Vivimos
en una época caracterizada por el desinterés masivo de la ciudadanía en la
actividad política. No es un fenómeno exclusivo de algunos países, sino que se verifica
en todos los pueblos y en todas las regiones del mundo.
Explicaba
don Julio Irazusta[1]
que, de todas las actividades, la política es “la más mezclada con la ganga
humana”. En ese ámbito es donde se
desatan todas las debilidades y pasiones del hombre. Por eso la califica como
“la cenicienta de las actividades espirituales”; de allí que en las mismas
sociedades –como la nuestra- donde surgen grandes intelectuales y artistas, sea
poco frecuente hallar buenos políticos. La decadencia en la reflexión sobre
esta actividad ha llegado al anuncio de la
muerte de la ciencia política; y se ha sostenido “que volver a los clásicos
del pensamiento político es una tarea indispensable y totalmente vigente para
acercarse a la realidad política del presente”[2].
La
comunidad humana surge por causas naturales, no por un mítico contrato social,
puesto que el hombre es por naturaleza un animal social, y convive con otros
hombres para poder satisfacer las necesidades vitales, que no puede cubrir por
sí mismo. La naturaleza social del hombre no puede merecer dudas a quien la
estudia objetivamente. “Es evidente que en lo concreto no hallamos individuos
aparte de la sociedad, ni sociedad aparte de los individuos. En lo concreto
sólo hay individuos en sociedad”[3]. Incluso por su estructura
física la persona necesita la ayuda de su familia por un tiempo más prolongado
que los animales, que pueden sobrevivir solos a poco de nacer. Además, por su
característica de un ser espiritual, depende también de la vida comunitaria.
“El desarrollo de la vida del espíritu está ligado en todos los aspectos sin
excepción a la sociedad”[4]. La antropología cultural
muestra que el hombre, en cierto modo, es influido espiritualmente por la
tradición social, por las costumbres y actitudes que rigen en la cultura de la
sociedad en que vive. La lengua, que diferencia sustancialmente a toda persona
de cualquier animal, contribuye a su conformación espiritual. Explica Strauss
que la actividad humana importante comienza con una deliberación, para la cual
es necesaria la lengua; la acción política requiere la expresión clara del
pensamiento[5].
De
no cumplir su tendencia social, el hombre no puede utilizar adecuadamente sus
instintos. Y por eso, la sociedad, strictu sensu, es exclusiva del hombre; los
animales se agrupan instintivamente de un modo determinado que no pueden
alterar; incluso de las abejas y hormigas, que poseen una cierta complejidad
organizativa, únicamente de modo analógico puede hablarse de una tendencia
social. En la sociedad existe un sistema cooperativo, en el que los hombres se
complementan mutuamente. Esa cooperación social da por resultado algo que
supera la sumatoria de los aportes individuales. La sociología distingue entre
las agrupaciones sociales, aquellas que denomina comunidades, que se forman espontáneamente –como la familia y la
nación- de las que son constituidas deliberadamente, como el Estado, para las
que se reserva el nombre de sociedades.
La sociedad política –o sociedad general- que incluye a todas las personas y
grupos que conviven en un territorio determinado, configura un entramado de
relaciones que posee una organización propia, que limita al Estado para que no
exceda de su rol de órgano suyo destinado a promover el bien común y mantener
el orden público. Es una unidad de orden, “producto de un fin que le es
inmanente y que coordina el comportamiento de sus miembros a través de su libre
decisión”[6].
La
sociedad política no tiene unidad substancial y no es, por lo tanto, un todo
orgánico, pero puede analogarse como contraste con un todo inerte, pues las partes se unen
tendiendo a un fin común[7]. En aquella sociedad de
sociedades, se complementan todas las actividades que permiten a los hombres
alcanzar su bien; por eso, es fundamental que las partes mantengan su vida
propia logrando cierta autonomía en su contribución al bien del todo. De modo
que, si una de las partes se debilita, corresponde al gobierno ayudarla o
suplir su función para que no decaiga la sociedad y se mantenga el equilibrio
social. Las sociedades menores que integran una sociedad política son partes de
la misma, que poseen cada una un fin particular, subordinado al fin político,
manteniendo la potestad específica que necesita para regir su ámbito de
actuación. Si el gobierno político invade o desconoce la jurisdicción de las
sociedades inferiores, rompe el debido equilibrio y cohesión, e impide el bien
común. Las potestades particulares, subordinadas al Estado, deben funcionar
armónicamente en base a dos principios: totalidad
y subsidiariedad. Esto es posible
cuando la supra ordinación que ejerce el Estado no es despótica, sino política,
es decir que consiste en orientar, coordinar y controlar, sin anular la vida
propia de las sociedades inferiores.
