedo Berrotarán
Prof. Ricardo Paz
Lic. Josefina Ramón Casas
Prof. María del Carmen Stroscio
Lic. María Teresa Unia
Dr. Anibal Pañart
Cr. Alberto Alday
Alberto Pando
Alberto Saieg
Cro. Germán Susín
Cdro. Oscar Bonangelino
ÍNDICE
Prólogo
I Dilemas que plantea la acción política
1. Ideas sobre la crítica a la democracia
2. La política como obligación moral del cristiano
3. Actitud política de los católicos frente al sistema de
partidos
4. Mal menor en las elecciones políticas. Votar: ¿optativo
o moralmente obligatorio?
II Doctrina política de la Iglesia
Anexo I: Nota doctrinal sobre algunas cuestiones
relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública
Anexo II: Enseñanzas de Pío XII sobre la democracia
Anexo III: Acerca del sufragio universal
PRÓLOGO
Abordaremos el tema propuesto, procurando efectuar una
exposición fiel de los principios y criterios fijados en el Magisterio
Pontificio, sin perjuicio de tener en cuenta el aporte de la ciencia política y
otras ciencias humanas, puesto que nunca puede haber contradicción entre la fe
y la razón[1].
Este trabajo compila varios artículos y ponencias, publicados en distintas
fechas, lo que hace inevitable la reiteración de algunos conceptos. El
propósito perseguido es contribuir a la reflexión sobre una cuestión crucial,
de la que depende en gran medida la posibilidad de la concordia y el logro del
Bien Común. No pretendemos hacer un aporte original; únicamente colaborar en la
difusión del cuerpo doctrinario existente -que consideramos poco conocido o no
respetado-, con vistas a su aplicación en la Argentina. Sintetizamos los
documentos pontificios y la bibliografía consultada.
Muchos intelectuales católicos, en Europa y América,
sostienen que la democracia –generalmente mencionada así, sin distingos, como
si fuese un vocablo unívoco- conduce inevitablemente a la perversión en la
sociedad donde existe; siendo moralmente ilícita cualquier participación en ese
tipo de régimen. Consideramos necesario profundizar en este tema, pues da lugar
a legítimos disensos, no sólo en los aspectos instrumentales de la acción
política, sino también en la interpretación de los principios doctrinales. Los
argumentos detallados de nuestra posición se encuentran en los capítulos de
este opúsculo, limitándonos en este prólogo a resumir la conclusión.
Que la política contemporánea ofrece un panorama
desolador, nadie lo puede negar, pero ante este horizonte, consideramos que no
basta con trabajar en el campo de la cultura, y criticar la realidad presente,
esperando que se produzca un cambio positivo, puesto que: “El poder es la
facultad de mover la realidad, y la idea no es capaz por sí misma de hacer tal
cosa”[2].
Como se pregunta el P. Gómez Pérez[3], ¿qué hacer
mientras tanto? Porque, si mientras damos el buen combate en el plano religioso
e intelectual, nos abstenemos de actuar a través de las instituciones vigentes,
“la política, que es un asunto humano de primera importancia, queda relegada al
campo de lo casi pecaminoso y, de rechazo, el cristianismo se convierte en algo
ya ultraterreno, cuando en realidad su dimensión trascendente no ahorra ahora
sino que estimula la acción en las entrañas de la historia”.
Cuando se analizan cuestiones temporales, conviene
recordar la afirmación de Fulvio Ramos[4], quien reflexionó
sobre la democracia:
“Los cristianos sabemos que en la búsqueda de una recta ordenación
social, las soluciones que se hallen serán siempre imperfectas como imperfecta
es toda obra humana, y que el sumo bien y la suma perfección no son atributos
humanos sino divinos, que sólo podremos alcanzar en la eterna bienaventuranza”.
En otro párrafo del mismo libro, al referirse Ramos a la
enseñanza pontificia sobre las formas de gobierno y temas conexos, afirma:
“Como ya expresamos, respecto de estas cuestiones tan contingentes y variables
no caben las posturas dogmáticas. Lo que sí ha rechazado la Iglesia es el
principio de la soberanía popular, el individualismo como base de la vida
social y la democracia de masas que es su consecuencia”.
Precisamente, un problema, al abordar cuestiones
políticas, es no precisar adecuadamente el límite entre lo doctrinal y lo
prudencial. Por cierto que es lícito a todo católico opinar de acuerdo a su
propio criterio en temas opinables, pero no en cuestiones que han sido
definidas por la Doctrina Social de la Iglesia. Si se afirma, por ejemplo, “la
intrínseca ilegitimidad de origen que posee todo gobierno democrático”[5],
debe aclararse que se trata de una opinión, que no se basa en ningún
pronunciamiento del Magisterio. Sorprende que personas inteligentes y honestas,
crean que la acción cívica sólo se justifica cuando existen posibilidades de
acceder al poder para aplicar íntegramente la sana doctrina.
Asumir una posición rigorista en temas de procedimiento,
implica colocar a quien defiende la necesidad de actuar en la vida cívica, pese
a las dificultades, en una situación casi herética, siendo que dicha
participación ha sido insistentemente recomendada por los Papas.
El enfoque realista en materia política ha sido destacado
por Joseph Ratzinger[6]:
“Ser sobrios y realizar lo que es posible en vez de
exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil… El grito que
reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo
posible parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del
pragmatismo de los mezquinos”.
Es cierto que, en determinadas circunstancias, el lícito
negarse a participar activamente en política. Pero, la decisión de abstenerse,
de manera permanente y en todas las instancias y niveles electorales, no puede
fundamentarse en ningún documento pontificio. Pese a las objeciones que la
Iglesia ha hecho al sufragio universal –método utilizado en casi todos los
países- nunca ha afirmado que votar, estando vigente dicho sistema, implique
una falta; por el contrario, exhorta a votar como exigencia moral, según se
indica taxativamente en el Catecismo de la Iglesia Católica (p. 2240), y en la
Constitución “Gaudium et Spes” (p. 75). Carece de toda lógica suponer que
dichos documentos se refieren al voto en sentido abstracto, y no a la forma de
votar que rige en el mundo contemporáneo.
Procurar el reemplazo de los procedimientos actuales de
selección de gobernantes, constituye un noble esfuerzo, siempre que la
alternativa propuesta sea factible y no una fórmula teórica, para ser aplicada
en un futuro indefinido. Sobre eso escribió Pablo VI: “La apelación a la utopía
es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas
concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es
una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas”[7].
Para finalizar, nos estimulan a continuar el arduo camino
de servir al bien común con los instrumentos disponibles, los consejos de Santo
Tomás Moro, Patrono de los Gobernantes y Políticos:
-“Si no conseguís todo el bien que os proponéis, vuestros
esfuerzos disminuirán por lo menos la intensidad del mal”.
-“La imposibilidad de suprimir enseguida prácticas
inmorales y corregir defectos inveterados no vale como razón para renunciar a
la función pública. El piloto no abandona su nave en la tempestad, porque no
puede dominar los vientos”[8].
I
DILEMAS QUE PLANTEA LA ACCIÓN POLÍTICA
1: Ideas sobre la
crítica a la democracia
1. Si se sostiene que no se puede -o no se debe- actuar
en el sistema, pues el sistema es la enfermedad, quedamos paralizados de
entrada. El sistema institucional vigente nos incluye, mal que nos pese, puesto
que somos ciudadanos de éste Estado, y debemos sujetarnos a los trámites
oficiales, cobrar sueldos o jubilaciones, pagar las multas e impuestos,
etcétera.
2. Dice Lilia Genta: “En cuanto al sistema, vivo en el
siglo XXI aunque ame el siglo XIII que no es mi tiempo. Dios me hizo vivir en
este tiempo y en esta realidad. (...) Es inútil querer forzar la máquina del
tiempo. Dios nos exige el testimonio ahora, con todos los medios que se nos
presentan. Los medios son sólo eso, medios. El asunto es usarlos sin renuncios”
(“A propósito de un acto de cierre de campaña”, 2007).
3. Señala Ernesto Palacio:
“El error de muchos tratadistas políticos, sin excluir a
los más excelsos, consiste en objetar la legitimidad de ciertas formas
históricas por los errores intelectuales en que se fundan.”
“El sufragio está justificado por la experiencia secular
como una forma de selección legítima de las clases gobernantes, aunque la razón
se oponga a las fantasías del contrato social e incluso al dogma de la
soberanía del pueblo, en que se funda la religión democrática.”
“Todo gobierno es un gobierno mixto. Aunque no lo sea en
su constitución escrita, lo será en su constitución real, en su funcionamiento”
(Teoría del Estado).
4. El concepto de democracia aceptable para nosotros, es
el de la 5ta. acepción, en la clasificación de Héctor Hernandez: participación
del pueblo en la cosa pública. “...el recto rechazo de algunas posiciones
democratistas produce a veces un rechazo, esta vez injustificado, de contenidos
políticos valiosos.” (Democracia: acepciones, valoración; 1991)
5. La Iglesia acepta la democracia como forma de Estado,
o régimen político, compatible con cualquier forma de gobierno que asegure el Bien
Común. La última formulación, coherente con el Magisterio anterior, está en la
Enc. Centesimus Annus, de Juan Pablo II:
“La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la
medida en que:
-asegura la participación de los ciudadanos en las
opciones políticas
-y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y
controlar a sus propios gobernantes,
-o bien la de sustituirlos oportunamente de manera
pacífica.”
“Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende
encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce
que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y
no perfectas.” (p. 46)
6. Creo que se hace un nominalismo al revés, al hacer
hincapié en una palabra, que, en realidad, tiene muchas acepciones. No hay
ningún motivo para limitarnos a rechazar el concepto liberal de democracia,
ignorando, de paso, la enseñanza de la Iglesia que es madre y maestra, y nos
muestra el camino correcto.
7. Desde el plano técnico, considero que la mejor
explicación del tema, y que podemos tomar para nosotros, es la de Bidart
Campos, en “Doctrina del Estado Democrático”, donde la define así:
“La democracia es una forma de Estado que, orientada al
bien común, respeta los derechos de la persona humana, de las personas morales
e instituciones, y realiza la convivencia pacífica de todos en la libertad,
dentro del ordenamiento de derecho divino y de derecho natural.”
“La democracia es una forma de Estado; con ello la
negamos como forma de gobierno...”.
8. Nuestra forma de gobierno es la republicana, según
establece el Art. 1 de la Constitución Nacional, y ninguno de los elementos que
la describen es incompatible con la fe cristiana.
[Publicado originalmente el 1-11-07,
en: www.foroazulyblanco.blogspot.com]
2: La política como
obligación moral del cristiano
En esta sección queremos resumir un tema que hemos
tratado en forma recurrente, siempre desde la perspectiva de la Doctrina Social
de la Iglesia.
Como señala el P. Bartolomeo Sorge[9], los cristianos de
hoy enfrentan tres tentaciones en su relación con el mundo:
1. La tentación reduccionista. Sabiendo que el
cristiano es sal de la tierra, algunos, para hacer más aceptable el
cristianismo, diluyen la sal evangélica, que se vuelve insípida. A esto alude
Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Missio:
“La tentación actual es la de reducir el cristianismo a
una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un
mundo fuertemente secularizado, se ha dado una gradual secularización de la
salvación, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de
un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal”. (§ 11)
“En esta perspectiva el reino tiende a convertirse en una
realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas
y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero
con unos horizontes cerrados a lo trascendente”. (§ 17)
2. La tentación fundamentalista. Es la presunción
de transformar la tierra en sal. Paulo VI, en la Encíclica Ecclesiam Suam,
advertía el peligro de “acercarse a la sociedad profana para intentar obtener
influjo preponderante o incluso ejercitar en ella un dominio teocrático”. (§
72) Es la pretensión de imponer a los demás la propia fe.
En la Encíclica Centesimus Annus, Juan Pablo II expresa:
“La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o
fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de
científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su
concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana.
Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido
esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre
se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La
Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la
persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad” (§ 46)
3. La fuga mundi, apartarse del mundo. Consiste en
guardar la sal en el salero, para evitar que se corrompa al contacto con el
mudo. Por ese motivo, algunos antiguos cristianos preferían retirarse al desierto.
Sobre esto enseña la Constitución “Gaudium et Spes”: “Se equivocan los
cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues
buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin
darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto
cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno”. (§ 43)
El laico recibe la llamada al compromiso social y
político, no por delegación del obispo o del párroco, sino directamente de
Cristo en el bautismo. Pero, además, “si la falta de compromiso ha sido siempre
inaceptable, el tiempo que vivimos la hace todavía más culpable. A nadie le es
lícito permanecer ocioso”. (Juan Pablo II, Chistifideles Laici, § 3)
Presencia de los católicos en la política
Si bien las tres tentaciones descriptas deben rechazarse
con igual fuerza, nos interesa profundizar el análisis en la última -la fuga
mundi-, pues es la que afecta a la mayoría de los fieles de buena voluntad, que
ignoran la recta doctrina, o, lo que es más grave, no la aplican, pese a
conocerla. Nunca como hoy la Iglesia ha insistido tanto en el deber cristiano
de actuar en la vida social y política.
Llama la atención la precisión y severidad con que Su
Santidad advierte que: “...los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de
la participación en la política.” (...) Las acusaciones de arribismo, de
idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a
los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido
político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de
necesario peligro moral, no justifican en lo más mínimo ni la ausencia ni el
escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública”. (Chistifedelis
Laici,§ 42).
¿A qué se debe esa insistencia? La experiencia de los dos
últimos siglos, con el fracaso de todas las ideologías, demuestra que sólo será
posible un mundo mejor con una transformación de base religiosa. Pablo VI, en
la Encíclica Populorum Progressio, reconoce que “ciertamente, el hombre puede
organizar la tierra sin Dios, pero al fin y al cabo, sin Dios no puede menos
que organizarla contra el hombre”. (§ 42)
La Iglesia ofrece su contribución a la humanización del
mundo, en dos formas distintas y complementarias[10]: la opción
sociopolítica, propia de los laicos; la opción religiosa, propia de la
comunidad eclesial, en la acción evangelizadora.
La política tiene una importancia determinante en la vida
del hombre y de la sociedad, porque influyen sus decisiones en la existencia
humana y afecta todos los ambientes. También influyen las opciones políticas en
las generaciones futuras. Sin embargo, la política no lo es todo, y actúa en el
terreno de lo relativo; sólo la fe ilumina la totalidad de la persona y de su
vida. Por eso la coherencia entre fe y vida es fundamental; es obligación de
los laicos dedicados a la política procurar que la promoción humana y la
evangelización estén estrechamente vinculadas. Si los políticos actúan como
cristianos, seguramente cambiará y mejorará la política. La Iglesia exhorta a
los fieles a comprometerse en la política, porque estima el servicio social y
político una de las formas más altas de testimonio y de caridad cristiana.
(Constitución Gaudium et Spes § 75)). Los cristianos comprometidos en política
tienen el deber y la posibilidad de alcanzar la perfección, no a pesar de su
actividad temporal, sino gracias a ella.
Hacer política como cristianos[11]
Una de las consecuencias de la caída del muro de Berlín,
que provoca el aparente fin de las ideologías, es el riesgo de un pragmatismo
sin ideales. Mientras en toda ideología hay “semillas de verdad”, y los errores
pueden corregirse, la política sin ideales se traduce inevitablemente en la
búsqueda del poder por sí mismo. Entonces quien quiera hacer política como
cristiano, debe ser fiel a criterios marcados por el magisterio social de la
Iglesia:
A) Coherencia con los valores del Evangelio, que ha
revelado al hombre valores de una antropología sobre la que puede fundarse una
sociedad justa y fraterna. La coherencia no debe ser sólo en la teoría sino
vivida en el plano personal, y testimoniada en la esfera pública.
B) La coherencia debe ser subjetiva y objetiva. La
subjetiva, está basada en la legitimidad del pluralismo político de los
cristianos, lo que no equivale a una diáspora cultural. Dondequiera actúen los
católicos deben estar unidos en defensa de los valores éticos fundamentales. La
coherencia objetiva, consiste en el deber de discernir si los elementos
objetivos de una opción política son aceptables según el magisterio. El
cristiano no puede - enseña Juan Pablo II- aceptar que toda idea o visión del
mundo es compatible con la fe, ni aceptar una fácil adhesión a fuerzas
políticas y sociales que se oponen, o que no prestan la suficiente atención a
los principios de la Doctrina Social de la Iglesia[12].
El juicio sobre la coherencia objetiva corresponde tanto al fiel individual
como a la Iglesia.
C) El método de hacer política debe procurar la concordia
y rechazar el totalitarismo. Recordemos que una de las ideologías condenadas
por la Iglesia fue el fascismo, mediante la Encíclica “Non abbiamo bisogno”, de
Pío XI. Precisamente, la definición de Mussolini de su ideología, sirve para
encuadrar el concepto de totalitarismo: “Todo en el Estado, todo para el
Estado, nada fuera del Estado”.
D) Laicidad de la política. La realidad temporal tiene su
propia consistencia ontológica. No se puede deducir de la fe un modelo
político; el Evangelio señala los valores que inspiran la acción política, pero
no indica los programas. Tampoco es lícito poner la política al servicio de la
jerarquía (clericalismo), ni dirigirla al apostolado o a la evangelización
(confesionalismo).
