(De
regimene principum ad regem Cypri) *
Santo
Tomás de Aquino
Intentaremos en esta
breve recensión captar los conceptos principales de una nueva edición de la
clásica obra de Santo Tomás, escrita en 1265-1266 para el rey de Chipre, Hugo
II, quien acudió al santo solicitando una orientación para el buen gobierno. La
obra quedó interrumpida al final del capítulo cuarto del libro II, habiendo
terminado la redacción Tolomeo de Luca, discípulo de Tomás; debido a ello en esta edición solo
se incluye la primera parte. El P. Rodríguez agrega al texto, glosas que
complementan o aclaran el mismo.
Pese a ser una obra
breve constituye un tratado sobre el origen del poder y sobre los deberes del
gobernante. Se menciona en la presentación, una cita de la Suma Teológica: Es imposible que el bien común de la Nación
vaya bien, si los ciudadanos no son
virtuosos, al menos aquellos a quienes compete mandar (I-II, 92, 1 ad 2).
Por eso, la prudencia política es la virtud suprema del género prudencial, cuya
función es la recta ordenación del comportamiento cívico al bien común de la
sociedad.
Santo Tomás no se
dedicó a gobernar, pero sus consejos fueron tenidos en cuenta, no solo por el
rey de Chipre, sino por San Luis, rey de Francia, los papas, los arzobispos de
Palermo y de Antioquía, la duquesa de Brabante y otros.
En el prólogo establece
el carácter teológico de la obra, aunque consulte también la autoridad de los
filósofos, por eso manifiesta: espero el
auxilio de aquél que es Rey de reyes y Señor de los señores, por quien los
reyes reinan.
Comienza sentando las
bases metafísicas de la política: todo agente, y muy especialmente el hombre,
obra por un fin, un fin social común postula un principio que dirija a él. Al
ser el hombre naturalmente social y político, la vida en sociedad es de origen
divino-natural, como la misma naturaleza. Su deber de perfeccionarse conforme a
su ser le urge organizarse en sociedad; su proyección social, entonces, no es
arbitraria o pactada. De allí que, según Aristóteles, quien no vive en
sociedad, o es un dios o es una bestia.
El hombre no se asocia
a los demás impulsado por el mero
instinto gregario como los animales, sino que realiza su sociabilidad de manera
racional, por el gusto de convivir, para superar sus insuficiencias
individuales, y poder vivir virtuosamente. La palabra es propia del hombre, por
medio de ella puede comunicar a los demás su pensamiento.
Siendo necesario que
los hombres vivan en sociedad, necesitan que alguien rija la multitud, que se
desintegraría si no hubiese alguno que se preocupe por el bien de todos. Por
eso dice Salomón: donde no hay gobierno
va el pueblo a la ruina. Santo Tomás ve en la autoridad el principio del
orden y de todo el dinamismo social. Siendo la sociedad una organización de
hombres, lo formal es la estructura política, cuya clave es la autoridad, de la
que dimanan las leyes como nervios de la organización, y lo material son los
hombres.
La
ciudad es una por razón de su estructura política, de modo que si se cambia la
ordenación política, aunque permanezca el mismo lugar y los mismos hombres, no
se puede decir que sea la misma ciudad. (In Politicorum)
La gran tentación del
gobernante es el ser servido en vez de servir. La mayor o menor adecuación para
salvar el bien común, será el criterio para valorar la legitimidad y
preferencia de las diversas formas de gobierno. Cuando el poder está en manos
de uno, de unos pocos o de muchos, y lo ejercen correctamente en orden al bien
común, la forma de gobierno se llama respectivamente reino (monarquía),
aristocracia (gobierno de los mejores) y política o república.
Proporcionalmente se da
una triple forma de poder político viciado o inicuo, ejercido de espaldas al
bien común, en que el gobierno recibe el nombre, respectivamente: tiranía,
oligarquía y democracia; de modo que la tiranía viene a ser la corrupción de la
monarquía, como la oligarquía es la corrupción de la aristocracia, y la
democracia la corrupción de la república.