Por lo
ya señalado, dice Aristóteles que quien no necesita nada no integra la ciudad;
es “una bestia o un dios”[8]. El gobierno de la
comunidad implica que todos quienes conviven son libres e iguales en esencia,
pero con cualidades diferentes. Ninguno puede realizar por sí mismo todas las
actividades necesarias para la vida, por eso requiere la vida comunitaria para
que los hombres se ayuden mutuamente. Sin ella no pueden alcanzar la
perfección, en el orden material, intelectual y moral. El bien que persiguen
las personas en la sociedad, no lo pueden obtener de la familia ni de los
grupos particulares, es el bien común[9]. El bien humano debe ser
servido por una serie suficiente de bienes corporales y económicos que tienen,
por supuesto, un lugar dentro del contenido del bien común, pero, subordinado a
lo más importante: el orden político que le da forma a la comunidad política.
El orden político tiene dos características básicas: es jerárquico y es
circunstancial[10].
Es jerárquico pues todo orden supone prioridades. Es circunstancial este orden, porque no es
automático; se adapta a las circunstancias según la intelección de la realidad
existente, que tiene como clave sociológica a la concordia. Ésta no es simple
amistad entre los ciudadanos, sino que es la concordia una forma superior de
amistad cívica que implica la confianza recíproca entre los integrantes de una
comunidad política, y es parte fundamental del bien común. La concordia
política es “un acuerdo del entendimiento práctico respecto a lo que ha de
hacerse, respecto a los objetivos a alcanzar para satisfacer las necesidades
comunes”[11].
En
la actualidad, es habitual considerar a la política como actividad desligada de
la moral y poco útil, una especie de mal inevitable, que se superpone a la vida
normal de la sociedad. En cambio, la concepción clásica de la política
consideraba, como lo indica la frase ya citada de Aristóteles, que quien se
abstiene de la vida cívica no es un hombre civilizado. Un cambio tan profundo
en la perspectiva se debe a una progresiva degradación de la actividad que
analizamos. El Profesor Widow describe este proceso[12], que conduce a un dominio
del poder que implica distorsionar el tejido social para facilitar el manejo de
una masa de personas indiferenciadas, que ha dejado de constituir una comunidad
con identidad propia. De actividad noble,
la política se va convirtiendo en mera
técnica, apta para quien desea adquirir y conservar el poder, utilizado en
provecho propio. La sociedad facilita el bien de sus integrantes, especialmente
el logro de una vida virtuosa; pero, ésta ya no se entendió del mismo modo, a
partir del siglo XIV, y la política dejó de estar vinculada a la moral.
Siguiendo los consejos de Maquiavelo, la prioridad de los gobiernos será
preservar la unidad política, caracterizada como razón de Estado. Desde el
siglo XVII, especialmente en Inglaterra, la autoridad pública debe defender la
propiedad privada y la seguridad individual; el gobierno reducido a la función
policial, y la libertad como principio moral esencial de la conducta humana. Casares afirma que, en
busca de realismo, Maquiavelo cae en una fantasía individual que carece de
rigor científico: en su observación histórica “hay finura genial para captar
los rasgos individualizantes, pero no hay ni siquiera la tentativa de
desentrañar lo universal recóndito en cada hecho observado”[13].