E) Autonomía de las opciones políticas. Los laicos no son
meros ejecutores de disposiciones de la jerarquía en el campo social; son ellos
los que deben buscar soluciones a los problemas concretos. Además, pueden
ayudar en la elaboración de la misma Doctrina Social de la Iglesia, con sus
conocimientos y experiencia de la realidad.
F) Espiritualidad y profesionalidad. La opción política
del cristiano es fruto de una doble fidelidad: a los valores morales, y a las
reglas propias de la actividad política, que no surgen de la Revelación, sino
que pertenecen al plano de la razón, y deben estudiarse científicamente. No
basta pues, ser buenos cristianos para ser buenos políticos. Se necesitan hombres
que vivan la política con vocación y que se preparen conscientemente. Sabiendo,
no obstante, que el tiempo reservado para la oración no es tiempo perdido. En
frase de San Juan Crisóstomo: “el hombre que ora tiene las manos en el timón de
la historia”.
Concepción correcta de la política y
el poder
A diferencia de la Babel del relato bíblico, en la
moderna babel es la confusión de ideas la que impide entenderse, aún usando las
mismas palabras. En vez de la política como actividad subordinada a la ética,
se alude a la política como un orden autónomo, a partir de Maquiavelo, y por
eso crece el desprecio a esta actividad, juzgada como algo malo en sí mismo.
Muchos católicos repiten el conocido lema de Lord Acton: “todo poder corrompe,
el poder absoluto corrompe absolutamente”. Frase atractiva que expresa un falso
concepto; reyes que gobernaron en épocas de monarquías no parlamentarias,
fueron canonizados por la Iglesia (San Luis, Rey de Francia; San Esteban, Rey
de Hungría).
Pues el poder no es otra cosa que la facultad de mover la
realidad. No es bueno ni malo; adquiere un sentido por la decisión de quien lo
usa, no existe un poder que tenga de antemano un sentido. La intensidad en el
uso del poder, no está relacionada con la legitimidad de su utilización. Es
obvio que será necesariamente diferente la intensidad del poder que debe
ejercer el director de una cárcel, que el aplicado por la superiora del
convento. Lo determinante es el concepto que de la política y del poder, posea
el gobernante respectivo.
El Cardenal Ratzinger lo explica con referencia al
proceso contra Jesús[13]. La pregunta de
Pilato: “¿Qué es la verdad?”, expresa según Kelsen, el escepticismo del
político, puesto que Pilato no espera la respuesta, considerando, tácitamente,
que la verdad es inalcanzable. “Como no sabe lo que es justo, confía el
problema a la mayoría para que decida con su voto”. De este modo, acota Kelsen,
Pilato actúa como un perfecto demócrata.
Pero el mismo pasaje evangélico ha merecido otra
interpretación al exegeta Schlier. Jesús se somete al proceso, por la autoridad
que representa Pilato, pero lo limita al decirle: “no tendrías poder sobre mí,
si no te hubiese sido dado de lo alto”.
Debemos hacer una digresión para entender que la política
no es el arte de lo posible. Podemos clasificar las acciones humanas en dos
grandes categorías. Lo factible, se refiere al hacer del hombre, aquello que
realiza y queda fuera de él. Este tipo de acciones se rigen por la virtud del
arte. Por otra parte, tenemos lo agible, el obrar del hombre, aquello que
realiza y queda en sí mismo. Este tipo de acciones se rigen por la virtud de la
prudencia. Como la política no produce cosas exteriores, sino que actúa en el
orden de la conducta, y su principal actividad es el mando, no cabe duda que
pertenece a lo agible. Por lo tanto, la virtud que debe regirla es la prudencia[14].
La definición, reformulada, es: actividad prudencial, que consiste en hacer
posible lo necesario.
Tampoco, al hablar de política, la circunscribimos al
ámbito del Estado moderno que, al decir de Bertrand de Jouvenel[15]
es un “monstruo concebido en el Renacimiento, parido por la Revolución,
desarrollado en el napoleonismo, congestionado en el hitlerismo”. El sentido
cristiano del Estado es aquel que actúa para mantener la convivencia humana en
orden. Le compete al Estado la función de gobernar, entendiendo ésta, no como
simple ejercicio del poder, sino como protección del derecho de los ciudadanos
y garante del Bien Común.
Dice Ratzinger[16] que no le compete
al Estado “convertir el mundo en un paraíso y, además tampoco es capaz de
hacerlo. Por eso, cuando lo intenta, se absolutiza y traspasa sus límites. Se
comporta como si fuera Dios...”.
Compara, al respecto, el cardenal citado, dos textos
bíblicos: Rom 13, 1-7 y Ap 13. La Epístola a los Romanos describe la forma
correcta del Estado; San Pablo se refiere al Estado como agente fiduciario del
orden que ayuda al hombre a vivir comunitariamente. Es un deber moral obedecer
al Estado que actúa de ese modo.
En cambio, el Apocalipsis trata del Estado que actúa como
Dios y, al hacerlo, destruye al hombre y carece del derecho a exigir
obediencia. Agrega Ratzinger que resulta llamativo que tanto el
nacionalsocialismo como el marxismo desconfiaran del Estado, “declararan
esclavitud el vínculo del derecho y pretendieran poner en su lugar algo más
alto: la llamada voluntad del pueblo o la sociedad sin clases”[17].
Actitud frente a la política
No querer arriesgarse con los conflictos de la polis, es
una actitud burguesa, no cristiana, que recuerda la pregunta de Caín: ¿acaso
soy yo el guardián de mi hermano? Cuando los gentiles acusaban a los primeros
cristianos de desinterés, Tertuliano respondía: “¿Nosotros inútiles? ¿Nosotros
ociosos? No podéis decirlo de quienes comen y visten y se mantienen como
vosotros y entre vosotros. No somos brahmanes o fakires, que vivamos en la
selva, lejos de la vida social” (Apologeticon, 42).
Por su parte, San Agustín agrega: “los que dicen que la
doctrina de Cristo es contraria al bien del Estado, que nos den un ejército de
soldados tales como los hace la doctrina de Cristo, que nos den tales
gobernantes de provincias, tales maridos, tales esposas, tales padres, tales
hijos, tales patronos, tales obreros, tales reyes y jueces, tales
contribuyentes y exactores del fisco, cuales los quiere la doctrina cristiana”[18].
León XIII, en la Encíclica “Inmortale Dei”, señalaba que
no es lícito cruzase de brazos ante las contiendas políticas. Y Pío XII
afirmaba que: “un cristiano convencido no puede encerrarse en un cómodo y
egoísta aislacionismo cuando es testigo de las necesidades y miserias de sus
hermanos” (24-12-1948). También es incorrecto consolarnos con la posible
intervención divina en los asuntos temporales. Que el infierno no prevalecerá
contra la Iglesia está garantizado en el Evangelio, pero en ninguno de sus
pasajes figura que la Argentina no desaparecerá en el siglo XXI. Limitarse a
confiar en un futuro mejor, es confundir la virtud teologal de la esperanza,
con un optimismo suicida. De allí la enseñanza de San Ignacio: hay que confiar
en los medios divinos como si no existieran los humanos; y usar éstos como si
no contásemos con los primeros.
Sobre la justificación de la Política podemos mencionar
dos fundamentos:
a) Moral: si la jerarquía de las ciencias está
relacionada con la perfección del objeto, tiene razón Santo Tomás en que la
Política es la principal de todas las ciencias prácticas y la que las dirige a
todas, en cuanto considera el fin perfecto y último de las cosas humanas[19].
b) Teológico: La política es una forma privilegiada de
apostolado, porque, como enseñaba Pío XI: “cuando más vasto e importante es el
campo en el cual se puede trabajar, tanto más imperioso es el deber. Tal es,
pues, el dominio de la política que mira los intereses de la sociedad entera, y
que bajo este aspecto es el campo de la más vasta caridad, de la caridad
política, de la que podemos decir que ninguna otra le supera, salvo la de la
religión”[20].
León XIII, en la Encíclica “Inmortale Dei”, advierte: “no
querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no
querer prestar ayuda alguna al Bien Común” (§ 22). El mismo Papa, en la
Encíclica Libertas, añade que: “es bueno participar en política, a menos que en
algunos lugares por especiales circunstancias de tiempo y situación se imponga
otra conducta. Más todavía, la Iglesia aprueba la colaboración personal de
todos con su trabajo al bien común y que cada uno en la medida de sus fuerzas
procure la defensa, la conservación y la prosperidad del Estado” (§ 33).
Desde la filosofía, reflexionaba Ortega que el hombre que
sólo se ocupa de la política y todo lo ve políticamente, es un majadero, pero
el hombre que no se ocupa de la política, es un hombre inmoral. Es que la vida
pública y la privada son interdependientes; si la primera se corrompe, la
segunda no puede alcanzar sus fines. Por ello, los hombres se organizan en
torno a instituciones, que pueden favorecer su perfección personal o
perjudicarla. Las estructuras son parte integrante de la polis. A tal punto
que, según Santo Tomás, hay que decir que la ciudad es la misma mirando a la
organización política, de modo que si ésta cambia, aunque permanezcan el mismo
lugar y los mismos hombres, no es la misma ciudad[21].
(Publicado originalmente en la Revista Universitas, del
Instituto Tomás Moro - Universidad Católica Ntra. Sra. de Asunción, Paraguay,
Nº 4, 2002 - texto actualizado al 3-6-08)
3: Actitud política de los católicos frente al
sistema de partidos[22]
1. Uno de los aspectos más criticados de la política
contemporánea es el de la representación. La democracia liberal, cuyos errores
teológicos y filosóficos fueran severamente señalados en los documentos
pontificios[23],
ha derivado en lo que se ha llamado “partidocracia”. Esta comunicación pretende
esbozar un criterio, basado en los principios de la filosofía política
católica, que sirva de guía para la actuación de los católicos en la vida
cívica argentina.
2. La crítica al sistema contemporáneo de partidos está,
obviamente, justificada. Dicho sistema se basa en la llamada democracia
indirecta o representativa, consistente en que, como todo el pueblo -en quien
se supone reside la soberanía- no puede gobernar por sí mismo, debe delegar en
sus representantes la función de gobierno, sin abandonar por ello la soberanía.
Como el gobierno -especialmente el Congreso- debe representar la Voluntad General,
se establece por medio de una ficción jurídica que cada representante
representa, no a los ciudadanos que lo han elegido, sino a todo el pueblo. Con
lo cual se invalida en la práctica la figura invocada del mandato, según la
cual los gobernantes reciben al ser elegidos un mandato del pueblo, para
ejercer en su nombre el gobierno.
En efecto, esta figura se podía aplicar legítimamente
durante la Edad Media, con la monarquía tradicional, pues en las cortes o
asambleas los representantes eran elegidos por un grupo social determinado
(estamentos, ciudades, corporaciones) y únicamente representaban a ese grupo,
con mandato “imperativo” a través de instrucciones precisas que, en caso de no
ser cumplidas fielmente por el representante, el mandato de éste podía ser
revocado.
Por el contrario, en los parlamentos modernos -y ya desde
la Revolución Francesa- se prohíben los mandatos imperativos, y los
representantes ejercen una representación “libre”, es decir que, una vez
elegidos -si bien alegan actuar en nombre del pueblo-, no reciben órdenes de
sus electores y actúan con total independencia.
Por otra parte, todos los representantes son propuestos
al electorado por los partidos políticos, únicas entidades que tienen acceso
legal a los cargos públicos electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de
ciudadanos independientes ni la representación de otros grupos sociales (CN,
Art. 38).
Es por estar basado en el mito de la soberanía popular y
en una falsa teoría de la representación, que el sistema actual de partidos
políticos carece de solidez y produce efectos negativos en la sociedad. “Es
ficción considerar al pueblo susceptible de representación, y como unidad
unificada que confiere mandato; ficción es suponer que el parlamento representa
a la totalidad del pueblo; ficción que los actos de los representantes son
actos del pueblo; ficción que el pueblo gobierna”[24].
Otra distorsión anexa, es el mecanismo electoral que
consiste en convocar periódicamente a los ciudadanos para elegir entre las
listas de candidatos presentadas por los partidos, para cubrir muchos cargos
simultáneamente: Intendente, Concejales, Tribunal de Cuentas Municipal;
Gobernador y Vice, Legisladores Provinciales, Tribunal de Cuentas Provincial;
Diputados y Senadores Nacionales; Presidente y Vice. Resulta difícil para el
ciudadano común conocer a todos los candidatos, ni siquiera de uno de los
partidos; es una forma de votar a ciegas, obligado a optar entre diferentes
listas, sin posibilidad real de elegir, ni de pedir luego rendición de cuentas
a quienes votó, entre otras cosas, porque el voto es secreto y no puede
demostrar el apoyo que les brindó.
3. Durante la vigencia de la monarquía, la actividad
gubernamental estaba a cargo del propio rey y de la nobleza, es decir, el
estamento aristocrático que rodeaba al rey y cuyos integrantes se preparaban
para la guerra y el gobierno. Las cortes o asambleas, ya mencionadas, se
limitaban a informar y asesorar al rey sobre los problemas e inquietudes, y, en
casos excepcionales, a consentir medidas de emergencia como impuestos
especiales, pero la decisión estaba reservada al monarca que representaba la
unidad del reino, al estar por encima de todos los sectores.
Al ser reemplazada la monarquía por el sistema
republicano, surge la necesidad de sustituir a la nobleza en dicho rol, y este
lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los representantes del pueblo,
elegidos a través de los partidos políticos.
4. La alternativa que proponen distinguidos profesores y
publicistas católicos, consiste -explícita o tácitamente- en sustituir el
régimen de partidos por: a) una participación activa en la vida socio-política
de los cuerpos intermedios; y b) la dictadura como forma de gobierno.
Los cuerpos intermedios son las asociaciones ubicadas
entre la familia y el Estado, que persiguen un fin común (sindicatos, entidades
profesionales, cámaras empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales,
cooperadoras escolares, etcétera). Toda sociedad contiene en su seno infinidad
de entidades y grupos mediante los cuales los hombres tratan de lograr
objetivos que sirven a su perfección. Un sano orden social requiere la
aplicación del principio de subsidiariedad que demanda que el Estado no absorba
las actividades que pueden realizar eficazmente las asociaciones inferiores. En
virtud de este principio, la Iglesia siempre sostuvo que los cuerpos
intermedios deben gozar de la mayor autonomía posible y ocuparse de muchas
tareas que hoy el Estado tiene a su cargo y le impiden ejercer correctamente el
rol que le compete como gestor del Bien Común. Asimismo, mediante la
interconexión y colaboración mutua, los cuerpos intermedios pueden constituir
organismos que resuelvan por sí mismos ciertos problemas sociales y económicos,
evitando la lucha de clases: es lo que se llama corporativismo u organización
profesional.
En este sistema, los grupos intermedios se van
articulando hasta formar un Consejo o Cámara nacional en la que se hallan
representados todos los grupos e intereses sociales existentes en la sociedad,
con la finalidad de asesorar al gobierno, o, incluso, cumplir funciones
legislativas. No cabe duda de que este sistema, recomendado por el magisterio
pontificio -especialmente en la Encíclica “Cuadragésimo Anno”-, permite un
mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez impide los posibles abusos del
Estado, pero no puede asumir -en exclusividad- la conducción de éste, ni
ocuparse de la actividad específicamente política.
“Es verdad que estos grupos, si bien necesarios, cada uno
según su propia finalidad específica, representan sólo intereses delimitados y
parciales, no el bien universal del país. No tienen, por consiguiente,
competencia para participar en aquellas decisiones superiores que son peculiares
del supremo poder político, primer responsable del bien común” (Carta de la
Secretaría de Estado del Vaticano a la XXVI Semana Social de España,
18-3-1967).
5. Es por eso que, inevitablemente, cuando no se quiere
aceptar la existencia de los partidos, se busca una monarquía sin corona: la dictadura.
“Sólo la institución de la Dictadura, encarnada en una personalidad central y
un equipo de hombres...puede realizar la Revolución Nacional” (Cabildo, julio
de 1981). No negamos que pueda resultar inevitable y hasta conveniente
establecer un gobierno de facto para producir un cambio integral en nuestro
país, desquiciado hasta extremos difíciles de revertir, luego de tantos años de
influencia liberal. Pero ocurre que, por definición, la dictadura es “una fórmula
de transición”, que no “puede prolongarse indefinidamente”[25].
Sus creadores, los romanos, limitaban su duración a seis
meses; aunque aquí se prolongara seis años, ¿bastaría ese lapso para producir
los cambios necesarios? Las dictaduras nacionales de Franco, en España, y de
Oliveira Salazar, en Portugal, que se extendieron por más de 30 años,
demuestran que no es así. Por eso, la alternativa comentada, como reemplazo de
la partidocracia, no nos parece satisfactoria como solución factible y útil.