Este sentido peyorativo
de la democracia en esta obra es mantenida en los comentarios a los libros de
la Ética y de la Política de Aristóteles.
Es indudable que la paz,
como tranquilidad del orden, es un factor principal del bien común y aspiración
de todo gobierno honesto. Entonces, en lo que tiene de orden la paz tiene
relación directa con una forma unitaria o monárquica de gobierno, más que con
otras formas de mando pluralistas o dispersas. Esta preferencia de Tomás por la
forma monárquica es basada en razones de unidad, por analogías con el orden
natural, por la enseñanza de la historia y por su conformidad con el gobierno
teocrático.
Pero, así como el mejor gobierno es el monárquico
cuando es justo, así su contrario es el peor de todos. Hay tres razones de
la prioridad de la tiranía o corrupción del poder monárquico como mal gobierno:
*por el principio
general: corruptio optimi pessima;
*por la mayor eficacia
para procurar el mal a la sociedad en razón de la unidad del poder;
*por la mayor
enajenación que sufren los bienes comunes.
El hombre es el animal
óptimo si vive en él la virtud; pero si vive sin ley y sin justicia, es el peor
de todos los animales. Dice Aristóteles que la injusticia es tanto más cruel
cuantas más armas tiene para hacer el mal. De ahí que el hombre carente de
virtud por la corrupción del apetito irascible resulta más criminal y salvaje
debido a su crueldad inhumana.
El buen gobierno es
preferible unido, mientras que el malo es más soportable dividido. Para ser
bueno y hacer el bien hace falta plenitud y capacidad operativa; para ser malo
y hacer el mal basta poco, basta cualquier carencia y cualquier mezquindad o
indolencia. Dice Tomás que el bien es más fuerte que el mal, si el mal ocurre
más frecuentemente no es por su poder, sino por ser fácil la deficiencia.
En un buen gobierno la
unidad de poder lo hace más eficaz y fecundo. En un mal gobierno, la pluralidad
de personas detentadoras del poder le restan eficacia destructora al
contrarrestarse mutuamente, peor fuera que
todo el poder estuviese en manos de un tirano. De ahí que entre todos los regímenes injustos, el más tolerable sea la
democracia, y el peor de todos, la tiranía.
En el párrafo 21, Tomás
destaca la aversión del mal gobernante hacia los buenos ciudadanos, que forman
la derecha en el sentido evangélico del término. Este príncipe injusto se
parece bastante al príncipe ideal que promueve Maquiavelo, astuto, ambicioso y
desintegrador. Baste recordar tres rasgos:
*Es necesario que un
príncipe que desee mantenerse en su reino, aprenda a no ser bueno en ciertos
casos, y a servirse o no servirse de su bondad según las circunstancias lo
exijan.
*Un príncipe, y
especialmente uno nuevo, que quiera mantenerse en su trono, ha de comprender
que no le es posible observar con perfecta integridad lo que hace mirar a los
hombres como virtuosos, puesto que con frecuencia, para mantener el orden en su
Estado, se ve forzado a obrar contra su palabra, contra las virtudes
humanitarias y caritativas y hasta contra su religión.
*Cuando un príncipe
dotado de prudencia advierte que su fidelidad a las promesas redunde en su
perjuicio, y que los motivos que le determinaron a hacerlas no existen ya, ni
puede, si siquiera guardarlas, a no ser que consienta en perderse.
Por eso advierte el
santo, citando a Salomón: león rugiente y oso hambriento es un mal príncipe a
la cabeza de su pueblo, de ahí que los hombres se escondan de los tiranos como
de bestias crueles, y estar sometido a un tirano parece lo mismo que caer bajo
una bestia cruel.
En el capítulo quinto,
relaciona al régimen poliárquico (aristocrático o republicano) con la libertad,
citando a Salustio: es increíble en cuán
poco tiempo aumentó la población en Roma al alcanzar la libertad. Razona el
P. Rodríguez que: una libertad formal, sin contenido y sin delimitaciones
éticas degenera en libertinaje, que es la peor represión de la libertad. Y cita
a Donoso Cortés: no hay más que dos represiones posibles, una interior y otra
exterior, la religión y la política. Cuando el termómetro religioso está
subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro
religioso está bajo, la represión política está alta.