La consecuencia
lógica de este razonamiento es el Contrato Social, mediante el cual, las
personas renuncian voluntariamente a una parte de su libertad para asumir la voluntad general que lo obliga a ser
libre. Entonces, la política, encarnando el deber ser que representa una
ideología, ejerce un poder revolucionario, verdadera ingeniería social para
adaptar la realidad natural a un esquema teórico. El Estado moderno no se
deriva de la dimensión social del hombre, sino que surge como un aparato
artificialmente diseñado para encuadrar el teórico estadio de naturaleza
original, lo que conduce a un gobierno despótico para evitar la anarquía,
resultado de la destrucción o debilitamiento de los grupos sociales reales[14]. Esto no ocurre porque
todo poder tienda a ser absoluto y perjudicial, como pretende la famosa frase
de Lord Acton; incluso el llamado poder absoluto de algunos reyes, estaba
limitado por las instituciones que se gobernaban con una autonomía que el rey
no podía invadir. En realidad, comenta Guardini, el poder recién cobra un
sentido determinado, cuando una persona lo convierte en una acción, de la cual
es responsable. “Por sí mismo, el poder no es ni bueno ni malo; adquiere
sentido por la decisión de quien lo usa”[15]. De hecho, durante muchos siglos la autoridad
de los monarcas estuvo compensada y controlada, lo que permitía un margen de
libertad. Por eso decía Tocqueville que la existencia de sociedades resulta
imprescindible para amortiguar los roces y conflictos entre el individuo y el
Estado. Llegó a proponer una conclusión: “Para que los hombres no pierdan su
condición de civilizados, o para que puedan serlo algún día, las asociaciones
deben prosperar en la misma proporción en que aumenta la igualdad de
condiciones”[16].
En forma paralela a
los convencidos de esta concepción, pululan los mercenarios que buscan su
propio beneficio, colaborando con los líderes mesiánicos. Explica Marcelo Sánchez Sorondo que, debido “al
ilegitimo divorcio entre el poder y los mejores, en la confusión de la juerga
aprovechan para colarse al poder los reptiles inmundos que, denuncia Platón,
siempre andan por la vecindad de la política, como andan los mercaderes junto
al Templo”[17].
Se ha llegado a esta situación por un progresivo y generalizado aburguesamiento
de los ciudadanos, de acuerdo a la definición hegeliana del burgués, como el
hombre que no quiere abandonar la esfera sin riesgos de la vida privada
apolítica. Rechaza ser protagonista en el orden social, prefiriendo el rol de
espectador sin compromisos.
Lo
más triste –señala Widow- es “que al rechazo de la política como compendio de
vicios y males, siga la renuncia al intento de restaurarla en su verdadera
dimensión humana”. El buen ciudadano se aparta de la vida cívica, “abandonando
asqueado ese campo a los que han hecho presa de él”[18].
La
política es una actividad moral pues procura el bien integral del hombre;
entonces, independizar la política de la moral, conduce a la grave crisis
contemporánea ya que deja de importar si los objetivos fijados son coherentes
con el bien último mencionado. La distinción entre política y moral deviene de la desaparición de la filosofía
política clásica; si la política persigue intereses que carecen de vínculo con
las normas morales, la política se reduce a la lucha por el poder, sin límites
éticos ni legales.
Esa
actitud pasiva frente al poder distorsionado se explica por las brumas de que
se rodea; disimulado, al ser anónimo, se presenta como un simple
instrumento del pueblo. En forma
drástica, un autor como Duguit sostiene que se trata de una farsa o una
abstracción. “Se afirma que la voluntad general, que en realidad emana de los
individuos investidos del poder político, emana de un ser colectivo, la nación,
cuyos gobernantes no serían más que órganos”[19].
Habiéndose
logrado aceptar la idea ficticia de la soberanía del pueblo, la consecuencia
lógica es que si “el poder se funda en la soberanía de todos, la desconfianza
no tiene razón de ser, ni la vigilancia objeto alguno, de modo que dejan de
defenderse los límites puestos a la autoridad”[20].
En
la legislación actual se concede el derecho a todo ciudadano de realizar
actividades políticas y a competir por el acceso a cargos públicos electivos
(ej. Art. 37-38 CN). Ahora bien, no cabe duda de que a cada derecho corresponde
un deber; es más el derecho se justifica en la necesidad de poder cumplir un
deber. Aplicando este criterio al tema que nos ocupa, concluimos que todo
miembro de una comunidad debe contribuir con el bien común de la misma, y estar
dispuesto no sólo a defenderla con las armas, en caso de agresión externa, sino
con los sacrificios y aportes que requiera el mantenimiento del orden y la paz
social. De allí la advertencia de Ortega: “El hombre que no se ocupa de la
política es un hombre inmoral”; agregando, para evitar otro error, “el hombre
que sólo se ocupa de política y todo lo ve políticamente es un majadero”[21].