6. Hecho el análisis precedente, se advierte que la
empresa de reconstruir el orden social no es sencilla ni fácil, y los católicos
debemos aceptar la guía de la Iglesia, cuya experiencia milenaria resulta
invalorable, sin olvidar que es depositaria de la Verdad. Pues bien, la
doctrina de la Iglesia en materia de regímenes políticos, nos enseña que, en el
terreno de las ideas, los católicos pueden preferir uno u otro, incluso llegar
a precisar cuál es el mejor, en abstracto, puesto que la Iglesia no se opone a
ninguna forma de gobierno legítimo. Pero, en cada sociedad, las circunstancias
históricas van creando una forma política específica, que rige la selección y
reemplazo de los gobernantes. Y, como toda autoridad proviene de Dios, cuando
se consolida de hecho un régimen político determinado, “su aceptación no
solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la
necesidad del bien común...”[26].
7. En nuestro país, existe desde hace 198 años la forma
republicana de gobierno, que no podemos desconocer, como tampoco negar la
vigencia de la Constitución que le dio fuerza legal, sin desviarnos de la doctrina
que acabamos de citar. A partir de estas realidades es que debemos desplegar
nuestro esfuerzo por mejorar el funcionamiento de la sociedad en que la
Providencia nos ha colocado.
Por otra parte, la actuación de los partidos no es
necesariamente mala. En efecto, en todos los tiempos, los hombres se han
agrupado en torno a líderes, ideas o intereses, para tratar de influir en la
conducción de la sociedad, incluso cuando regía la monarquía y existía la
aristocracia. La parte no siempre constituye una facción, ni la discrepancia
afecta al bien común, mientras se mantenga dentro de ciertos límites. Por eso
la Iglesia reconoce como legítima “la diversidad de pareceres en materia
política...La Iglesia no condena en modo alguno las preferencias políticas, con
tal que éstas no sean contrarias a la religión y la justicia”[27].
8. Ahora bien, ya hemos dicho que los grupos sociales
intermedios -que por ser intermediarios entre la familia y el Estado, son
infrapolíticos- no pueden asumir la conducción del Estado ni ejercer la
actividad específicamente política.
En primer lugar, porque los intereses sociales
contrapuestos no pueden, en muchos casos, lograr un acuerdo, necesitando
entonces la intervención del Estado, que se halla por encima de dichos
intereses de sector. “No hay más solución que atribuir la decisión definitiva
de los conflictos de intereses entre los grupos profesionales, a una autoridad,
creada con arreglo a una ley ajena al principio corporativo; o bien a un
parlamento elegido por todo el pueblo, o a un órgano de complexión más o menos
autocrática”[28].
Por otra parte, “...cada estructura intermedia no expresa
al hombre en su totalidad. A través de ellas, el hombre se expresa en tanto
trabajador, como jefe de familia, como vecino de un municipio, como empresario,
como profesional, como técnico. Pero para lograr el hombre falta algo; eso
único e incomunicable que constituye la persona; el hombre es más que la suma
de sus expresiones parciales y a veces contradictorias que expresan los grupos.
Me parece imposible, cualquiera sea el lugar que le corresponda a los cuerpos
intermedios en la determinación de la política, eliminar la voz del hombre”[29].
Además, la eficacia de los representantes de los grupos
sociales está dada por el conocimiento, la competencia, que poseen en el manejo
de la actividad que representan, pero la mayoría de ellos no poseen las
cualidades requeridas por la actividad política, ni pueden dejar de defender
los intereses del propio grupo o estamento, sin perder la condición de
dirigentes del mismo. Por ello, la conducción global de la sociedad, que
compete al Estado, debe estar reservada a un tipo de personas con
características especiales.
“El hecho natural de la existencia de un estamento
dirigente de la vida política,...se conecta con la doctrina clásica de la
vocación, según la cual en los hombres existen aptitudes naturales para los
diversos oficios que requiere la comunidad, incluso para el más elevado, esto
es, el oficio político, pues, como decía Aristóteles, hay hombres cuya tarea
propia parece ser la de gobernar a los demás”[30].
9. Entonces, ¿a través de qué medios puede seleccionarse
a los hombres que habrán de gobernar en un sistema republicano, y en qué tipo
de entidades habrán de agruparse de acuerdo a sus preferencias políticas? En el
mundo contemporáneo, en la casi totalidad de Estados, existen sistemas
pluripartidarios o de partido único; las pocas excepciones consisten en Estados
con gobiernos militares. Pero, aún en esos casos, la experiencia del último
siglo indica que, luego de períodos transitorios, se produce “el eterno retorno
de los partidos”[31].
No se ha logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda
prescindir de los partidos en la actividad política.
Como reconoce el Concilio Vaticano II: “Es perfectamente
conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras
político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación
alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre
y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad
política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos
de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de
los gobernantes” (Constitución Gaudium et Spes, p. 75).
El profesor Félix Lamas ha explicado, con mucha claridad,
que los partidos: “Pueden considerarse de existencia necesaria en la misma
medida en que es inevitable una cierta dosis de discordia en toda
comunidad...”, y por ello es que hay “un margen funcional admisible en los
partidos: pueden constituir vehículos de opinión o canales del querer sobre
cuestiones opinables, cuando éstas no encuentren adecuada expresión a través de
las comunidades naturales, vgr.: la postulación de candidatos o el
sostenimiento de un determinado programa conforme con el bien común” (Cabildo,
setiembre de 1982).
Un publicista de tanto prestigio como Messner reconoce
que no se puede negar que: “El derecho de formación y de la actividad de los
partidos en el Estado moderno pertenezcan a los derechos naturales”[32].
Por su parte, Creuzet añade: “Acontece también que su existencia resulta el
único medio de contrabalancear el poder tiránico de un Estado descarriado... En
este caso, los partidos de la oposición se transforman en verdaderos cuerpos
intermedios, apoyo de las personas, de las familias, de los otros cuerpos
sociales, en su justa resistencia contra la tiranía”[33].
Debe reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca, la
actividad gubernamental es tremendamente compleja y requiere una formación
adecuada, que se adquiere luego de muchos años de estudio y experiencia.
Precisamente, porque no aceptamos la ilusión populista de que cualquier persona
puede desempeñar un cargo público, ni bastan la honestidad y el patriotismo
para gobernar con eficacia, es que pensamos que resulta imprescindible
constituir grupos de hombres con auténtica vocación política, que se preparen
seriamente para gobernar. Y, por ahora, no hay otra vía idónea que la que
ofrecen los partidos, que se fundamentan -o deberían hacerlo- en una
cosmovisión global y elaboran programas con las soluciones que proponen para
cada uno de los problemas que debe afrontar el Estado.
10. Sostenía Pío XII: “muchos de los que se dicen
cristianos tienen su parte de responsabilidad en el actual trastorno de la
sociedad”, debido a “la indiferencia por los asuntos públicos”, “la abstención
electoral, de graves consecuencias”, y a “la crítica estéril de la autoridad”[34].
Esta grave advertencia del Pontífice, nos lleva a reflexionar sobre cuál debe
ser la actitud política de los católicos en la vida cívica contemporánea.
Consideramos que no pueden negarse a intervenir en ella,
por defectuosa que sea la forma actual de las instituciones. León XIII enseñó
al respecto que: “No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo
que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del
Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo
posible, al servicio sincero y verdadero del bien público... “[35].
Del modo que describe el Papa, actuaban los primeros
cristianos, en pleno paganismo, llegando su influencia benéfica hasta la propia
corte imperial de Roma. Si en este siglo se ha producido un alejamiento de los
católicos de la actividad política, ello se debe a un menosprecio de la misma
-la "cenicienta del espíritu", según Irazusta-, y a una cierta pereza
mental que rehuye imaginar soluciones eficaces para enfrentar los problemas
espinosos que plantea la época. Esta abstención es “reprobable”, según Pío XII,
pues implica “dejar el campo libre, para que dirijan los asuntos del Estado, a
los indignos y a los incapaces” (Discurso, 28-3-1948).
Así como alguien llamado a la vida religiosa no podría
ignorar su vocación aludiendo a las imperfecciones de muchos de los pastores
que conducen hoy a la Iglesia, tampoco quien posea vocación política puede
reprimirla porque no le satisfagan las actuales circunstancias de la vida
cívica. Y como la vocación política tiene que ejercitarse por los cauces
existentes, la actitud correcta consiste, a nuestro juicio, en aceptar el
sistema de partidos, procurando su perfeccionamiento. Que no es imposible ni
inútil la empresa, lo demuestra la actuación de tantos dirigentes católicos del
último siglo que, sin renegar de su fe, trabajaron en este campo en consonancia
con el bien común. Mencionaremos sólo tres casos de políticos, que están en
proceso de beatificación:
-Giorgio La Pira (Alcalde de Florencia)
-Robert Schuman (uno de los fundadores de la Unión
Europea)
-Julius Nyerere (Presidente de Tanzania, durante 25 años)
Para finalizar, recordemos la advertencia de Juan Pablo
II, al decir que los fieles: “de ningún modo pueden abdicar de la participación
en la política”.
“Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de
egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres de
gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como
también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro
moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los
cristianos en relación con la cosa pública”[36].
4: Mal menor en las
elecciones políticas. Votar: ¿optativo o moralmente obligatorio?[37]
1. Es lugar común en la Argentina la queja sobre el mal
funcionamiento del sistema político, y sobre la calidad de la mayoría de los
dirigentes. Por eso, en los últimos años -en especial desde la crisis de 2001-
se han lanzado muchos proyectos para intentar mejorar dicho sistema político.
El principal problema es que la misma base teórica en
nuestro sistema institucional parte de un principio falso: la soberanía
popular, que consiste en conferir al pueblo la atribución ontológica del poder.
Esta teoría ha quedado consolidada jurídicamente en nuestra Constitución
Nacional con la reforma de 1994. En efecto, el nuevo Art. 37 garantiza el
ejercicio de los derechos políticos con arreglo al principio de la soberanía
popular. Bidart Campos (1961) demuestra que los supuestos en que se basa esta
tesis son científicamente falsos:
Es ficción considerar al pueblo como susceptible de
representación, y como entidad unificada que confiere mandato; ficción es
suponer que el parlamento representa a la totalidad del pueblo; ficción que los
actos de los representantes son actos del pueblo; ficción que el pueblo
gobierna.
2. Ahora bien, que señalemos los errores en que se basa
la legislación vigente, no nos autoriza a abandonar el campo de la vida cívica.
En primer lugar, pues la realidad indica que la teoría democrática no es más
que una máscara totemística, y la partidocracia -que implica desmentir la
teoría- se impone al margen de las elucubraciones y de las normas. Cuando el
electorado es convocado a las urnas, participa en una especie de ballotage,
para seleccionar de entre los candidatos que han sido previamente postulados
por los partidos.
En segundo lugar, no es correcto cuestionar un
ordenamiento institucional por que sean discutibles sus fundamentos
intelectuales (Palacio, 1973). En el plano de las ideas es lícito preferir un
régimen político que consideremos el mejor, pero, en toda sociedad se impone,
con el tiempo, una forma determinada de selección y reemplazo de los
gobernantes. Si esa forma no afecta de manera directa la dignidad humana, y
rige de hecho en una sociedad, su aceptación no solamente es lícita, sino
incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común[38].
3. En la Argentina tiene vigencia, desde 1853, un
ordenamiento constitucional, que, como se ha dicho (Lamas, 1988) es tributario
de una serie de pactos y compromisos en el curso de los acontecimientos
políticos nacionales, y rige, desde entonces, con una aceptación pacífica y
estable, lo que le confiere legitimidad.
Consideramos inaceptable, entonces, la actitud de algunos
distinguidos intelectuales de negarse a participar en la vida cívica, por
considerar cuestionable la misma Constitución y el sistema electoral que de
ella deriva, y promover la abstención como única conducta válida para quienes
rechazan la teoría de la soberanía popular[39]. Por el contrario,
la obligación moral de participar será tanto más grave, cuanto más esenciales
sean los valores morales que estén en juego (Malinas, 1959).
Participación en política
4. Luego de esta introducción, podemos abocarnos al
tratamiento de la doctrina del mal menor en el proceso electoral. La historia
nos muestra que en todas las épocas y en todos los países, el sufragio ha sido
utilizado normalmente como instrumento de selección de las autoridades
políticas. Es un modo de poner en acto el derecho natural del ciudadano de
participar en la vida pública de su sociedad (Martínez Vázquez, 1966). En todos
los tiempos y lugares, se han elegido magistrados, reyes, presidentes y hasta
dictadores, sin que de ello se derivara necesariamente un mal para la sociedad.
Y la forma republicana de gobierno, que fija nuestra Constitución, implica la periódica
elección de autoridades, lo que no es objetable moralmente[40],
por el contrario, existe la obligación moral de votar, salvo excepciones[41].
5. Estimamos que, sostener en vísperas de toda elección,
que es inútil y hasta una falta moral ejercer el voto, pues todos los
candidatos son malos y todos los programas defectuosos, revela una apreciación
equivocada de la actividad política. Precisamente en una época histórica
caracterizada por problemas sumamente complejos y una gran confusión de ideas,
se hace más necesario que nunca acudir a la política para procurar resolver los
problemas. Rehusarnos a intervenir en la vida comunitaria porque no nos gusta
lo que vemos, equivale a avalar la continuidad de lo existente. Destaca Tomás
Moro (1944): Si no conseguís realizar todo el bien que os proponéis,
vuestros esfuerzos disminuirán por lo menos la intensidad del mal.
6. Tampoco es correcta la impresión de que la política
necesariamente conduce a la corrupción, como afirmaba Lord Acton. Es cierto que
el poder es ocasión de peligro moral, lo que ocurre, asimismo, con otras
cualidades humanas, como la inteligencia, la cultura, la belleza, la riqueza,
lo que no significa que merezcan calificarse de intrínsecamente malas. Puesto
que la autoridad ha sido creada por Dios, su ejercicio no puede ser malo en sí
mismo[42].
7. Suele alegarse que la decisión de no participar en un
proceso electoral, deviene de una obligación de conciencia. Ahora bien, la
conciencia debe estar iluminada por los principios y ayudada por el consejo de
los prudentes. No es posible identificar la conciencia humana con la
autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva de sí y del propio
comportamiento moral (Ratzinger, 1998)[43]. Por otra parte,
como señala el Prof. Tale (2006), el abstenerse de hacer algo por objeción de
conciencia es válido, si es la única manera de no afectar el principio en que
se funda: no dañar. Y, en muchos casos, la objeción de conciencia no basta para
cumplir con el deber moral de participar en la vida comunitaria. Antes de
invocar la obligación de conciencia, cada persona debe procurar disponer de la
información necesaria para evaluar correctamente a los partidos que se
presentan a una elección, así como a los candidatos respectivos. Como ejemplo,
podemos citar la última elección presidencial en la Argentina (2003), a la que
muchos ciudadanos concurrieron, creyendo que sólo se presentaban cinco
candidatos, cuando en realidad fueron dieciocho, de los cuales, por lo menos
cuatro no merecían ninguna objeción a quien profese los principios del derecho
natural.
8. Como explica Bargallo Cirio (1945): Adecuarse a las
circunstancias es sólo contar con ellas para actuar. Para defenderlas o
apoyarlas cuando se deba, o para atacarlas, torcerlas o dominarlas, cuando sea
necesario. (...) La acción política es antes que nada humilde contacto con la
realidad.
Criticar la realidad social contemporánea, despreciándola
por comparación con alguna forma que existió históricamente, o con un esquema
de lo óptimo, implica caer en el utopismo. Es preciso conocer la realidad, tal
cual es, antes de intentar mejorarla. No es racional desconocer la fuerza de
los hechos. Reconocer que no podemos modificar una situación injusta, no
equivale a convalidarla. Tras las ilusiones, vienen las frustraciones, y la
conciencia de la miopía padecida conduce, finalmente, a la abominación del
objeto, en nuestro caso de la política (Ayuso Torres, 1982).
9. Para cada sociedad política, pueden existir,
simultáneamente, tres concepciones del régimen político: el ideal, propuesto
por los teóricos; el formal promulgado oficialmente; y el real - o constitución
material-, surgida de la convivencia que produce transformaciones o mutaciones
en su aplicación concreta. De modo que negarse a reconocer una constitución
formal, implica, a menudo, enfrentarse con molinos de viento, limitándose a un
debate estéril, porque, además, no se tiene redactada la versión que se
desearía que rigiera.
Por eso, como enseña Pablo VI: “La apelación a la utopía
es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas
concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es
una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas”[44].
La Constitución Nacional (Art. 38) reserva la postulación
de candidatos a cargos públicos electivos, a los partidos políticos, por lo que
la única forma de participar en la vida cívica es a través de los mismos, ya
sea incorporándose a uno, creando uno nuevo, o simplemente votando por el más
afín.
Aplicación del mal menor
10. Afirma Santo Tomás que: Cuando es forzoso escoger
entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquélla se debe elegir
de que menos mal se sigue[45]. Por cierto que
nunca es lícito, ni aún por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente
desordenado, pero sí es lícito tolerar un mal moral menor a fin de evitar un
mal mayor o de promover un bien más grande[46].
Aplicando la doctrina, al tema eleccionario, el Prof.
Palumbo (2004) explica que: “En el caso concreto de una elección, al votarse
por un representante considerado mal menor, no se está haciendo el mal menor,
sino permitiendo el acceso de alguien que posiblemente, según antecedentes, lo
hará”.