En el capítulo sexto,
Tomás comienza por mencionar la doctrina del mal menor: Siendo, pues, obligado elegir entre dos extremos, ambos expuestos a
peligro, debe elegirse preferentemente aquél que está expuesto a menos males.
En esta obra, en el
capítulo séptimo, Santo Tomás se inclina por la forma monárquica, bien que sea
con un poder moderado, para evitar un absolutismo tiránico. Esta idea de la
moderación del poder del monarca le llevó a plasmar, en obras posteriores, la
teoría del régimen mixto como forma óptima de gobierno: el mejor modo de
moderar y potenciar la monarquía es rodearla de aristocracia y de democracia. Para la buena constitución del poder en una
ciudad o nación hay que mirar a… que todos participen en el ejercicio del
poder, pues así se logra la paz del pueblo, y que todos amen esa constitución y
la guarden.
La mejor constitución
es aquella en que uno obtenga por su bondad la presidencia sobre todos, y por
debajo de él algunos otros idóneos participen del gobierno, el cual pertenece a
todos, en cuanto todos pueden ser elegidos y todos toman parte en la elección.
No obstante, el Aquinate es muy realista en este tema: sostiene que las formas
de gobierno deben subordinarse a la condición de los pueblos y de los hombres,
no al revés.
Quien quiera establecer
la ley en una ciudad no debe establecerla pensando en lo que es posible, sino
mirando a la situación existente,
fijándose principalmente en dos cosas: en la región, para no establecer
una ciudad mayor que la que puede sostener la región, y en los hombres, de modo
que las leyes se acomoden a su condición. (Politicorum)
Trata luego sobre la
resistencia al poder injusto. Si la
tiranía no fuese excesiva, es preferible tolerarla por algún tiempo que
levantarse contra el tirano, embarcándose en muchos peligros que resultan más
funestos que la misma tiranía. Recuerda aquí la famosa anécdota del tirano
Dionisio, de Siracusa, a quien todos deseaban la muerte, menos una mujer
anciana que rogaba que se mantuviera vivo. El tirano enterado de este hecho, le
preguntó a que se debía su actitud. Le respondió que cuando era joven conoció a
un tirano cruel, cuya muerte deseaba; muerto él le sucedió otro más duro, a
quien también le deseó la muerte; en tercer lugar empezamos a soportarte a ti,
aún más malo que los anteriores. Por eso, no quiero que mueras y venga otro
peor.
En caso de que la
tiranía llegue a excesos intolerables, han creído algunos que es deber de los
hombres fuertes matar al tirano. Esto no concuerda con la doctrina apostólica,
pues San Pedro nos enseña, que es necesario estar reverentemente sometidos
tanto a los señores buenos como a los rigurosos. Por lo demás, sería peligroso
para la sociedad el que cualquiera, movido por su estimación personal, pudiese
atentar contra la vida de los gobernantes, aunque sean tiranos. Parece más
razonable proceder contra la crueldad de los tiranos, no por iniciativa privada
de algunos, sino por la autoridad pública. Si un pueblo tiene derecho a darse
un rey, el mismo pueblo puede justamente deponerlo o refrenar su autoridad, si
abusa tiránicamente del poder real. Y no hay que pensar que tal pueblo comete
una infidelidad destituyendo al tirano, aun cuando se hubiese sometido a él a
perpetuidad, ya que él mismo se mereció que, no comportándose fielmente en el
gobierno del pueblo tal como exige su deber, los súbditos no guarden el pacto
con él contraído.
En
caso de no contar con auxilio humano alguno contra el tirano, debe recurrirse a
Dios, Rey de todos, que es, según el Salmo 9, 10, el asilo del oprimido al
tiempo de la calamidad. Pues en su poder
está convertir a la mansedumbre el cruel corazón del tirano, según la sentencia
de Salomón, en Prov. 21,1: arroyo de agua es el corazón del rey, que El dirige
a donde le place. Él fue efectivamente quien cambió en mansedumbre la crueldad
del rey Asuero que se disponía a dar muerte a los judíos. Él fue quien convirtió al cruel rey Nabucodonosor de
tal modo que vino a ser el predicador del poder divino.