En
esencia, política es la conducta humana que procura el bien común de una
sociedad. Para despojar este concepto de falsas acepciones, debemos recurrir a
la locución politicidad natural,
generada por Aristóteles, para quien la actividad política es un bien, valioso
en sí mismo, que tiene naturaleza de fin, no de medio. “En efecto, -como afirma
Castaño- más allá de la ingente utilidad que trae al hombre, el bien común
político, en tanto bien de amistad, de justicia, y de plenitud humana integral
(también corpórea), es un bien cuyo ápice y eje lo constituyen exigencias
positivas e imprescriptibles de la naturaleza humana[22].
Gran parte de los
problemas y frustraciones del mundo contemporáneo se debe a que, a cambio de
obtener que el Estado soluciones nuestros problemas, renunciamos al ejercicio
pleno de la libertad. Por eso, la libertad cívica exige la participación activa
de los ciudadanos. La participación
es el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios
sociales. Es necesario para la vida comunitaria que todos participen, cada uno
según el lugar que ocupa y la función que desempeña. Este deber es inherente a
la dignidad de la persona humana. Puede ocurrir,
por cierto, que en algunas circunstancias, intervenir en la cosa pública
implique avalar una situación injusta. Pero en general, si una proporción
considerable de la población, se desentiende de la esfera pública, es difícil
que las decisiones gubernamentales sean convenientes a la comunidad.
Abstenerse de toda
participación, incluida la simple emisión del voto cada dos años, implica dejar
que el Estado haga –generalmente, de modo defectuoso y oneroso- lo que puede
hacer mejor una entidad inferior, mejor preparada para una actividad específica
y sometida a un control ciudadano más inmediato; en esto consiste el principio
de subsidiariedad ya citado anteriormente.
Santo
Tomás sostiene que para la buena constitución es necesario “que todos tengan
alguna parte en el ejercicio del poder, pues así se logra mejor la paz del
pueblo, y que todos amen esa constitución y la guarden” (S. Th., q. 105, a. 1,
resp.). Incluso llega a decir que, si bien “conviene que el gobierno sea de
uno, para que sea más poderoso”; “si se inclinare a la injusticia conviene que
sea de muchos, para que sea más débil y que unos y otros se impidan; de donde
nace que de los gobiernos injustos el más tolerante es la democracia, y el peor
la tiranía” (Del gobierno de los príncipes, Libro I, cap. III.).
El
rechazo de la actividad política llega al extremo en un autor como Stan
Popescu, que considera que: “La política no es una creación divina (…) La
filosofía de la política va ligada estrechamente a la teología del infierno”[23].
Estas
actitudes han originado incluso una corriente de pensamiento, integrada por
intelectuales serios que consideran inmoral participar en política mientras
rija el sistema vigente; concretamente, cuestionan el ejercicio del voto en un
sistema de sufragio universal, y que los partidos políticos posean el monopolio
de la representación ciudadana.
En
el plano de las ideas, es lícito preferir otro sistema, pero cuando de hecho
queda uno constituido legalmente, su
aceptación es obligatoria, sin perjuicio de procurar su modificación. En el sistema vigente en la Argentina, existen
aspectos defectuosos, que en este momento el Congreso procura mejorar. Además,
existen otras acciones políticas en las que el ciudadano puede participar, ya
sea para defender sus derechos o demandar a las autoridades: 1) declaraciones y
manifestaciones públicas; 2) petitorios a las autoridades; 3) audiencias públicas;
4) iniciativa popular; 5) recursos de amparo; 6) asociaciones de consumidores y
de usuarios; 7) elaboración y propuesta de proyectos y políticas públicas; 8)
revocatoria de mandatos.