11. En ocasiones, el ciudadano no tiene la posibilidad de
elegir entre varios partidos, pues ninguno le ofrece garantías mínimas, al
presentar plataformas que permiten prever acciones perjudiciales para la
sociedad, o declaraciones de principios que contradicen la ley natural. En esos
casos, tiene el deber de abstenerse de votar. Pero no es habitual que no haya
ningún partido aceptable; por lo tanto, aunque no le satisfaga totalmente, debe
votar al partido que parezca menos peligroso. Al proceder así, no está avalando
aquellos aspectos cuestionables de su plataforma, sino, simplemente, eligiendo
el mal menor (Haring, 1965).
Voto útil
12. A menudo se exhibe, incorrectamente, al llamado voto
útil, como ejemplo de mal menor. El voto útil consiste en que el elector
otorgue su voto a un partido que tiene posibilidades de ganar, aunque no sea el
que más le atrae, para que el voto no se desperdicie. Este enfoque pragmático
tiene ribetes de exitismo, cuando no de cobardía. El mal menor no se vincula
con el maquiavelismo político, que admite hacer un mal para obtener un bien, lo
cual es siempre ilícito. El mal menor consiste en tolerar un mal, no
realizarlo. Un caso típico es el de la ley seca, en Estados Unidos; la
experiencia indicó que prohibir el consumo de alcohol era más perjudicial que
tolerarlo.
Votar un partido que carece de posibilidades de obtener
ni siquiera una banca de concejal, no es una acción inútil. Si el partido
satisface las expectativas, pues defiende principios sanos y presenta una
plataforma que convendría aplicarse, y/o postula a dirigentes capaces y
honestos, merece ser apoyado. El voto, en este caso, servirá de estímulo para
quienes se dedican a la política en esa institución, les permitirá ser
conocidos, y facilitará una futura elección con mejores perspectivas.
El concepto de cleavage
13. Los politólogos utilizan el concepto de cleavage,
entendido como línea divisoria entre las distintas opciones electorales, ya que
el análisis de los sufragios emitidos muestran que la mayoría de los electores
deciden su voto en base a cuestiones concretas evaluadas según su posición
previa respecto de ellas (Paramio, 1998). Si bien es admisible que el voto esté
influenciado por el grupo social de pertenencia, es falso que sean los
intereses quienes determinen las preferencias electorales, pues éstas nunca son
unidimensionales. Normalmente, los electores votan al partido que se aproxima
más a sus propias preferencias, de acuerdo a las propuestas de la plataforma
respectiva. De allí que pueda estimarse que se da una relación de identificación
entre los electores y un partido, que los lleva a apoyarlo por considerar que
es una opción satisfactoria, en base a los antecedentes, en cuanto a los
programas y los candidatos. Esta identificación representa un estímulo para
superar la tendencia al abstencionismo o a pensar que todos los políticos son
iguales.
Sin embargo, en vísperas de una elección cada partido
debe definir posiciones sobre múltiples temas, siendo difícil que el ciudadano
pueda compartir lo que se propone en todos ellos. La identificación, entonces,
se acentúa en algunas cuestiones que cada persona considera más relevantes
según su escala de valores. La forma en que se pronuncien los partidos sobre
dichas cuestiones termina de decidir el voto en cada ocasión.
14. Se ha dicho que la clásica división de izquierda y
derecha, se mantiene aunque con otro contenido, y acota Hernández (2001) -en
referencia a la vida práctica jurídica- que la divisoria en las ideas pasa hoy
por las oposiciones: individualismo-solidarismo y cultura de la muerte-cultura
de la vida. Agrega Tale (2006), que es necesario defender un derecho natural
completo, para no limitarnos a la protección de la vida, descuidando las
cuestiones económicas y políticas donde también debe cumplirse el orden
natural.
En el último documento del Magisterio Pontificio
-Sacramentum Caritatis- se señala la grave responsabilidad social de decidir
correctamente, cuando están en juego valores que no son negociables:
-Defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su
fin natural;
-La familia fundada en el matrimonio entre hombre y
mujer;
-La libertad de educación de los hijos;
-La promoción del bien común en todas sus formas[47].
Esta orientación puede servir de guía para el análisis de
las plataformas electorales y decidir el voto, ya que se concentra en los temas
esenciales.
Opción electoral
15. En base a lo expuesto, la opción electoral no resulta
tan difícil, puesto que nuestra adhesión a los principios, y la información
recopilada, nos van a indicar el camino correcto entre las distintas
posibilidades:
1. Anular el voto: no resulta una opción válida,
en ningún caso, y denota una actitud infantil de desquite imaginario contra los
malos dirigentes.
2. Votar en blanco: debe distinguirse entre dos
aspectos:
a) parcial: es decir, votar en blanco, para algunos
niveles de gobierno o determinados cargos; esto es admisible, en muchas
elecciones.
b) total: el voto en blanco para todos los cargos y
niveles, únicamente puede admitirse en casos excepcionales, cuando todos los
partidos y candidatos resulten inaceptables o peligrosos. Si tenemos en cuenta
que en este año electoral, habrá que votar por cargos agrupados en 9 o 10
boletas, y optar entre una docena de partidos o frentes, según el distrito, es
prácticamente imposible que no haya ningún candidato aceptable.
3. Abstenerse: si se da la situación descripta
anteriormente, esta opción parece más lógica que concurrir al comicio para
introducir en la urna un sobre vacío. Consideramos, que en la Argentina, hubo
un sólo caso justificable para la abstención -o el voto en blanco total-, que
fue la elección de convencionales constituyentes de 1957.
Es inaceptable esta opción cuando está en juego una decisión
crucial para la comunidad. Un ejemplo reciente ilustra al respecto: en el
referéndum sobre el aborto, realizado en Portugal, el 56 % de los ciudadanos se
abstuvo; esto permitió que los partidarios del aborto obtuvieran la mayoría de
los votos positivos, y si bien no se alcanzó el mínimo legal requerido, el
gobierno quedó fortalecido y pudo aprobar la ley respectiva en el Parlamento.
4. Voto positivo: puede desagregarse esta opción
en varias alternativas:
1. Votar por un partido que satisface íntegramente, para
todos los niveles.
2. Votar a varios partidos simultáneamente, seleccionando
los mejores candidatos en cada caso.
3. Votar a un partido y/o candidato, pese a merecer
objeciones, aplicando la doctrina del mal menor.
Conclusión
La participación en la vida cívica incluye varias
acciones, pero el modo más simple y general de participar en un sistema
republicano, es el ejercicio del voto, y ninguna causa justifica el
abstencionismo político pues equivale a no estar dispuesto a contribuir al bien
común de la propia sociedad. Si, como afirma Aristóteles, es imposible que esté
bien ordenada una polis que no esté gobernada por los mejores sino por los
malos[48],
resulta imprescindible la participación activa de los ciudadanos para procurar
seleccionar a los más aptos y honestos para el desempeño de las funciones
públicas. Consideramos que en esta compleja actividad, resulta necesario
utilizar la antigua doctrina del mal menor, como aplicación concreta de la
virtud de la prudencia que debe regir la acción política.
Referencias:
Ayuso Torres, Miguel (1982). “La política como deber:
sentido y misión de la caridad política”; en: “Los católicos y la acción política”;
Actas de la XX Reunión de Amigos de la Ciudad Católica, Madrid, Speiro, pág.
353.
Bargallo Cirio, Juan M.(1945) “Ubicación y proyección de
la política”; Buenos Aires, Colección ADSUM, Grupo de Editoriales Católicas,
págs. 45/46.
Bidart Campos, Germán José (1961). “Doctrina del Estado
democrático”; Buenos Aires, EJEA, pág. 186.
Haring (1965). “La ley de Cristo. La teología moral
expuesta a sacerdotes y seglares”; Barcelona, Herder, t. II, págs. 124/134).
Hernández, Hector H. (2001). “Interpretación, principios
y derecho natural”; cit. p.: Tale, op. cit., pág. 11.
Lamas, Félix Adolfo (1988). “La Constitución Nacional.
Sus principios de legitimidad y su reforma”; en: Moenia, Nº XXXIII, págs.
11/40.
Malinas-Unión Internacional de Estudios Sociales (1959).
“Código de Moral Política”; Santander, Sal Terrae, pág. 91.
Martínez Vázquez, Benigno (1966). “El sufragio y la idea
representativa democrática”; Buenos Aires, Depalma, págs. 20, 25, 31.
Moro, Tomás (1944). “Utopía”; Buenos Aires, Sopena
Argentina, pág. 64.
Palumbo, Carmelo (2004). “Guía para un estudio
sistemático de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, CIES, pág. 150.
Paramio, Ludolfo (1998). “Clase y voto: intereses,
identidades y preferencias”; Ponencia presentada en el VI Congreso Español de
Sociología, A Coruña, 24/26-9-1998 (tomado de:
www.iesam.csic.es/doctrab1/dt-9812.htm)
Ratzinger, Joseph (1998). “Verdad, valores, poder.
Piedras de toque de la sociedad pluralista”; Madrid, Rialp, pág. 54.
Tale, Camilo. “La lucha por el Derecho Natural verdadero
y completo”; en: El Derecho, Serie Filosofía del Derecho, Nº 11.539, 28-6-06,
págs. 11 y 12.
----------------------------------------------------------------------------------------------
II
DOCTRINA POLÍTICA DE LA IGLESIA[49]
El Papa recientemente electo, Benedicto XVI, expresó en
una homilía, poco antes de su proclamación[50]: “La pequeña barca
del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las
olas, zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el
libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago
misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc.” Por eso, parece
oportuno indagar si la Iglesia Católica posee una doctrina política, y en qué
consiste.
Pueden dudar algunos sobre la necesidad de que la Iglesia
tenga una doctrina política, puesto que la misión que Cristo le confió es de
orden religioso. Pero, precisamente, de esa misión se desprenden luces que
sirven para ayudar al mejor funcionamiento de la comunidad humana, de una forma
coherente con la fe. Como afirma el Concilio Vaticano II: “Se equivocan los
cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues
buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin
darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto
cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno” (Gaudium et
Spes, 43).
I) La política
En primer lugar, debemos dilucidar en qué consiste la
política. Siguiendo a Santo Tomás, Keraly define a la política como “la ciencia
encargada no solamente de estudiar sino también de conducir y de mantener a la
ciudad en su finalidad específica”[51]. La política, así
entendida, pertenece a las ciencias prácticas, porque -señala Sto. Tomás- “la
ciudad es una cierta entidad respecto de la cual la razón humana no sólo es
cognoscitiva, sino también operativa”[52], debiendo
incluirse entre las ciencias morales y no entre las ciencias productivas porque
“la ciencia política tiene por objeto el ordenamiento de los hombres”[53].
Y es la ciencia arquitectónica respecto de todas las demás ciencias prácticas,
de allí que Aristóteles diga que la filosofía de las cosas humanas culmina con
la política.
De acuerdo a la definición de Keraly, la política abarca
dos aspectos complementarios:
a) un cuerpo de conocimientos teóricos y normativos
fundado en una labor científica cuyo modo es especulativo y cuyo procedimiento
es analítico (obra de la razón);
b) un conjunto de aptitudes y de disposiciones
activamente ordenadas al bien común de la ciudad, especie de saber hacer moral,
cuyo modo es práctico y cuyo procedimiento es sintético (obra de la prudencia).
Entonces, la política es ciencia y prudencia[54].
II) Doctrina política de la Iglesia
La observación de la realidad nos muestra un Orden
Natural, del que se desprenden principios inmutables de validez universal,
conforme a los cuales tiene que organizarse y desarrollarse la vida política y
social. Orden natural que no es fruto de la creación humana sino que el hombre
descubre con su razón, sin poder crearlo conforme a su voluntad. La doctrina de
la Iglesia defiende la existencia de esos principios normativos de la ciencia
política, no como algo que la Revelación enseña, sino como principios que nos
muestra el orden de la naturaleza. Por eso, los principios políticos no son
exclusivos de la doctrina católica; pero no es incorrecto decir que existe una
doctrina política católica, puesto que la Iglesia sostiene que el orden de la
naturaleza es obra de Dios, y al derivarse de este orden los principios de esa
doctrina, tales principios forman parte integrante de la doctrina católica.
Lo que añade la Revelación, es que existe un bien común
trascendente, distinto y superior al bien común inmanente. Por ello, como las
verdades procedentes de la Revelación, en cuanto que reveladas son patrimonio exclusivo
de la doctrina católica, la doctrina política confirmada por la Revelación
resulta ser una doctrina política católica.
Como dijimos que la política es ciencia y prudencia,
debemos determinar si este segundo aspecto también está incluido en la doctrina
política católica. Para la convivencia en paz de la sociedad, y la procuración
del bien común, es preciso respetar los principios inmutables de la ciencia
política. Pero, como el hombre es libre, el cumplimiento de esos principios no
está asegurado, y, además, la organización de la sociedad debe tener en cuenta
las circunstancias concretas de la comunidad respectiva, de la historia, de las
costumbres, de los recursos disponibles, etcétera.
Sobre la determinación de los medios para lograr el bien
común, la Iglesia señala que eso corresponde al poder civil, al Estado. No
obstante, ningún acto humano es moralmente indiferente, ni puede juzgarse
solamente por los resultados. El bien común temporal es un bien perfectivo del
hombre, que comprende bienes externos, bienes del cuerpo y bienes del alma.
Así, la política está sujeta a la moral. Tanto por el fin que se pretende
alcanzar con la acción política, como por la propia actuación ejecutada para
ello. Y si bien la Iglesia no determina qué medios hay que utilizar, en cambio
señala de modo concreto que la actuación de los hombres en política -como en
cualquier otra cuestión- tiene que estar sujeta a las normas de la moral y que
los medios utilizados han de ser moralmente lícitos. Pío XII afirmaba que “como
faro resplandeciente, la ley moral debe con los rayos de sus principios dirigir
la ruta de la actividad de los hombres y de los Estados...” (Radiom. “Nell
Alba”, 1942).
En conclusión, la doctrina política católica “es el
conjunto ordenado de principios generales, que permanecen por encima de los
acontecimientos, cualquiera que ellos sean” (Jean Ousset).
III) Contenido de la doctrina
La concepción católica de la política está formulada
especialmente en las Encíclicas:
-de León XIII, Diuturnum illud; Inmortale Dei; Libertas;
Au millieu des sollicitudes;
-de Pío XII, Summi Pontificatus; Benignitas et humanitas;
Los Papas posteriores agregaron otros documentos, hasta
culminar con la Centesimus Annus, de Juan Pablo II. Pero para esta exposición
nos puede convenir detenernos en la Pacem in Terris, de Juan XXIII, pues en
ella se advierte una evolución en la doctrina. Evolución que es progreso de la
doctrina misma, perfección y desarrollo de sus principios, en cuanto estos,
fundados en la Revelación, se apoyan al mismo tiempo en la razón natural del
hombre. Entonces, la doctrina se desenvuelve descubriendo nuevos principios o
dando nuevas formulaciones a los ya conocidos.
Además, los principios doctrinarios deben aplicarse a la
realidad, en función de una situación y de una circunstancia concretas. Claro
que, el principio no se funda en la situación -como pretenden algunos teólogos-
sino que se proyecta y se adecua a ella, porque no es el principio el que es
relativo, sino las circunstancias y el tiempo en que se realiza.
El condicionamiento de una realidad histórica no sólo
gravita sobre la interpretación de los principios, sino que afecta incluso a la
enunciación histórica de los principios mismos. Así, por ejemplo, cuando Pío XI
enunció el principio de subsidiariedad, la existencia de regímenes totalitarios
en varios países europeos, hizo que se entendiera como la afirmación de un
límite del poder estatal.
La doctrina política pontificia, aunque tenga un
fundamento universal, es histórica. Por eso, debe evaluarse la doctrina
política de cada pontificado en razón de los problemas dominantes en su época.
León XIII, en el apogeo del liberalismo y de la
persecución a la Iglesia, fue el papa de la autoridad y del bien común, de la
distinción entre el orden natural y sobrenatural, como propios del Estado y de
la Iglesia.
Pío XI, frente al auge del estatismo, y del
capitalismo avanzando sobre el poder, enunció los derechos de la sociedad y de
los grupos sociales intermedios, y denunció el imperialismo internacional del
dinero.
Pío XII, con la realidad de países
totalitarios en guerra, afirmó la dignidad de la persona humana como principio
y fin de la vida social.
Juan XXIII, en una época de interdependencia
creciente, y ante la amenaza de una guerra atómica, resalta la comunidad
universal como constante del pensamiento cristiano y de la necesidad de una
autoridad internacional.
La doctrina política integra la Doctrina Social de la
Iglesia, y para ella rigen entonces las dos notas señaladas por Pío XII[55]:
-”Es obligatoria; nadie puede apartarse de ella sin
peligro para la fe y el orden moral”.
-”...esta doctrina está fijada definitivamente y de
manera unívoca en sus puntos fundamentales, ella es con todo lo suficientemente
amplia como para adaptarse y aplicarse a las vicisitudes variables de los
tiempos, con tal que no sea en detrimento de sus principios inmutables y
permanentes.”
Por eso es necesario distinguir en los documentos: lo
doctrinal y lo prudencial. Únicamente integran la doctrina los principios sobre
los que existe continuidad en los documentos, pues esa convergencia excluye
toda posible duda.