Considerando que es
propio del rey procurar el bien del pueblo,
su oficio parece demasiado pesado si no va recompensado con algún bien
propio. Es necesario entonces establecer en que consiste el premio para un buen
rey. Puesto que el príncipe trabaja por su pueblo, éste se lo ha de premiar con
el honor y la gloria, que son los mayores bienes que pueden dar los hombres. Si
hubiese príncipes a quienes no bastasen estas cosas como galardón, y buscasen
en su lugar las riquezas, serían injustos y tiranos. Los buenos príncipes, por
encima de este premio ofrecido por los hombres, esperan el premio de Dios.
Tomás señala la
magnanimidad como valor moral superior al honor y la gloria. No es que el rey
magnánimo busque el gran honor directamente, en vez de la virtud, lo que busca
son las cosas grandes dignas de honor. El estilo o el espíritu del gobernante
es aspirar continuamente a engrandecer a la nación y a preocuparse del bien de
todos, no por vanagloria o magalomanía, sino por amor a los súbditos y sentido
de la responsabilidad del bien común, superando cualquier cobardía o
pusilanimidad ante empresa tan difícil como honorable. La profesión urge al rey
a ser magnánimo, si se enreda en pequeñeces, mediocridades o resentimientos, no
está a la altura de su cargo.
Dado
que el honor mundano y la gloria de los hombres no son suficiente recompensa a
las solicitudes de un buen rey, queda por investigar cual sea el premio
adecuado. Pues bien, es conveniente que el rey espere de Dios su premio.
Efectivamente todo ministro espera de su señor el premio por su servicio. Como
el rey gobierna al pueblo como ministro de Dios, como dice el Apóstol, en Rom.
13, 1 y 4, que no hay autoridad sino por Dios, y que es ministro de Dios para
el bien, pero si haces el mal teme, que no en vano lleva la espada. Por
consiguiente los reyes deben esperar de Dios el premio por su buen gobierno.
La teología clásica ha
aceptado esta posición tomista sobre el origen del poder. El magisterio de los
últimos tiempos, desde León XIII hasta el Concilio Vaticano II, ha reafirmado
esta doctrina frente al liberalismo laicista que atribuye el origen del poder a
la voluntad soberana del pueblo. El Concilio, en la Gaudium et spes, 74 afirma:
Es, pues, evidente que la comunidad
política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y por lo
mismo pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del
régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre
elección de los ciudadanos.
Destaca el P. Rodríguez
el sentido ético de la acción gubernativa en el pensamiento de Santo Tomás. De
ahí que la política como conocimiento obtenga un lugar de preferencia entre las
ciencias humanas de orden práctico, y la política como volición sea
fundamentalmente ejercicio de prudencia cívica y de justicia social, que son
las máximas virtudes entre las de orden prudencial y social.
Sobre la primacía de la
ciencia política escribe el autor en el proemio al comentario a la Política de
Aristóteles: Si la principal ciencia es
la que versa sobre un objeto más noble y perfecto, es necesario decir que la
política es, entre todas las ciencias prácticas, la más principal y
arquitectónica de todas las otras, puesto que estudia el bien humano último y
perfecto.
Es pues, claro que en
esta concepción la política es fundamental y esencialmente un quehacer moral,
no un arte o una técnica, esto lo es también, pero subsidiaria y
subordinadamente. Esta perspectiva tomista está avalada por el magisterio. El
mismo Concilio (GS, 74) lo confirma: el ejercicio de la autoridad política, así
en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe
realizarse siempre dentro de los límites del orden moral.
En el capítulo décimo,
el autor sostiene que los reyes que
desempeñan digna y laudablemente su oficio obtendrán un grado eminente en la
bienaventuranza del cielo. Y es porque si la bienaventuranza es el premio de la
virtud, a mayor virtud se debe lógicamente mayor grado de bienaventuranza.