Habiendo tratado de describir la difícil realidad, así
como las confusiones teóricas, es necesario destacar que no se puede equiparar
la política con la magia, creyendo entonces que hasta una actitud decidida para
solucionar los problemas. La política es una constante opción entre dificultades. Precisamente, en
la actualidad parece imposible la actividad política honesta sin aplicar la
doctrina del mal menor, definida por Santo Tomás: “Cuando es forzoso escoger
entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquélla se debe elegir
de que menos mal se sigue”[24]. Paradójicamente, cuando
más necesaria resulta esta doctrina, es cuando más está cuestionada como una
defección de lo correcto. Algunos proponen utilizar como fórmula alternativa la
de bien posible. En el enfoque
aristotélico, “lo posible es aquello que los individuos pueden hacer y depende
de su responsabilidad”, aunque siempre respetando los fines de la comunidad[25]. Pero, ocurre que en el
mundo moderno, hay una ampliación constante del área de lo posible, que altera
el sentido de los fines. Se ha dicho, por ejemplo, que: “Al leer a Marx se
tiene la impresión de que su pensamiento estaba guiado por los dos principios
siguientes: todo aquello que es deseable es ipso facto posible y todo lo que es
posible y deseable es ipso facto necesario. De esto se deduce una tendencia
permanente al utopismo”[26].
Aunque
resulte curioso, quienes están en las antípodas de una tendencia
revolucionaria, apelan con frecuencia a la utopía como excusa para evitar el
esfuerzo concreto de mejorar la realidad, conformándose con soñar en un mundo
futuro. De esta manera eluden la propia responsabilidad, contribuyendo a que la
situación existente se mantenga. Por eso, parece adecuada la expresión eutanasia de la polis, que se produce
por la negativa a intervenir, considerando que nada puede hacerse para salvar
la vida de una comunidad[27]. Desechan el consejo de
Tomás Moro: “Si no conseguís todo el bien que os proponéis, vuestros esfuerzos
disminuirán por lo menos la intensidad del mal”[28].
Debemos
retomar, entonces, el concepto de bien común posible, partiendo de la base de
que, confrontada con la utopía, siempre la realidad política nos resultará
imperfecta. El profesor Tale nos orienta, al mencionar el bien común optimal, como “el mejor bien común que puede ser logrado
en una comunidad política concreta, en las circunstancias históricas y
geográficas presentes en ella”[29].
Es
habitual quejarse de los malos dirigentes políticos, pero como señala
agudamente Ernesto Palacio, el pueblo busca intuitivamente dirigentes que
puedan conducirlo. De modo que no es cierto que el pueblo rechace
deliberadamente a los mejores, por preferir la demagogia y el populismo. Si no
elige a los más capaces y patriotas, es sencillamente porque dichos dirigentes
no existen. Un estamento
dirigente está integrado por aquellos ciudadanos “que no sólo pueden legalmente
llegar a las magistraturas, sino que, por el influjo de que gozan y sus
condiciones de preparación y experiencia, están realmente en condiciones de
asumirlas y desempeñarlas benéficamente”[30].
Entonces, en conclusión, si como
afirma Aristóteles, es “imposible que esté bien ordenada una ciudad que no esté
gobernada por los mejores sino por los malos”[31], resulta imprescindible
la participación activa de los ciudadanos para procurar que accedan al gobierno
los más aptos y honestos dispuestos a desempeñar las funciones públicas.
Córdoba,
Agosto 27 de 2016.-
Ponencia presentada al Congreso Nacional de Filosofía, a celebrarse los días 22-24-9-2016, La Falda. Organizado por la Sociedad Argentina de Filosofía.
Bibliografía
consultada
Aquino, Tomás de. “Del
gobierno de los príncipes”; Buenos Aires, Editora Cultural, 1945.
Aristóteles. “Política”;
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.
Ayuso, Miguel. “La política,
oficio del alma”; Buenos Aires, Ediciones Nueva Hispanidad, 2007.
Ayuso, Miguel. “La cabeza de
la Gorgona; de la hybris del poder al totalitarismo moderno”; Buenos Aires,
Buenos Aires, 2001.
Brie, Roberto. “El ser
nacional: visión de un filósofo”; revista Verbo, N° 166, setiembre 1976.
Cansino, César. “La muerte
de la ciencia política”; Buenos Aires, Sudamericana, 2008.
Casares, Tomás.
“Conocimiento, política y moral”; Buenos Aires, editorial Docencia, 1981.
Castaño, Sergio Raúl.
“Defensa de la política”; Buenos Aires, Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma,
2003.
Coicaud, Jean-Marc.
“Legitimidad y política. Contribución al estudio del derecho y de la
responsabilidad política”; Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2000.
Guardini, Romano. “El
poder”; Madrid, ediciones Guadarrama, 1963.