IV) Síntesis de la Doctrina Política de la Iglesia
(según la Enc. Pacem in Terris)
1. La dignidad de la persona como principio de la
concepción cristiana del orden político
La encíclica afirma de una forma inequívoca y radical
desde sus primeros párrafos, como fundamento de la convivencia, la dignidad de
la persona humana. Este es, sin duda un principio tradicional del pensamiento
cristiano, que había sido revalidado, cada vez con mayor firmeza, por los papas
Pío XI y Pío XII. Este principio se define afirmando que todo ser humano es
persona, es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y voluntad libre. Y
subrayando la universalidad del principio, Juan XXIII aclara que en esta
encíclica enuncia principios doctrinales que pueden ser conocidos por todos los
hombres, en cuanto se basan en la naturaleza misma de las cosas, y, por
consiguiente, están al alcance incluso de aquellos que no están iluminados por
la fe cristiana, pero poseen la luz de la razón y la rectitud moral (nº 157).
El Papa subraya que la persona humana es el sujeto humano
individual, para salir al paso de todas aquellas concepciones que, o bien
diluyen la libertad del hombre en sus condicionamientos sociales, o bien
interpretan la naturaleza social del hombre con tal amplitud que lo reducen a
ser una función o parte de la sociedad. Puede decirse que la comunidad está en
la persona misma, en el hombre, sociable por naturaleza.
2. La dignidad de la persona como fundamento del
derecho natural
Juan XXIII se basa claramente en una concepción del
derecho natural que halla su fundamento en lo que es adecuado a la propia
naturaleza humana, como un contenido universal; es decir, lo que es adecuado al
hombre como persona inteligente y libre. La tesis está enunciada en esta manera
en la encíclica: las leyes que regulan “las relaciones de los individuos con
sus respectivas comunidades políticas...hay que buscarlas solamente allí donde
las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la naturaleza del hombre” (nº
6). El Papa no utiliza la expresión derecho natural, aunque sí reiteradamente
alude a derechos naturales de la persona. Así, por ejemplo, en el párrafo 28
resume los derechos enunciados, llamándolos derechos naturales, añadiendo que
están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes.
Aunque se haya eludido la expresión derecho natural, está
aceptado en las líneas generales con que lo definió Pío XII en el discurso Il
programa (1955): como la afirmación de que el juicio sereno de la razón puede
reconocer en la naturaleza el fundamento del orden, pero con la limitación o el
condicionamiento de que ese juicio sólo descubre las líneas directrices que
contienen los elementos esenciales del orden sujetos a una adaptación en el
decurso histórico.
Juan XXIII, previo a detallar una amplia declaración de
derechos, aclara: “el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente
y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por
ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto”
(nº 9).
3. La autoridad
Luego encontramos la doctrina del poder. Siguiendo a León
XIII, Juan XXIII lo funda en la naturaleza social del hombre y en la natural
necesidad de un principio directivo del orden social, para concluir: “la
autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza y, por
tanto, del mismo Dios, que es su autor” (nº 46). Agrega que esa doctrina de la
autoridad es coherente con la dignidad personal del hombre. La autoridad
fundada en Dios se manifiesta como una fuerza moral, como un llamamiento que se
dirige a seres racionales y libres. Queda a salvo la dignidad personal de los
ciudadanos, ya que su obediencia no es sujeción de hombre a hombre, sino un
homenaje a Dios mismo. En ello se funda una flexible armonía entre la necesidad
de la autoridad como una exigencia de la sociedad misma, y la libertad humana,
ya que esa doctrina no se opone a la plena responsabilidad con que los hombres
pueden elegir a las personas investidas de la función de autoridad o decidir
libremente sobre las formas de gobierno o los ámbitos o métodos según los
cuales la autoridad se ha de ejercer.
Cabe señalar que una de las pocas condenaciones expresas
que contiene la encíclica, está dirigida a la ideología liberal que afirma “que
la voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única
de donde brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza
obligatoria de la constitución política y nace, finalmente, el poder de los
gobernantes del Estado para mandar” (nº 78).
El Papa opone a esta concepción voluntarista el principio
del origen divino del poder, que no sólo define la naturaleza del poder como
extrínseca a la voluntad del hombre, sino que condiciona sus fines (nº 46).
4. El bien común
El Papa reelabora una definición de Pío XII al establecer
que el bien común abarca “un conjunto de condiciones sociales que permitan a
los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección” (nº 58).
Lo que añade esta encíclica al concepto, son tres precisiones fundadas en el
principio de la dignidad personal (nºs. 55/57):
-Que el bien común debe cifrarse en el bien del hombre;
-Que es un bien del que deben participar todos los
miembros de una comunidad política, saliendo así al paso de interpretaciones
que lo cifran en el bien de la mayoría o del mayor número posible;
-Que es un bien del hombre en su plenitud, que atiende
tanto a las necesidades del cuerpo como a las del espíritu.
5. La organización jurídica del poder
Constituye un aporte doctrinario el considerar
conveniente la separación de los órganos del gobierno. Aunque no se pueda
determinar de una vez para siempre la estructura según la cual deben
organizarse los poderes públicos, pues esta estructura está condicionada por la
situación histórica de las diversas comunidades, sostiene el Papa que la
separación de los órganos del poder es un elemento de garantía y protección en
favor de los ciudadanos (nº 68)
El principio de que el poder debe estar limitado para
someterse a un régimen jurídico, es un principio de moral social, que aparece
reforzado por la exigencia de que los ciudadanos y las entidades intermedias,
en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus deberes, gocen de
una tutela jurídica eficaz, lo mismo en sus relaciones mutuas que frente a los
funcionarios públicos. Es decir, la sujeción del poder al derecho.
6. La participación de los ciudadanos
La participación de los ciudadanos en la vida pública
está también enunciada como una exigencia de la dignidad personal de los seres
humanos. La preocupación esencial de Pío XII, cuando concebía la democracia
como un régimen en que los ciudadanos participaban en el poder, era el nivel o
la madurez moral de los ciudadanos sobre la que trazaba la distinción entre la
masa y el pueblo. También Juan XXIII matiza esta exigencia a su realización en
una variedad de formas que correspondan al grado de madurez alcanzado por las
comunidades políticas (nº 73). No obstante, insiste en las conveniencias
personas y políticas que derivan de esta participación: nuevas perspectivas
para los hombres de obrar el bien, contactos entre los ciudadanos y los
funcionarios públicos, renovación de la autoridad (nº 74).
En la misma sintonía, tres décadas más tarde, Juan Pablo
II sostendría que la Iglesia “aprecia el sistema de la democracia, en la medida
en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y
garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios
gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”
(Centesimus Annus, 46). Es claro que, para la Iglesia, la democracia no está
limitada a una forma de gobierno, sino que puede realizarse tanto en las
monarquías como en las repúblicas, puesto que se pone el acento en las
estructuras de las que dependen las relaciones entre el pueblo y el poder
(Benignitas et humanitas, nº 12).
7. La comunidad universal
La encíclica Pacem in Terris ha sistematizado varias
enseñanzas que estaban enunciadas fragmentariamente en anteriores documentos
pontificios y los desarrolló en algunos puntos parciales. Es, en gran parte,
una síntesis deliberada del pensamiento de Pío XII, a quien hacen referencia 32
de las 73 citas que contiene el texto. Pero lo nuevo es la valoración del mundo
contemporáneo, y la conciencia de la necesidad de una organización de la
comunidad internacional, asentada sobre los derechos del hombre.
Juan XXIII presenta la imagen de una comunidad universal
organizada, con todas sus consecuencias en el orden político, económico y
cultural, como una verdadera comunidad política perfecta para todos los fines
de la vida humana, con un bien común universal propio. El contenido de ese bien
común proyecta, en un ámbito más amplio, el mismo contenido del bien común de
las comunidades singulares de un pluriverso político: crear el conjunto de
condiciones sociales que favorezcan y permitan el desarrollo integral de la
persona.
El bien común del Estado, en cuanto el Estado es el
órgano de conducción de la comunidad política singular en un pluriverso de
pueblos, está visto como una forma de transición histórica, que representa hoy un
bien común deficiente que no puede satisfacer la plenitud de las necesidades
temporales del hombre, esencialmente en lo que afecta a la seguridad y la paz
internacionales (nº 135).
Las partes tercera y cuarta de la encíclica trazan las
grandes líneas de una comunidad política internacional, sobre el mismo
fundamento de la convivencia: la dignidad personal de los seres humanos. Con un
deliberado paralelismo, el Papa enuncia los valores personales y sociales del
orden moral universal: verdad, justicia, solidaridad y libertad. Estos valores,
que constituyen el bien común de la familia humana, se supraordinan a los
intereses singulares de cada pueblo. Pío XII ya había proclamado la existencia
de una solidaridad entre los hombres fundada en su unidad de origen y de
naturaleza, considerando laudables los esfuerzos por lograr una comunidad
política mundial. Juan XXIII sienta una tesis más ambiciosa: la constitución de
una autoridad pública mundial al servicio de un bien común universal (nº 137).
Esta autoridad se ha de establecer con el consentimiento de todos los Estados y
no imponerse por la fuerza, para que pueda desempeñar eficazmente su función en
la que debe ser imparcial y estar dirigida al bien común de todos los pueblos
(nº 138).
Resalta el pontífice la convicción de que las diferencias
que surjan entre los pueblos deben resolverse no por la fuerza de las armas,
sino por las normas de la recta razón. Siempre el catolicismo consideró que los
gobernantes deben buscar la solución a los conflictos por vías pacíficas,
siendo la guerra el último recurso, que sólo puede ser aceptado cuando la causa
sea justa. Sin embargo, como lo establece el Catecismo: “mientras exista el
riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de
la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo
pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa”
(CIC, 2308).
V. Temas polémicos
Analizaremos ahora algunos de los temas que se prestan
frecuentemente a la polémica o a la duda.
1. Origen de la autoridad
A la luz de lo ya expresado, podemos resumir la doctrina
cristiana del poder político, con la frase de San Pablo: “no hay autoridad sino
bajo Dios” (Rom 13,1), puesto que Dios es el autor del orden natural, en virtud
del cual todo ser humano tiende a la convivencia social como un medio necesario
para su perfección. En consecuencia, Dios ha dispuesto las cosas de tal modo
que la autoridad forma parte esencial de su plan providencial y, en tal medida,
ha de afirmarse que Dios es el origen de toda autoridad humana.
Otra cosa diferente es determinar cuál es el modo
adecuado para la designación de los hombres que han de ejercer la autoridad. En
la doctrina hay unanimidad con respecto a que la autoridad política tiene su
origen en Dios; pero con respecto a la cuestión de la forma en que se atribuye
el poder estatal al que lo ejerce, se han divido las opiniones.
Recordemos, primero, la teoría del derecho divino de los
reyes, de raíz protestante, defendida por Jacobo I, rey de Inglaterra
(1603/1625). Sostiene esta tesis que el poder real es de derecho divino, lo
mismo que la autoridad del Papa. El poder es conferido a una persona
determinada por un acto especial de Dios, por consiguiente el gobernante
obtiene su autoridad como una propiedad y puede disponer de ella por su propia
decisión arbitraria[56].
Los teólogos católicos sostuvieron dos tesis diferentes:
a) La teoría de la traslación: sostenida por el P.
Suárez, que afirmó, contra la tesis de Jacobo I, que la autoridad venía
directamente de Dios a la comunidad o pueblo, de tal manera que éste era el
sujeto natural primigenio de la autoridad; a su vez, como toda la comunidad no
puede ejercer la autoridad, habrá de determinar las personas a quienes se le
transferirá. Esta traslación se hace mediante el consentimiento del pueblo,
expreso o tácito. No debe confundirse la teoría de la traslación con la de Rousseau,
según la cual, el pueblo o voluntad general es el sujeto de la autoridad y por
un contrato la delega en mandatarios.
b) La teoría de la colación inmediata: sostenida
por el P. Vitoria, afirma que la comunidad sólo designa la persona que ha de
ejercer el poder estatal, mientras que el poder mismo pasa inmediatamente de
Dios a la persona que lo ha de ejercer. Es decir que, según esta tesis, Dios le
comunica los atributos del poder a aquel designado por la comunidad, la que
cumple esa función designación y de determinación, pero no es la comunidad la
que previamente recibe esos atributos, poseyéndolos como propios, y luego los
transfiere a los gobernantes.
Análisis del tema:
El P. Meinvielle acotaba que el pueblo no puede realizar
las funciones complejas que implica el ejercicio de la autoridad. Entonces, no
tiene sentido que se le atribuya el papel de intermediario en la transmisión de
la autoridad, ya que no puede transferir lo que no posee, y no posee lo que no
puede ejercer. Precisamente, el criterio para establecer los derechos naturales
es la necesidad que de su uso o ejercicio se tiene. Si la comunidad o pueblo
jamás puede ejercer la autoridad, no se justifica transferirsela, aunque fuera
transitoriamente.
El Magisterio de la Iglesia nunca se pronunció
expresamente sobre esta cuestión, pues le basta con sentar el principio del
origen divino de la autoridad, dejando en libertad a los fieles para sostener
una u otro posición. No obstante, existe un pasaje que nos brinda orientación
al respecto, en la Encíclica Diuturnum Illud, de León XIII:
“Es importante advertir en este punto que los que han de
gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por
la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o
contradiga esta elección. Con esta elección se designa al gobernante, pero no
se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato,
sino que se establece la persona que lo ha de ejercer” (nº 4).
Nuevo enfoque:
Algunos teólogos contemporáneos, como Leclercq y
Desqueyrat[57],
consideran que ninguno de los sistemas expuestos soluciona los problemas de
orden práctico que plantean la legitimidad de un gobierno determinado.
Sostienen que el poder político viene de Dios, pero no por una intervención
especial de la Providencia, sino simplemente por vía de consecuencia de la ley
natural. No ven la necesidad lógica de hacer intervenir la investidura divina
del poder concreto, directa o indirecta, a los gobernantes.
Estos teólogos conciben a la autoridad como un deber o
una función y no un derecho personal. Por eso, la manera de acceder al poder no
tiene relación directa con el derecho a gobernar. “Si el poder fuese una
especie de propiedad, su legitimidad dependería siempre de sus orígenes.
Adquirido injustamente, se poseería injustamente: el usurpador tendría que
devolverlo, estaría obligado a restituirlo.
Pero la autoridad no es un bien de este tipo: es una
función...”[58].
San Pablo dice que el príncipe es un ministro de Dios (Rom 13,4). Entonces, el
derecho del gobierno a conducir la sociedad, no es un derecho subjetivo del
gobernante mismo que pueda emplear en provecho propio. El poder público, como
toda autoridad o cualquier función, está destinado a servir[59].
De allí que el poder público se justificará cuando en su
ejercicio tienda al fin para el cual existe. Tal es la llamada legitimidad de
ejercicio: el procurar el bien común legitima o hace legítimo al poder en su
ejercicio, aunque el gobernante haya accedido al cargo, por vía de un golpe de
Estado, o como resultado de una guerra. Normalmente, el consenso social
prolongado, en un clima de relativa tranquilidad pública, revela tácitamente la
legitimación de un gobernante.
A la inversa, ejercer el poder injustamente, en violación
al derecho, en contra de la comunidad, etc., hace decaer esa legitimidad aunque
el gobernante haya accedido al poder de acuerdo al procedimiento previsto en
las normas vigentes. Si tal ilegitimidad se torna permanente, grave y dañina
para la comunidad, ésta tiene derecho a defenderse, resistiendo al gobernante
que ha desviado el ejercicio del poder, y, eventualmente, deponerlo[60].
2. Soberanía
Vinculado al punto anterior, debemos analizar ahora uno
de los aspectos más confusos del vocabulario político: soberanía. Como concepto
de la teoría política, lo encontramos en Bodin el cual formula una teoría de la
soberanía. Para justificar el carácter absolutista del poder monárquico de su
tiempo, Bodin recurre a éste concepto, asignándolo en primer lugar a Cristo
como señor absoluto; de ahí lo deriva al monarca, como representante de Cristo
mismo. El autor añade que la soberanía implica tres notas: es absoluta, es
inalienable y es indivisible.
Posteriormente, el alemán Althusius y, más tarde,
Rousseau, sustituyeron la soberanía del príncipe por la soberanía del pueblo,
fórmula que subsiste hasta nuestros días, con el mismo contenido básico que
Rousseau le asignara.
Teoría liberal: sobre la base de tales
fuentes históricas, quedó asentada la teoría liberal de la soberanía popular.
Rousseau vincula este concepto con otro de su creación: la voluntad general,
que es la voluntad del pueblo, de la mayoría. Según este autor, el pueblo pasa
a ser la fuente y raíz de todo poder político, de toda autoridad, una vez
establecido el pacto social, irrevocable, mediante el cual se constituye la sociedad
política.
Las cláusulas del pacto implican esencialmente: la
enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la
comunidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición
es la misma para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás (El
Contrato Social).
Sobre la base del igualitarismo, así instaurado, el
pueblo se erige, a través del mito de la voluntad general, en el legislador
supremo. El gobierno no es sino el delegado o mandatario destinado a aplicar
las decisiones de aquél. En tal carácter, el pueblo es fuente de todo derecho y
de toda norma moral; en consecuencia, puede revocar en cualquier momento la
delegación otorgada al gobernante de turno.