Ahora bien, es mayor la virtud por la que un hombre no sólo puede regirse a sí
mismo, sino también a los demás.
Además,
en todas las artes y facultades, son más estimables aquellos que son capaces de
dirigir a los demás que los que proceden bien bajo la dirección de otro. Así en
la ciencias especulativas es más comunicar la verdad a otros enseñando que
llegar a conocer la verdad enseñada por otros; y lo mismo en las artes se
estima en más y se contrata a mayor precio el arquitecto, que hace el plano del
edificio, que el artífice manual que ejecuta la obra conforme al plano, como en
las gestas bélicas la gloria de la victoria corresponde más a la prudencia del
jefe que a la fortaleza del soldado.
Ahora
bien, el gobernante del pueblo es respecto de las obras de virtud hechas por
los ciudadanos lo que el profesor respecto de las ciencias, y lo que el
arquitecto respecto de las construcciones y lo que el jefe respecto de las
batallas. Por consiguiente, el rey, si gobierna bien a sus súbditos, es más
digno de mayor premio que ninguno de ellos por comportarse bien bajo su
mandato. Se alaba efectivamente entre los hombres y Dios premia a cualquier
persona privada que socorre al indigente, pone paz entre los enemigos, liberada
al oprimido del poderoso, o da finalmente a cualquiera y de cualquier modo una
ayuda o un consejo de salvación. ¿Cuánto más, pues, ha de ser alabado por los
hombres y premiado por Dios quien hace que todo el reino goce de paz, reprime
las violencias, hace observar la justicia y dispone con sus leyes y preceptos
el buen comportamiento de los hombres?
El capítulo
decimoquinto, se refiere al modo del gobierno del rey. Gobernar es conducir convenientemente a su debido fin a los gobernantes.
Parece que el fin de los hombres congregados en sociedad es vivir
virtuosamente. Porque los hombres se unen en sociedad para vivir bien
conjuntamente, cosa que no podría conseguir cada uno viviendo aislado. Ahora
bien, la auténtica vida es la que es conforme a virtud. Por consiguiente, la
vida virtuosa es el fin de la sociedad. Indicio de ello es que sólo aquellos
hombres son parte del pueblo organizado que se comunican mutuamente en el bien
vivir. Pues si los hombres se reuniesen solamente para vivir, también los
animales y los siervos formarían parte de la sociedad civil. O si se reuniesen
para adquirir riquezas, todos los negociantes formarían una sociedad; como
vemos que solamente forman una sociedad aquellos que se organizan bajo unas mismas
leyes y un mismo gobierno en orden a vivir bien.
En el capítulo
decimosexto, reflexiona: Quien tiene
encomendado hacer algo ordenado a su ulterior fin debe esmerarse en que su obra
responda a las exigencias de dicho fin, como el fabricante hace la espada tal
como conviene a la pelea y el arquitecto hace la casa como conviene a la
vivienda. Así, pues, como el fin de la vida, bien llevada es este mundo, es la
bienaventuranza eterna, es obligación del rey procurar que la vida de su pueblo
sea buena, apta para la consecución de la bienaventuranza eterna, es decir, que
ordene lo que conduce a ella y prohíba, en la medida de lo posible, lo que le
es contrario.
Para
la buena vida de un hombre, se requieren dos cosas: primera y principal, que
obre virtuosamente, pues la virtud es la que hace vivir bien; segunda y como
instrumental, que tenga suficiencia de bienes materiales, cuyo uso es necesario
para el acto de virtud.
Frente
a los obstáculos urge al rey varias tareas. Una de ellas es reprimir con leyes
y preceptos, y las correspondientes penas, la iniquidad de sus súbditos, e
inducirlos a bien obrar mediante premios, tomando ejemplo del mismo Dios que
dio la ley a los hombres, retribuyendo a los observantes con mercedes y a los
transgresores con penas.
*Edición Athanasius,
2016 - (Introducción, versión y comentarios de Victorino Rodríguez OP)