Irazusta, Julio. “La
política, cenicienta del espíritu”; Buenos Aires, Ediciones Dictio, 1977, ps.
10 y 11.
Jouvenel, Bertrand de. “El
poder”; Madrid, Editora Nacional, 1974.
Lamas, Félix Adolfo. “La
concordia política (vínculo unitivo del Estado y parte de la justicia
concreta)”; Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1975.
Meinvielle, Julio.
“Concepción católica de la política”; Buenos Aires, Ediciones Dictio, 1974, ps.
36/39.
Messner, Johannes. “Ética
social, política y económica. A la luz del
derecho natural”, Madrid, Rialp, 1967.
Moro, Tomás. “Utopía”;
Buenos Aires, Sopena Argentina, 1944.
Palacio, Ernesto. “Teoría
del Estado”; Buenos Aires, Eudeba, 1973.
Popescu, Stan. “Psicología
de la política”; Buenos Aires, Euthymia, 1991.
Sacheri, Carlos. “El orden
natural”; Buenos Aires, Ediciones del Cruzamante, Quinta edición, 1980.
Sánchez Sorondo, Marcelo.
“La clase dirigente y la crisis del régimen”; Buenos Aires, ADSUM, 1941.
Strauss, Leo. “¿Qué es
filosofía política?”; Madrid, Ediciones Guadarrama, 1970.
Sturzo, Luigi. “Leyes
internas de la sociedad. Una nueva sociología”; Buenos Aires, Editorial
Difusión, 1946.
Vallet de Goytisolo, Juan.
“Tres ensayos. Cuerpos intermedios. Representación política. Principio de
subsidiariedad”; Madrid, Speiro, 1981.
Widow, Juan Antonio. “El
hombre, animal político”; Buenos Aires, Editorial Nueva Hispanidad, 2007.
[1] Irazusta, Julio. “La política…”,
1977, ps. 10 y 11.
[2]
Cansino, César. “La muerte…”; 2008, p. 205.
[3]
Sturzo, Luigi. “Leyes internas…; 1946, p. 22.
[4] Messner, Johannes. “Ëtica social…; 1967, p. 155.
[5]
Strauss, Leo. “Que es…”; 1970, p. 110.
[6]
Messner, op. cit., p. 188.
[7]
Widow, Juan Antonio; “El hombre…”; 2007, ps. 159-162.
[8]
Aristóteles. “Política”; 1983, p. 4.
[9]
Meinvielle, Julio. “Concepción católica …”; 1974, ps. 36/39.
[10]
Brie, Roberto. “El ser nacional…”; revista Verbo, N° 166, setiembre 1976, ps.
25-26.
[11]
Lamas, Félix. “La concordia…”: 1975, p. 25-26, y 205.
[12]
Widow, op. cit., ps. 98-109, 159-162.
[13]
Casares, Tomás. “Conocimiento…”; Buenos Aires, 1983, p. 54.
[14]
Ayuso, Miguel. “La cabeza de la Gorgona…”; 2001, ps. 12, 40-43.
[15]
Guardini, Romano. “El poder”; 1963, ps. 25-28.
[16]
Cit. por: Vallet de Goytisolo, Juan. “Cuerpos intermedios…”; 1981, p. 32.
[17] Sánchez
Sorondo, Marcelo. “La clase dirigente…”; 1941, ps. 37-38.
[18]
Widow, op. cit., p. 103.
[19]
Cit. por: Jouvenel, Bertrand de. “El poder”; 1974, p. 11.
[20]
Jouvenel, op. cit., p. 323.
[21]
Cit. por: Ayuso, “La política…”; 2007, p. 50.
[22]
Castaño, Sergio Raúl. “Defensa…”; 2003, ps. 30 y 33.
[23] Popescu,
Stan. “Psicología…”; 1991, p. 74.
[24]
“Del gobierno de los príncipes”; Libro I, cap. V.
[25]
Coicaud, Jean-Marc. “Legitimidad…”; 2000, p. 218.
[26]
Cit. por Coicaud, op. cit., p. 219.
[27] InfoCaótica,
17-8-1916.
[28]
Utopía, 1944, p. 64.
[29]
InfoCaótica, 12-8-2016.
[30]
Palacio, Ernesto. “Teoría…”; 1973, p. 77.
[31]
Aristóteles, op. cit., Libro VI, I, p. 182.