Crítica: la concepción liberal de la
soberanía es utópica, contradictoria y nefasta. Es utópica, por cuanto se basa
en una quimera de pacto originario, históricamente inexistente. Contradictoria,
ya que supone que los individuos se asocian libremente, pero a partir de ese
momento no pueden revocar lo aprobado. Es nefasta, por sus consecuencias: a)
porque disuelve el fundamento de la autoridad; b) porque desemboca en el
despotismo ilimitado del Estado y de la mayoría; c) porque elimina toda
referencia a Dios y al orden natural como origen de la autoridad; d) porque
coloca a la multitud amorfa como base de todo derecho y de la moral; e) porque
favorece la demagogia de quienes aspiran a perpetuarse en el poder.
Orden natural: La doctrina social de la Iglesia nos
brinda una orientación muy diferente respecto de la soberanía política, en
plena conformidad con la experiencia histórica. La soberanía es un atributo de
la autoridad. Una cualidad del poder estatal que lo hace irresistible y supremo
en una jurisdicción determinada; no puede estar subordinado a ningún otro
poder. Es la facultad por la cual la autoridad pública impone, mediante la ley,
determinadas obligaciones a los ciudadanos.
El poder soberano se ejerce sobre los miembros de un
mismo Estado; no se aplica correctamente a las relaciones entre Estados. En el
segundo caso debe hablarse de independencia. La soberanía no implica, de ningún
modo, la idea de autonomía absoluta como pretendía Bodin.
La soberanía del pueblo: o autogobierno del pueblo,
es una tesis falsa, científicamente[61], en sus tres
supuestos:
a) el pueblo no puede gobernar: pues el ejercicio del
gobierno exige la toma de decisiones que no se pueden hacer
multitudinariamente, y tampoco, ejecutarlas, lo que sólo puede hacer quien está
preparado especialmente para ello. Ni siquiera en Atenas, donde solían reunirse
en la plaza pública 5 o 6 mil ciudadanos para deliberar y aprobar las leyes.
Esa cantidad representaba un veinte por ciento del total de ciudadanos, sin
contar a las mujeres, y los esclavos, que no eran ciudadanos. De todos modos,
esa participación limitada se daba con respecto a una de las funciones clásicas
de la autoridad, según Aristóteles -la legislativa-, pero no en las otras dos
-ejecutiva y judicial- que estaba en manos de un número menor de funcionarios,
generalmente elegidos al azar. Empíricamente, jamás el pueblo ha gobernado en
ninguna parte, ni en ninguna época. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo;
las funciones del poder no admiten el ejercicio multitudinario por parte de
todo el pueblo.
b) el pueblo no es soberano: pues, de acuerdo a lo
ya explicado, la soberanía no es otra cosa que una cualidad del poder estatal.
Es un atributo inherente al Estado, por lo tanto no reside en nadie, ni en el
gobernante, ni mucho menos en el conjunto del pueblo.
c) el gobierno no representa a todo el pueblo:
porque para que un sujeto pueda ser representado, es imprescindible una cierta
unidad en el mismo sujeto representado. Se puede representar a un hombre, a una
familia, a una institución. Hasta una multitud de hombres puede ser
representada, siempre que tengan un interés concreto y común en el que la
pluralidad se unifique; por ejemplo, los ahorristas defraudados por un banco.
Pero no se puede representar un conglomerado heterogéneo y con intereses
distintos y hasta contrapuestos, como es el pueblo. Pueblo es un nombre
colectivo que designa a la totalidad de personas que forman la población de un
Estado; no es persona moral ni jurídica, luego no es susceptible de
representación.
A la crítica científica, debemos agregar la doctrina
pontificia; León XIII, en la Encíclica Inmortale Dei, afirma: “La soberanía del
pueblo...carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para
garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad” (nº 13).
3. Estado: sociedad perfecta
Es clásico el concepto de sociedad perfecta atribuido al
Estado. Se entiende por perfecta una sociedad que posee en sí todos los medios
para alcanzar su propio fin; en el caso del Estado significa que dispone de
capacidad propia para lograr el bien común público. La doctrina social de la
Iglesia, reconoce dos sociedades perfectas: el Estado en lo temporal, y la
Iglesia en lo espiritual.
Recordamos antes un párrafo (nº 135) de la Encíclica
Pacem in Terris que advierte sobre la dificultad actual para que el Estado
pueda lograr, en forma aislada, el bien común. No cabe duda que la
globalización limita y condiciona el accionar del Estado, no sólo en el plano
internacional, sino dentro de sus propias fronteras. Pero, como ha señalado el
Prof. Bidart Campos[62], el carácter de
sociedad perfecta equivale a tener en sí la posibilidad de buscar los medios
necesarios para procurar el bien común, lo que a veces puede realizar dentro de
sí mismo, y otras veces fuera de sí mismo. A pesar de la capitis diminutio que
experimenta, sigue siendo el Estado sociedad perfecta, y es el único órgano que
se ocupa de procurar el bien común de una población determinada, en un
territorio determinado.
4. Crítica de la democracia como forma de gobierno
Ya mostramos que la Iglesia no tiene objeción que hacer a
la democracia, como régimen político o forma de Estado. Pero la forma
democrática de gobierno, tal como la pensaron sus promotores en el mundo
moderno -Rousseau, Stuart Mill, Montesquieu- está basada en el mito de la
soberanía del pueblo. Más arriba expusimos la crítica científica a dicha
concepción, así como la posición negativa de León XIII. Recordemos la enseñanza
de otros pontífices, para observar la continuidad de la doctrina. San Pío X, en
Notre charge apostolique, nos alerta que la Iglesia:
“Ha condenado una democracia que llega al grado de
perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo” (nº
9).
En cambio, la forma republicana de gobierno no merece
ninguna objeción, ni desde el punto de vista científico, ni desde el enfoque
doctrinario. La caracterización de esta forma de gobierno se describe
habitualmente por los siguientes elementos:
a) división de funciones;
b) elección de los gobernantes;
c) periodicidad en el ejercicio del gobierno;
d) publicidad de los actos de gobierno;
e) responsabilidad por dichos actos;
f) igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Por el contrario, el concepto de democracia es ambiguo,
pues existen diversidad de opiniones entre los autores, sumado a la confusión
en que suele incurrirse entre los conceptos de democracia como forma de Estado,
república y forma democrático de gobierno. No obstante, la Iglesia prefiere no
rechazar de plano una denominación, que es utilizada habitualmente con sentido
positivo, como una tendencia contraria al monopolio del poder. Por eso, Pío
XII, en Benignitas et humanitas, detallaba los derechos del ciudadano que
caracterizan a una sana democracia (nº 14):
a) manifestar su propio parecer sobre los deberes y los
sacrificios que le son impuestos;
b) no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado.
Medio siglo después, Juan Pablo II, actualizó estas
condiciones, como ya lo consignamos.
Pero además, advierte que una auténtica democracia es
posible solamente sobre la base de una recta concepción de la persona humana,
pues una democracia sin valores, degenera fácilmente en un totalitarismo
visible o encubierto (Centesimus Annus, nº 46).
5. Doctrina del mal menor
La forma de participación en la vida cívica, que compete
a todos los ciudadanos, es la de votar en las elecciones para determinar
quienes serán los gobernantes. Pues bien, para los católicos, el voto es un
derecho y un deber, que obliga en conciencia, como lo señalan el Catecismo (nº
2240) y la Constitución Gaudium et Spes (nº 75). Únicamente en casos muy graves
y excepcionales, puede justificarse la abstención o el voto en blanco.
Debido a la cantidad de partidos existentes en la
Argentina, es casi imposible que no se presente ningún partido, que tenga una
plataforma compatible con los principios doctrinarios. Mucho más difícil aún es
que no haya ningún candidato que reúna condiciones mínimas de capacidad y
honestidad. Entonces, aunque no nos satisfaga el panorama de la política
nacional, y aunque no encontremos ningún partido y ningún candidato que
despierten nuestra adhesión plena, debemos practicar la antigua doctrina
cristiana del mal menor, vinculada al tópico de la tolerancia del mal.
La doctrina enseña que, entre dos males, se puede elegir,
o permitir, el menor. No quiere decir esto que alguna vez sea lícito hacer un
mal, considerado menor frente a otro. Quiere decir, que frente a determinadas
circunstancias, es lícito permitir que otros hagan un mal pues éste se
considera menor al que se seguiría con una actitud intolerante (Enc. Libertas,
nº 23).
En el caso concreto de una elección presidencial, por
ejemplo, al votarse a un candidato considerado mal menor, no se está haciendo
un mal menor, sino permitiendo el acceso a la Presidencia de alguien que,
posiblemente, según sus antecedentes y los antecedentes de sus competidores,
realizará una gestión menos perjudicial para el bien común.
La tolerancia al mal, es un postulado de la prudencia
política. Por eso, no está demás recordar al Patrono de los políticos y de los
gobernantes: Santo Tomás Moro, ejemplo de político prudente. En su libro Utopía
nos ha dejado dos consejos a los políticos, que resumen adecuadamente la
doctrina del mal menor:
-”Si no conseguís todo el bien que os proponéis, vuestros
esfuerzos disminuirán por lo menos la intensidad del mal”.
-”La imposibilidad de suprimir enseguida prácticas
inmorales y corregir defectos inveterados no vale como razón para renunciar a
la función pública. El piloto no abandona su nave en la tempestad, porque no
puede dominar los vientos.”
Fuentes:
Cantero Núñez, Estanislao. “¿Existe una doctrina política
católica”?; en: AAVV. “Los católicos y la acción política”; Madrid, Speiro,
1982, pgs. 7/48.
Sánchez Agesta, Luis. “La Pacem in Terris en el contexto
general de la doctrina política de la Iglesia”; en: Instituto Social León XIII.
“Comentarios a la Pacen in Terris”; Madrid, BAC, 1963, pgs. 72/98.
“Doctrina Pontificia”, II, Documentos Políticos; Madrid,
BAC, 1958, 1073 páginas.
ANEXO I
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
NOTA DOCTRINAL
sobre algunas cuestiones relativas al
compromiso y la conducta de los
católicos en la vida política
La Congregación para la Doctrina de la Fe, oído el
parecer del Pontificio Consejo para los Laicos, ha estimado oportuno publicar
la presente Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y
la conducta de los católicos en la vida política. La Nota se dirige a los
Obispos de la Iglesia Católica y, de especial modo, a los políticos católicos y
a todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y
política en las sociedades democráticas.
I. Una enseñanza constante
1. El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil
años de historia, se ha expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el
de la participación en la acción política: Los cristianos, afirmaba un escritor
eclesiástico de los primeros siglos, «cumplen todos sus deberes de ciudadanos» [1].
La Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han
servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas
y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los
Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la «inalienable
dignidad de la conciencia» [2]. Aunque sometido a diversas formas de presión
psicológica, rechazó toda componenda, y sin abandonar «la constante fidelidad a
la autoridad y a las instituciones»que lo distinguía, afirmó con su vida y su
muerte que«el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral» [3].
Las actuales sociedades democráticas, en las que
loablemente [4] todos son hechos partícipes de la gestión de la cosa pública en
un clima de verdadera libertad, exigen nuevas y más amplias formas de
participación en la vida pública por parte de los ciudadanos, cristianos y no
cristianos. En efecto, todos pueden contribuir por medio del voto a la elección
de los legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación
de las orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos,
favorecen mayormente el bien común [5]. La vida en un sistema político
democrático no podría desarrollarse provechosamente sin la activa, responsable
y generosa participación de todos, «si bien con diversidad y complementariedad
de formas, niveles, tareas y responsabilidades» [6].
Mediante el cumplimiento de los deberes civiles comunes,
«de acuerdo con su conciencia cristiana» [7], en conformidad con los valores
que son congruentes con ella, los fieles laicos desarrollan también sus tareas
propias de animar cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y
legítima autonomía,[8] y cooperando con los demás, ciudadanos según la
competencia específica y bajo la propia responsabilidad [9]. Consecuencia de
esta fundamental enseñanza del Concilio Vaticano II es que «los fieles laicos
de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir,
en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente
el bien común» [10], que comprende la promoción y defensa de bienes tales como
el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana
y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.
La presente Nota no pretende reproponer la entera
enseñanza de la Iglesia en esta materia, resumida por otra parte, en sus líneas
esenciales, en el Catecismo de la Iglesia Católica, sino solamente recordar
algunos principios propios de la conciencia cristiana, que inspiran el
compromiso social y político de los católicos en las sociedades democráticas [11].
Y ello porque, en estos últimos tiempos, a menudo por la urgencia de los
acontecimientos, han aparecido orientaciones ambiguas y posiciones discutibles,
que hacen oportuna la clarificación de aspectos y dimensiones importantes de la
cuestión.
II. Algunos puntos críticos en el actual debate
cultural y político
2. La sociedad civil se encuentra hoy dentro de un
complejo proceso cultural que marca el fin de una época y la incertidumbre por
la nueva que emerge al horizonte. Las grandes conquistas de las que somos
espectadores nos impulsan a comprobar el camino positivo que la humanidad ha
realizado en el progreso y la adquisición de condiciones de vida más humanas.
La mayor responsabilidad hacia Países en vías de desarrollo es ciertamente una
señal de gran relieve, que muestra la creciente sensibilidad por el bien común.
Junto a ello, no es posible callar, por otra parte, sobre los graves peligros
hacia los que algunas tendencias culturales tratan de orientar las
legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras
generaciones.
Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural,
que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que
determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley
moral natural. Desafortunadamente, como consecuencia de esta tendencia, no es
extraño hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal
pluralismo ético es la condición de posibilidad de la democracia [12]. Ocurre
así que, por una parte, los ciudadanos reivindican la más completa autonomía
para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los
legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de
los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con
ciertas orientaciones culturales o morales transitorias [13], como si todas las
posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor. Al mismo tiempo,
invocando engañosamente la tolerancia, se pide a una buena parte de los
ciudadanos – incluidos los católicos – que renuncien a contribuir a la vida
social y política de sus propios Países, según la concepción de la persona y
del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los
medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos
los miembros de la comunidad política. La historia del siglo XX es prueba
suficiente de que la razón está de la parte de aquellos ciudadanos que
consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe una norma moral,
arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que
someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado.
3. Esta concepción relativista del pluralismo no tiene
nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir,
entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural,
aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del
bien común. La libertad política no está ni puede estar basada en la idea
relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son
igualmente verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho de que las
actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente
concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico,
económico, tecnológico y cultural bien determinado. La pluralidad de las
orientaciones y soluciones, que deben ser en todo caso moralmente aceptables,
surge precisamente de la concreción de los hechos particulares y de la
diversidad de las circunstancias. No es tarea de la Iglesia formular soluciones
concretas – y menos todavía soluciones únicas – para cuestiones temporales, que
Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. Sin embargo, la
Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre
realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral [14]. Si el
cristiano debe «reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales» [15],
también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo
moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de
fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su
naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “negociables”.
En el plano de la militancia política concreta, es
importante hacer notar que el carácter contingente de algunas opciones en
materia social, el hecho de que a menudo sean moralmente posibles diversas
estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la
posibilidad de interpretar de manera diferente algunos principios básicos de la
teoría política, y la complejidad técnica de buena parte de los problemas
políticos, explican el hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de
partidos en los cuales puedan militar los católicos para ejercitar –
particularmente por la representación parlamentaria – su derecho-deber de
participar en la construcción de la vida civil de su País [16]. Esta obvia
constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un indistinto pluralismo
en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los
cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales
mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en
la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social
cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos están obligados a
confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia participación en la
vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las
realidades temporales.
La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia,
aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las
opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una
recta concepción de la persona [17]. Se trata de un principio sobre el que los
católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría
el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior
de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno
pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento
propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás,
lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio
Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria
para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones,
puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública» [18].
4. A partir de aquí se extiende la compleja red de
problemáticas actuales, que no pueden compararse con las temáticas tratadas en
siglos pasados. La conquista científica, en efecto, ha permitido alcanzar
objetivos que sacuden la conciencia e imponen la necesidad de encontrar
soluciones capaces de respetar, de manera coherente y sólida, los principios
éticos. Se asiste, en cambio, a tentativos legislativos que, sin preocuparse de
las consecuencias que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos
en la formación de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen
destruir el principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en
esta grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para
recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos
tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la
Iglesia, ha reiterado muchas veces que quienes se comprometen directamente en
la acción legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que
atente contra la vida humana. Para ellos, como para todo católico, vale la
imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes,
y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto [19]. Esto
no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae a
propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una
ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario,
cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda
lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de
esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de
la moralidad pública» [20].
En tal contexto, hay que añadir que la conciencia
cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la
realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que
contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales
de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad
inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en
detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a
favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para
satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni
tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene
del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo
pueda ser anunciada y realizada.
Cuando la acción política tiene que ver con principios
morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando
el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad.
Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los
creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que
concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles
en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al
ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el
derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del
mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos
del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la
promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de
sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes
modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente
equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto
tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la
educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las
Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe
pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de
las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la
explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el
derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al
servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social,
del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben
ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas, de las
familias y de las asociaciones, así como su ejercicio» [21]. Finalmente, cómo
no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una visión
irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras,
en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de
las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la justicia y efecto de la
caridad»; [22] exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el
terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que
tienen la responsabilidad política.
III. Principios de la doctrina católica acerca del
laicismo y el pluralismo
5. Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en
la utilización de una pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y
culturas diferentes, ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del
pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que
comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales
para el bien común de la sociedad. No se trata en sí de “valores
confesionales”, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y
pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las
defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las
confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la
verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no
se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios
dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad
de la persona y del verdadero progreso humano.
6. La frecuentemente referencia a la “laicidad”, que
debería guiar el compromiso de los católicos, requiere una clarificación no
solamente terminológica. La promoción en conciencia del bien común de la
sociedad política no tiene nada qué ver con la “confesionalidad” o la
intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida
como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica
– nunca de la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la
Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado [23]. Juan Pablo
II ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados de cualquier
tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política. «Son
particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente
religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se
tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y
las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede,
de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros
derechos humanos inalienables» [24]. Todos los fieles son bien conscientes de
que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de
actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca
entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la
competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para
impedirlos, salvo por razones de orden público. El reconocimiento de los
derechos civiles y políticos, y la administración de servicios públicos no
pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza
religiosa por parte de los ciudadanos.
Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber
que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar
sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades
morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y
todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas
verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad
civil y la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas,
independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación
procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones.
En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las
verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en
sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión
específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía
que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un
principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.
Con su intervención en este ámbito, el Magisterio de la
Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión
de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio –en
cumplimiento de su deber – instruir e iluminar la conciencia de los fieles,
sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su
acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del
bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el
gobierno de los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única
y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. «En su
existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada
vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida
“secular”, esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales,
del compromiso político y de la cultura. El sarmiento, arraigado en la vid que
es Cristo, da fruto en cada sector de la acción y de la existencia. En efecto,
todos los campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los
quiere como el “lugar histórico” de la manifestación y realización de la
caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda
actividad, situación, esfuerzo concreto –como por ejemplo la competencia
profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y
a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la
verdad en el ámbito de la cultura –constituye una ocasión providencial para un
“continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad”» [25]. Vivir y
actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un
acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de
confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a
través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente
con la dignidad de la persona humana.
En las sociedades democráticas todas las propuestas son
discutidas y examinadas libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la
conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de
ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos
políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con
las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de
laicismo intolerante. En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo
la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma
posibilidad de una ética natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía
moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo
pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería la consecuencia obvia
de esta actitud. La marginalización del Cristianismo, por otra parte, no
favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la
concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos
fundamentos espirituales y culturales de la civilización [26].
IV. Consideraciones sobre aspectos particulares
7. En circunstancias recientes ha ocurrido que, incluso
en el seno de algunas asociaciones u organizaciones de inspiración católica,
han surgido orientaciones de apoyo a fuerzas y movimientos políticos que han
expresado posiciones contrarias a la enseñanza moral y social de la Iglesia en
cuestiones éticas fundamentales. Tales opciones y posiciones, siendo
contradictorios con los principios básicos de la conciencia cristiana, son
incompatibles con la pertenencia a asociaciones u organizaciones que se definen
católicas. Análogamente, hay que hacer notar que en ciertos países algunas
revistas y periódicos católicos, en ocasión de toma de decisiones políticas,
han orientado a los lectores de manera ambigua e incoherente, induciendo a
error acerca del sentido de la autonomía de los católicos en política y sin
tener en consideración los principios a los que se ha hecho referencia.
La fe en Jesucristo, que se ha definido a sí mismo
«camino, verdad y vida» (Jn 14,6), exige a los cristianos el esfuerzo de
entregarse con mayor diligencia en la construcción de una cultura que,
inspirada en el Evangelio, reproponga el patrimonio de valores y contenidos de
la Tradición católica. La necesidad de presentar en términos culturales
modernos el fruto de la herencia espiritual, intelectual y moral del
catolicismo se presenta hoy con urgencia impostergable, para evitar además,
entre otras cosas, una diáspora cultural de los católicos. Por otra parte, el
espesor cultural alcanzado y la madura experiencia de compromiso político que los
católicos han sabido desarrollar en distintos países, especialmente en los
decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, no deben provocar complejo
alguno de inferioridad frente a otras propuestas que la historia reciente ha
demostrado débiles o radicalmente fallidas. Es insuficiente y reductivo pensar
que el compromiso social de los católicos se deba limitar a una simple
transformación de las estructuras, pues si en la base no hay una cultura capaz
de acoger, justificar y proyectar las instancias que derivan de la fe y la
moral, las transformaciones se apoyarán siempre sobre fundamentos frágiles.
La fe nunca ha pretendido encerrar los contenidos
socio-políticos en un esquema rígido, conciente de que la dimensión histórica
en la que el hombre vive impone verificar la presencia de situaciones
imperfectas y a menudo rápidamente mutables. Bajo este aspecto deben ser
rechazadas las posiciones políticas y los comportamientos que se inspiran en
una visión utópica, la cual, cambiando la tradición de la fe bíblica en una
especie de profetismo sin Dios, instrumentaliza el mensaje religioso,
dirigiendo la conciencia hacia una esperanza solamente terrena, que anula o
redimensiona la tensión cristiana hacia la vida eterna.
Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la auténtica
libertad no existe sin la verdad. «Verdad y libertad, o bien van juntas o
juntas perecen miserablemente», ha escrito Juan Pablo II [27]. En una sociedad
donde no se llama la atención sobre la verdad ni se la trata de alcanzar, se
debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad, abriendo el camino
al libertinaje y al individualismo, perjudiciales para la tutela del bien de la
persona y de la entera sociedad.
8. En tal sentido, es bueno recordar una verdad que hoy
la opinión pública corriente no siempre percibe o formula con exactitud: El
derecho a la libertad de conciencia, y en especial a la libertad religiosa,
proclamada por la Declaración Dignitatis humanæ del Concilio Vaticano II, se
basa en la dignidad ontológica de la persona humana, y de ningún modo en una
inexistente igualdad entre las religiones y los sistemas culturales [28]. En
esta línea, el Papa Pablo VI ha afirmado que «el Concilio de ningún modo funda
este derecho a la libertad religiosa sobre el supuesto hecho de que todas las
religiones y todas las doctrinas, incluso erróneas, tendrían un valor más o
menos igual; lo funda en cambio sobre la dignidad de la persona humana, la cual
exige no ser sometida a contradicciones externas, que tienden a oprimir la
conciencia en la búsqueda de la verdadera religión y en la adhesión a ella» [29].
La afirmación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, por lo
tanto, no contradice en nada la condena del indiferentísimo y del relativismo
religioso por parte de la doctrina católica [30], sino que le es plenamente
coherente.
V. Conclusión
9. Las orientaciones contenidas en la presente Nota
quieren iluminar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida que
caracteriza al cristiano: La coherencia entre fe y vida, entre evangelio y
cultura, recordada por el Concilio Vaticano II. Éste exhorta a los fieles a
«cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu
evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí
ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las
tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les
obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal
de cada uno». Alégrense los fieles cristianos«de poder ejercer todas sus
actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano,
familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo
cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» [31].
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia del 21
de noviembre de 2002, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión
Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea publicada.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación por la Doctrina
de la Fe, el 24 de noviembre de 2002, Solemnidad de N. S Jesús Cristo, Rey del
universo.
XJOSEPH CARD. RATZINGER
Prefecto
XTARCISIO BERTONE, S.D.B.
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario
--------------------------------------------------------------------------------
Notas
[1]CARTA A DIOGNETO, 5, 5, Cfr. Ver también Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 2240.
[2]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu Proprio dada para
la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n.
1, AAS 93 (2001) 76-80.
[3]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu Proprio dada para
la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n.
4.
[4]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n 31; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1915.
[5]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n 75.
[6]JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 42, AAS 81 (1989) 393-521. Esta nota doctrinal se refiere obviamente
al compromiso político de los fieles laicos. Los Pastores tienen el derecho y
el deber de proponer los principios morales también en el orden social; «sin
embargo, la participación activa en los partidos políticos está reservada a los
laicos» (JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 69).
Cfr. Ver también CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la
vida de los presbíteros, 31-I-1994, n. 33.
[7]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et
spes, n 76.
[8]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n 36.
[9]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Apostolicam
actuositatem, 7; Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 36 y Constitución
Pastoral Gaudium et spes, nn. 31 y 43.
[10]JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 42.
[11]En los últimos dos siglos, muchas veces el Magisterio
Pontificio se ha ocupado de las cuestiones principales acerca del orden social
y político. Cfr. LEÓN XIII, Carta Encíclica Diuturnum illud, ASS 20 (1881/82)
4ss; Carta Encíclica Immortale Dei, ASS 18 (1885/86) 162ss, Carta Encíclica
Libertas præstantissimum, ASS 20 (1887/88) 593ss; Carta Encíclica Rerum
novarum, ASS 23 (1890/91) 643ss; BENEDICTO XV, Carta Encíclica Pacem Dei munus
pulcherrimum, AAS 12 (1920) 209ss; PÍO XI, Carta Encíclica Quadragesimo anno,
AAS 23 (1931) 190ss; Carta Encíclica Mit brennender Sorge, AAS 29 (1937)
145-167; Carta Encíclica Divini Redemptoris, AAS 29 (1937) 78ss; PÍO XII, Carta
Encíclica Summi Pontificatus, AAS 31 (1939) 423ss; Radiomessaggi natalizi
1941-1944; JUAN XXIII, Carta Encíclica Mater et magistra, AAS 53 (1961)
401-464; Carta Encíclica Pacem in terris AAS 55 (1963) 257-304; PABLO VI, Carta
Encíclica Populorum progressio, AAS 59 (1967) 257-299; Carta Apostólica
Octogesima adveniens, AAS 63 (1971) 401-441.
[12]Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus annus,
n. 46, AAS 83 (1991) 793-867; Carta Encíclica Veritatis splendor, n. 101, AAS
85 (1993) 1133-1228; Discurso al Parlamento Italiano en sesión pública
conjunta, en L’Osservatore Romano, n. 5, 14-XI-2002.
[13]Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitæ,
n. 22, AAS 87 (1995) 401-522.
[14]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n 76.
[15]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 75.
[16]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, nn. 43 y 75.
[17]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n 25.
[18]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 73.
[19]Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitæ,
n. 73.
[20]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitæ, n.
73.
[21]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 75.
[22]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2304
[23]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n 76.
[24]JUAN PABLO II, Mensaje para la celebración de la
Jornada Mundial de la Paz 1991: “Si quieres la paz, respeta la conciencia de
cada hombre”, IV, AAS 83 (1991) 410-421.
[25]JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 59. La citación interna proviene del Concilio Vaticano II, Decreto
Apostolicam actuositatem, n. 4
[26]Cfr. JUAN PABLO II, Discurso al Cuerpo Diplomático
acreditado ante la Santa Sede, en L’Osservatore Romano, 11 de enero de 2002.
[27]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 90,
AAS 91 (1999) 5-88.
[28]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis
humanae, n. 1: «En primer lugar, profesa el sagrado Concilio que Dios manifestó
al género humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres salvarse
y ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera religión subsiste
en la Iglesia Católica». Eso no quita que la Iglesia considere con sincero
respeto las varias tradiciones religiosas, más bien reconoce «todo lo bueno y
verdadero» presentes en ellas. Cfr. CONCILIO VATICANO II,Constitución Dogmática
Lumen gentium, n. 16; Decreto Ad gentes, n. 11; Declaración Nostra ætate, n. 2;
JUAN PABLOII, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 55, AAS 83 (1991) 249-340;
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, DeclaraciónDominus Iesus, nn. 2; 8; 21,
AAS 92 (2000) 742-765.
[29]PABLO VI, Discurso al Sacro Colegio y a la Prelatura
Romana, en «Insegnamenti di Paolo VI» 14 (1976), 1088-1089).
[30]Cfr. PÍO IX, Carta Encíclica Quanta cura, ASS 3
(1867) 162; LEÓN XIII, Carta Encíclica Immortale Dei, ASS 18 (1885) 170-171;
PÍO XI, Carta Encíclica Quas primas, AAS 17 (1925) 604-605; Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2108; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración
Dominus Iesus, n. 22.
[31]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 43. Cfr. también JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica
Christifideles laici, n. 59.
ANEXO II
ENSEÑANZAS DE PÍO XII
SOBRE LA DEMOCRACIA
Benignitas et humanitas [1]
11. ”Nos dirigimos nuestra atención al problema de la
democracia para examinar las normas según las cuales deberá ser regulada, de
forma que pueda llamarse verdadera y sana democracia, adaptada a las
circunstancias del momento presente, este hecho indica con claridad que la
solícita preocupación de la Iglesia se dirige no tanto a la estructura y
organización exterior de la democracia -las cuales dependen de las aspiraciones
peculiares de cada pueblo- cuanto al hombre como tal, quien, lejos de ser el
objeto y un elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el contrario,
y debe ser y permanecer, su sujeto, su fundamento y su fin”.
12. ”Supuesta la afirmación previa de que la democracia,
entendida en un sentido amplio, admite distintas formas y puede tener su
realización tanto en las monarquías como en las repúblicas, dos cuestiones se
presentan a nuestro examen:
13. “1ra. ¿Qué características deben distinguir a los
hombres que viven en la democracia y bajo el régimen democrático? 2da. ¿Qué
características deben distinguir a los hombres que en la democracia ejercen el
poder público?”
14. “Manifestar su propio parecer sobre los deberes y los
sacrificios que le son impuestos, no estar obligado a obedecer sin haber sido
escuchado: he ahí dos derechos del ciudadano que hallan en la democracia, como
el mismo nombre indica, su expresión natural. (...) En lo que toca a la
extensión y a la naturaleza de los sacrificios exigidos a todos los ciudadanos
-en nuestros tiempos, en que tan vasta y decisiva es la actividad del Estado-,
la forma democrática de gobierno aparece a muchos como un postulado natural
impuesto por la misma razón.”
20. “El Estado democrático, sea monárquico o republicano,
debe, como toda otra forma de gobierno, estar investido del poder de mandar con
autoridad verdadera y eficaz. El mismo orden absoluto de los seres y de los
fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de
deberes y de derechos inviolables, raíz y término de su propia vida social,
abarca también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin
la cual no podría ni existir ni vivir. Si los hombres, valiéndose de su
libertad personal, negaran toda dependencia de una autoridad superior dotada
con el derecho de coacción, socavarían con esta desobediencia el fundamento de
su propia dignidad y libertad, es decir, aquel orden absoluto de los seres y de
los fines.”
25. “Y como el centro de gravedad de una democracia
normalmente constituida reside en esta representación popular, de la cual se
irradian las corrientes políticas por todos los sectores de la vida pública
-así para el bien como para el mal-, la cuestión de la elevación moral, de la
aptitud práctica, de la capacidad intelectual de los diputados en el
parlamento, es para todo pueblo organizado democráticamente una cuestión de
vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de salud o de perpetua
enfermedad.”
27. “Pero, por el contrario, donde faltan esos hombres,
otros vienen a ocupar su puesto, para hacer de la actividad política el campo
de lucha de su ambición, una carrera de lucro para sí mismos, para su casta o
para su clase social, mientras la caza de los intereses particulares hace
perder de vista y pone en peligro el verdadero bien común.”
28. “Una sana democracia, fundada sobre los inmutables
principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente
contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un
poder sin freno ni límites, que hace también del régimen democrático, a pesar
de las contrarias, pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de
absolutismo.”
44. “Si el porvenir ha de pertenecer a la democracia, una
parte esencial en su realización deberá corresponder a la religión de Cristo y
a la Iglesia, mensajera de la palabra del Redentor y continuadora de su misión
salvadora. La Iglesia de hecho enseña y defiende la verdad, comunica las
fuerzas sobrenaturales de la gracia, para realizar el orden establecido por
Dios de los seres y de los fines, último fundamento y norma directiva de toda
democracia.”
Negli ultimi [2]
29. “En los confines de cada nación particular como en el
seno de la gran familia de los pueblos, el totalitarismo del Estado fuerte es
incompatible con una verdadera y sana democracia.”
Constitución, política y aristocracia
[3]
2. “Se trata, en realidad, no solamente para Italia, sino
también para muchas otras naciones, de elaborar sus constituciones políticas y
sociales, ya para crear una totalmente nueva, ya para refundir, retocar,
modificar más o menos profundamente las que actualmente les rigen.”
3. “A este empresa, en nuestra era de democracia, deben
cooperar todos los miembros de la sociedad humana; es decir, por una parte, los
legisladores, sea el que sea el nombre con que se les designe, a quienes toca
deliberar y deducir las conclusiones; por otra parte, el pueblo, que tiene
derecho a hacer valer su voluntad con la manifestación de su opinión y con su
derecho de voto.
11. “El testimonio de la historia enseña que, donde está
vigente una verdadera democracia, la vida del pueblo está como impregnada de
sanas tradiciones, que no es lícito tirar por tierra. Representantes de estas
tradiciones son, ante todo, las clases dirigentes, o sea los grupos de hombres
y mujeres o las asociaciones, que dan, como suele decirse, el tono a un pueblo,
a una ciudad, a una región y a un país entero”
Crisis de poder y crisis de civismo [4]
10. “Si es verdad que en un Estado democrático la vida
cívica impone altas exigencias a la madurez moral de cada ciudadano, no se
puede dejar de reconocer que muchos de éstos, incluso de los que se dicen
cristianos, tienen su parte de responsabilidad en el desorden actual de la
sociedad. Ahí están los hechos, que exigen una verdadera rectificación. Es, por
no citar sino los más notorios, el desinterés de los asuntos públicos, que se
traduce, entre otras cosas, en la abstención electoral, de tan graves
consecuencias....”.
11. “El católico debe dar ejemplo en la necesaria
reacción contra tal estado de cosas. Porque, lejos de existir la menor
incompatibilidad entre la fidelidad a la Iglesia y la consagración a los
intereses y al bienestar del pueblo y del Estado, estos dos órdenes de deberes,
que el verdadero cristiano debe tener siempre presentes ante sus ojos, están
íntimamente unidos en la más perfecta armonía. ¿No es esto lo que enseñaba el
Príncipe de los Apóstoles al decir: Por amor al Señor, estad sujetos a toda
autoridad humana..., tal es la voluntad de Dios?”.
[1] Radiomensaje, 24-12-1944.
[2] Sermón, 24-12-1945.
[3] Discurso al patriciado y nobleza de Roma, 16-1-1946.
[4] Carta por la Semana Social de Francia, 14-7-1954.
ANEXO III
Acerca del sufragio
universal
(Selección de textos)
Unión Internacional de Estudios
Sociales (Malinas). “Código de Moral Política”; Santander, Ed. Sal Térrea,
1959.
“Siendo el voto una función, hay obligación de
desempeñarla. En principio faltan a su deber moral, los ciudadanos que sin
razón suficiente rehúsan realizar un acto de vida colectiva, consignado en la
constitución del Estado”. (p. 54)
“A todos los ciudadanos interesa la buena marcha del
Estado; y se interesarán tanto más por ella cuanto más activo sea el papel que
puedan desempeñar en la sociedad que es suya. Para privar del voto a algunos
ciudadanos o a alguna categoría de ellos, se necesitan razones especiales. Es,
pues, legítimo el principio del sufragio universal, no como reconocimiento de
un derecho incondicionado, que corresponda a cualquier individuo para
participar en la soberanía de la nación, sino como el reconocimiento de una
aptitud general y normal para la función electoral”. (p. 55)
--------------------------------------------------------------------------------------------------------
Bidart Campos, German. “Lecciones
elementales de política”; Buenos Aires, EDIAR, 1973.
“Ideológicamente, el sufragio está montado sobre la
doctrina del gobierno del pueblo (democracia como forma de gobierno), de la
soberanía del pueblo, y de la representación política del pueblo por los
gobernantes. Y ello es así porque se supone que la elección popular de los
gobernantes configura tanto una forma de participación del pueblo en el
gobierno cuanto un modo de investir a los gobernantes de la calidad de
representantes del pueblo. Esto quiere decir que, teóricamente, se ha vinculado
al sufragio con la democracia popular y la representación política.
Ahora bien: rechazada la base ideológica, no tiene por
qué caer o repudiarse el sufragio. Sin aquella base ideológica que le ha dado
históricamente el sustento doctrinario, puede perfectamente subsistir el
sufragio con otra base ideológica distinta.
Nos aclaramos: al considerar –como nosotros lo hacemos-
que el pueblo no gobierna ni puede gobernar, y que los gobernantes no
representan ni pueden representar al pueblo como totalidad o unidad, el
sufragio pierde la base ideológica que lo ata a aquellos supuestos
doctrinarios. Pero lo mantenemos atribuyéndole otra base ideológica mucho más
real y científica que la anterior, totalmente ficticia e imposible. El sufragio
se funda y legitima en el estado contemporáneo por la necesidad y la justicia
de dar a la comunidad un medio o procedimiento organizado de expresión
política. Los hombres han de poder canalizar su opinión política para
participar activamente en la dinámica política, en el régimen; y han de contar
con medios a través de los cuales la obediencia tenga y voz y voto decisivos.
La comunidad gobernada ha de ser sujeto de actos políticos en los que
exteriorice la expresión organizada de sus opiniones”.
“Así explicado, el sufragio merece nuestra adhesión, y
desemboca en el concepto de que es una técnica o un procedimiento
institucionalizado mediante el cual el cuerpo electoral (que es el conjunto de
hombres con derecho electoral activo, llamado también electorado activo) hace
manifestación o expresión de opiniones políticas, con dos finalidades
distintas: a) para elegir gobernantes; b) para la adopción de decisiones
políticas”.
“En suma, a través del sufragio no gobierna ni ejerce una
supuesta soberanía o un poder político de los cuales sería titular, sino que
participa políticamente en el régimen, expresando su opinión política”.
(págs. 371/372)
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Martínez Vázquez, Benigno. “El
sufragio y la idea representativa democrática”; Buenos Aires, Desalma, 1966.
“Si el sufragio, como expresión de un obrar político,
estuviera confinado en los límites de una determinada comunidad o si hubiera
mostrado su existencia en lapsos breves del devenir histórico, podríamos pensar
que estamos en presencia de una realidad que sólo tiene sentido y significado
allí donde se ha estructurado, es decir, en un orden determinado o en un
momento histórico fugaz. Ocurre, en cambio, que bajo las más diversas formas y
con distinta extensión el sufragio aparece, en la historia de los pueblos,
desde las primeras épocas, como un medio o procedimiento, siempre reiterado, de
participación de grupos, más o menos numerosos, en los asuntos o negocios de
interés común”. (págs. 19/20)
“Esa constante histórica nos permite presumir que el
sufragio es vehículo de una tendencia política natural del hombre”. (pág. 20.
“El sufragio, en su realidad esencial, no sería otra cosa
que un medio o procedimiento de actualizar el derecho natural del ciudadano a
participar en la cosa pública”. (pág. 31)
“El pueblo, al designar por elección un candidato para el
desempeño de una función de gobierno, no le transfiere poder alguno, se limita
a asignar a un sujeto una función rectora en la comunidad. No le otorga
derechos ni representatividad, le impone un deber, un servicio, el cuidado y
conducción de la comunidad. Le inviste de una función que debe cumplir dentro
del orden natural y de los marcos constitucionales. El cumplimiento de ese
deber, necesario para la comunidad, genera el derecho de mandar y de exigir
obediencia”. (pág. 66)
“En nuestro régimen político, y en el momento actual, son
los partidos políticos los cauces indispensables para poner orden y jerarquía
en el proceso de nominación de las autoridades”. (pág. 81)
“Ni Estado corporativo, pensando con moldes extraños a
nuestra realidad y tradición histórica, ni representación funcional abstracta.
Sólo modificación, dentro de lo posible, de las estructuras, a tenor de las
exigencias reales del momento, en la forma y con el perfil institucional que la
inventiva fecunda de una conducción política realista pueda elaborar como
instrumento idóneo para solucionar la crisis de la función representativa del
parlamento”.
“Es menester dar soluciones, pero soluciones viables, no
recetas de gabinete, ni cambios utópicos del régimen político”. (pág. 101)
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Badeni, Gregorio. “Reforma
constitucional e instituciones políticas”; Buenos Aires, AD-HOC, 1994.
“El sufragio no es sinónimo del sistema electoral. Este
último constituye un procedimiento reglado con el propósito de establecer quién
designa a los gobernantes y cómo son designados los mismos. En cambio, el
sufragio es una función política que se ejerce en el marco de un sistema
electoral, por una entidad cuya composición varía en función de la idea
política dominante”. (pág. 196)
“Asignar al voto carácter universal significa que no se
puede condicionar el ingreso de los ciudadanos al cuerpo electoral por razones
físicas, económicas o sociales. Claro que el carácter universal del voto no
significa que sea absoluto. Pero dicho carácter universal requiere que los
impedimentos que se establezcan a los ciudadanos para votar deben ser
determinados por razones elementales de indignidad, inmadurez o incapacidad
política. (pág. 198)
CENTRO DE ESTUDIOS
CÍVICOS
Descripción: Entidad
cultural, sin fines de lucro, fundada el 5 de marzo de 1981, como asociación
privada de fieles laicos católicos, con la finalidad de contribuir a la
animación del orden temporal con el espíritu cristiano.
Equipo
Directivo
Presidente: Dr. Mario Meneghini
Secretaria: Prov. Beatriz Coronel de Mayorga
Tesorero: Ing. Armando García Lillo
Síndico: Dr. Juan Amadeo Roa
Asesor Técnico: Ing. Isidoro Delgado
Asesor Espiritual: Pbro. Hugo Gonzalez
Áreas
de Trabajo
Doctrina Social de la Iglesia: Escuela de Dirigentes “Santo Tomás
Moro”
Bioética: Promover
la Vida
Participación cívica: Foro Azul y Blanco
Historia Argentina: Foro
Sanmartiniano
SINTESIS DE ACTIVIDADES
(1981- 2008)
8
Jornadas
11
Paneles
19
Cursos
16
Reuniones Doctrinarias
12
Seminarios
57
Conferencias
124
Números del Boletín “Acción”
Compendio
de Doctrina Social de la Iglesia - 2004
Curso Virtual de Doctrina Social de la
Iglesia -
2005. Desde 2007 integra el Directorio Católico, donde ha sido consultado
por 2.621 personas.
Nuestras páginas web:
-
www.magisterio-social.blogspot.com
(Curso virtual de DSI)
- http://promover-lavida.blogia.com (Bioética)
- http://azulyblanco.blogia.com (Participación cívica)
- www.forosanmartiniano.blogspot.com (Historia de San Martín)
Sede: Pedro J. Frías 330 - 5000
Córdoba
c.e.: cecivicos@gmail.com
escuelatmoro@gmail.com
[1] “La fe y la razón constituyen
las dos vías cognoscitivas de la doctrina social, siendo dos las fuentes de las
que se nutre: la Revelación y la naturaleza humana”: Pontificio Consejo
Justicia y Paz. “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”; 2005, p. 75.
[2] Guardini, Romano. “El poder”; Guadarrama,
1963, pág. 22.
[3] Gómez Pérez, Rafael. “Introducción a la
política activa”; Editorial Magisterio Español, 1978, págs. 105/106.
[4] Ramos, Fulvio. “La Iglesia y la democracia”;
Cruz y Fierro, 1984, págs. 200 y 183.
[5] Revista Cabildo, nº 74, editorial.
[6] “Cristianismo y política”; Revista
Internacional Communio, julio/agosto, 1995.
[7] Carta Apostólica “Octogesima Adveniens”; p.
37.
[8] “Utopía”, Sopena Argentina, 1944, pág. 64.
[9]
Sorge, Bartolomé. “La Propuesta Social de la Iglesia”; Madrid, BAC, 1999, págs.
94/96.
[10] Op.
cit., págs. 185/186.
[11] Op.
cit., págs. 193/207.
[12]
Discurso, 23-11-1995.
[13]
Ratzinger, Joseph. “Verdad, Valores, Poder”; Madrid, Rialp, 1998, págs. 87/98.
[14]
Palacios, Leopoldo-Eulogio. “La prudencia política”; Madrid, Gredos, 1978.
[15] Cit. por Ayuso Torres, Miguel. “La política como deber: sentido y
misión de la caridad política”; pág. 354, en: AAVV. “Los católicos y la acción
política”; Madrid, Speiro, 1982.
[16]
Ratzinger, op. cit., pág. 90.
[17] Op.
cit., pág. 91.
[18] Cit.
Por Ayuso Torres, op. cit., pág. 361.
[19]
Comentario a la Política de Aristóteles, prólogo.
[20] Pío
XII, Discurso, 1927.
[21] III
Politicorum, lec. 2, nº 364.
[22] Meneghini, Mario: Ponencia presentada al Quinto Congreso Católico
Argentino de Filosofía, Córdoba, 6/9-10-1989. Texto actualizado al 3-6-08.
[23] Enc. “Libertas Praestantisimum”, León XIII, 1888; Enc. “Diuturnum
Illud”, León XIII, 1881; Enc. “Notre Charge Apostolique”, Pío XI, 1910. V.:
Ramos, Fulvio. “La Iglesia y la democracia”; Cruz y Fierro, 1984.
[24]
Bidart Campos, Germán. “Doctrina del Estado democrático”; EJEA, 1961, pág. 186.
[25]
Tello, Belisario. “La monarquía sin corona”; Alameda, 1975, pág. 72.
[26] León
XIII, Enc. “Au Milieu des Sollicitudes”, p. 22, 23, 15.
[27] León
XIII, Enc. “Cum Multa”, p. 3.
[28]
Kelsen, Hans. “Teoría general del Estado”; Editora Nacional, 1973, pág. 454.
[29] Rivero. “De la politique des groupes a la politique de la nation”;
cit. por: Montemayor, Mariano. “Las ideas democráticas y el orden corporativo”;
Kraft, 1967, págs. 114/115.
[30] Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”; Bibliográfica
Omeba, 1964, pág. 490.
[31]
Lucas Verdú, Pablo. “”Principios de la Política”; Tecnos, 1971, T. III, pág.
48.
[32] Messner, Johannes. “Ética Social, Política y Económica a la luz del
Derecho Natural”; Rialp, 1967, págs. 686/687.
[33]
Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, 1964, pág. 101.
[34]
Carta a la 41º Semana Social de Francia, 14-7-1954.
[35] Enc.
“Inmortale Dei”; p. 22.
[36] Enc.
“Cristifideles Laici”; p. 42.
[37] Exposición en el Simposio de Filosofía Política, en el Congreso
Nacional de Filosofía del Derecho y Filosofía Política y IV Jornadas Nacionales
de Derecho Natural, San Luis (15-6-97).
[38] León XIII, “Au Millieu des Solicitudes”, p. 22 y 23. “Juzgamos
innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos tienen la
obligación de aceptar los cambios constituidos y que no pueden intentar nada
para destruirlos o para cambiar su forma”, id., p. 17.
[39] “Porque quien pone un voto positivo se hace cómplice avalando el
resultado electoral, y al incurrir en lo que los teólogos nombran como
cooperación activa al mal, su fe viva no está puesta en Dios sino en la
soberanía popular”: Gelonch Villarino, Edmundo. “La secta imperante y la
debilidad mental”; en: Centros Cívicos Católicos, noviembre de 2002, p. 8.
[40] “Si un pueblo es razonable…es bueno promulgar una ley que permita a
ese pueblo darse a sí mismo los magistrados que administren los asuntos
públicos”: San Agustín, cit. por Sto. Tomás, Suma Teológica, I-II, 97, 1.
[41] “Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo
tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común”
(Constitución “Gaudium et Spes”, p. 75.
[42] “Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad
que la rija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la
Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor”; León XIII,
“Inmortale Dei”, p. 2.
[43] “No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o
al Magisterio de la Iglesia”; Catecismo de la Iglesia Católica, p. 2039.
[44]
Pablo VI. “Octogesima Adveniens”, p. 37.
[45] Santo Tomás de Aquino. “Del gobierno de los príncipes”; Buenos Aires,
Editorial Cultura, 1945, Vol. 1ro., pág. 35.
[46]
Pablo VI. Carta Encíclica “Humane Vitae”, 25-7-68.
[47]
Benedicto XVI. Exhortación Apostólica Postsinodal “Sacramentum Caritatis”,
22-2-07, p. 83.
[48]
Aristóteles. “Política”; Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, pág.
182.
[49] Conferencia dictada el 19-4-2005, en la Biblioteca Córdoba.
[50]
Homilía en la Misa “Por la elección del romano Pontífice”, el 18-4-2005.
[51] Keraly, Hugues; en: Santo Tomás de Aquino; “Prefacio a la Política”;
México, Editorial Tradición, 1982, pág. 107.
[52]
Santo Tomás, op. cit., pág. 17.
[53] Ibidem.
[54] Keraly, op. cit., pág. 137.
[55] Pío
XII, Alocución, 29-4-1945.
[56] Rommen, Heinrich. “El Estado en el pensamiento católico”; Madrid,
Instituto de Estudios Políticos, 1956, págs. 494 y 623.
[57] Desqueyrat, A. “Doctrina política de la Iglesia”; Bilbao, Desclée de
Brouwer, 1966, T. I, págs. 125/141.
[58]
Mersh, E. “La fonction de l’ autorité”, cit. P. Desqueyrat, op. cit., pág. 130.
[59] Unión Internacional de Estudios Sociales (Malinas). “Código de Moral
Política”; Santander, Sal Terrae, 1959, pág. 29.
[60] Mario Meneghini. “Sumario de Doctrina Social”; Córdoba, Escuela de
Dirigentes Santo Tomás Moro, 2005, Mód. 7, p. 5.
[61] Bidart Campos, Germán. “Doctrina del Estado democrático”; Buenos
Aires, AJEA, 1961, Cap. 4.
[62] Bidart Campos, Germán. “Doctrina Social de la Iglesia y Derecho
Constitucional”; Buenos Aires, EDIAR, 2003, págs. 109/111.