Debemos señalar que,
siempre, las comunidades cristianas se ocuparon de los pobres. En los primeros
siglos, los pobres que recibían ayuda regular eran denominados matriculari, pues estaban inscriptos en
el canon de la Iglesia. Por ejemplo, en el 251, la Iglesia romana tenía 1.500
matriculari, y los recursos alcanzaban para todos.
La Sagrada Escritura
nos advierte que siempre ha habido y habrá pobres (Dt. 15,11), pero la
situación actual del mundo no tiene antecedentes y es el fruto de un orden
económico injusto, promovido por concepciones ideológicas perversas. Según el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 1.200 millones de personas en el mundo viven
con 1,25 dólares o menos por día, y 842 millones padecen hambre.
Simultáneamente, las 85 personas con más dinero del mundo poseen 1,7 billones
de dolares, que equivale a lo que tiene en total, la mitad más pobre de la población del planeta,
3.500 millones de personas (Clarín, 26-1-14, La Nación, 25-7-14).
Si analizamos la situación de nuestro país,
nos encontramos con 11 millones de pobres, de los cuales 2,2 millones, son
indigentes, de acuerdo al informe del Observatorio de la Deuda Social, de la
Universidad Católica Argentina. En esas cifras se destaca que entre los pobres, se cuentan 5 millones de niños y adolescentes, de los
cuales 800.000 son indigentes. Hay muchos lugares del país donde los niños
sufren desnutrición, lo que genera daños irreversibles. Hace poco el Dr. Albino,
que tanto lucha contra la desnutrición infantil, decía “Lo que nos falta no es
comida, lo que nos falta es vergüenza”.
Es que, en ambos
casos -el mundo y el país- el origen de la situación obedece a las mismas
causas. Juan Pablo II, en la Sollicitudo
rei socialis, aclara que la misma no es responsabilidad de los pueblos, ni
mucho menos atribuible a una fatalidad. Sino
que hay decisiones concretas, que provocan estos consecuencias. Los Obispos
argentinos precisaron las causas de lo que ocurre hoy en el mundo: “La crisis
económico-social y el consiguiente aumento de la pobreza, tienen sus causas en
políticas inspiradas en formas de neoliberalismo que consideran las ganancias y
las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y
del respeto por las personas y los pueblos” (CEA, “Navega mar adentro”, 31-5-03,
p. 34).
De allí el error de
pensar que para solucionar el problema de la pobreza, hay que apuntar a disminuir
la tasa de desempleo, considerando que, teniendo empleo, cada persona puede
encarar por sí misma el problema. Pero ocurre que, en la actualidad, muchas
empresas no toman mano de obra, o la expulsan, sencillamente porque no la
necesitan. En efecto, el aumento de la productividad -que se incrementa
continuamente, con el avance de la tecnología- hace que disminuya la cantidad
de trabajadores estables requeridos. Lo que hace aún más perversa esta
situación, es que todo el sistema educativo apunta a brindar a los jóvenes una
salida laboral, eliminándose las asignaturas que se consideren teóricas y por
lo tanto prescindibles en un plan de estudios. Si se hiciera hincapié en una
formación integral, al menos recibirían los estudiantes una preparación que les
facilite entender mejor la realidad, y no los lleve a sentirse fracasados por
no poder insertarse en el ámbito laboral.
Es necesario destacar
que el avance de la pobreza no es consecuencia de un retroceso de la economía
global. Por el contrario, el Producto Bruto sigue creciendo, aunque sus
beneficios se concentran cada vez más en pocas manos. Ya Pío XI sostenía que
los pueblos labran su fortuna por medio del inmenso trabajo acumulado por todos
los ciudadanos, y no es correcto atribuir sólo al capital o sólo al trabajo lo
que resulta de la eficaz colaboración de ambos. Por lo tanto, es “totalmente
injusto que uno de ellos, negada la eficacia del otro, trate de arrogarse para
sí todo lo que hay en el efecto”.
En la actualidad,
incluso, es difícil mensurar la exacta contribución de cada sector, y siendo el
Producto Bruto un verdadero bien colectivo; entonces, la distribución de la
riqueza no puede estar regida por la justicia conmutativa, sino por la justicia
distributiva.
Para entender esta
cuestión es necesario repasar los conceptos básicos de la economía, que surge
de una relación del hombre con las cosas. Pero únicamente con las cosas escasas
y útiles, que son los requisitos para que las cosas tengan un valor económico.
De esta relación nace la ley de la oferta y la demanda. En la medida en que una
cosa es más necesaria o más escasa, tiende a aumentar su valor, y tiende a
disminuirlo en la medida en que es más abundante o menos necesaria. Esta ley se
aplica, desde la Revolución Francesa, al precio del trabajo, que pasa a ser
considerado una mercancía, de modo que cuando se aumenta la oferta de trabajo
-que es cuando la gente está más necesitada- el valor del salario baja.
Pero lo criticable en
el capitalismo liberal no es la defensa de esta ley, que es natural y
espontánea en las relaciones económicos, sino pretender que la tendencia actúe
fuera de todo encuadramiento y subordinación a leyes superiores. Pues existe
una segunda ley fundamental de la economía que es llamada de reciprocidad en
los cambios, a la que corresponde ordenar las tendencias espontáneas del
mercado al bien común. Según esta ley, cuando después de haberse producido una
cierta riqueza, se realiza el intercambio, este debe ser hecho de tal forma que
no produzca ni adelantos ni retrasos económicos en los diferentes sectores de
la sociedad. Aristóteles, quien formuló esta ley (Ética a Nicómano, libro V)
razonaba así: si alguien da más y recibe menos, desaparece todo incentivo para
permanecer en la comunidad. La concepción aristotélica fue profundizada por los
teólogos, bajo el nombre de justo precio de los bienes.
La economía es
principalmente intercambio y existen cuatro sectores: el productor de materias
primas, el industrializador, el distribuidor y el financiero, que constituyen
cuatro piezas diferentes y complementarias. Es imprescindible, para que la economía
funcione bien, que las cuatro piezas estén proporcionadas. Cualquier
crecimiento de un sector que no sea seguido del crecimiento proporcional de los
otros, deforma y frena el aparato económico, además de la injusticia que
conlleva al perjudicar a unos en beneficio de otros de los miembros de la
comunidad.
Por ello, Pío XI, al
denunciar el imperialismo internacional del dinero, en 1931, afirmaba:
“Es necesario, por
ello, que las riquezas, que se van aumentando constantemente merced al
desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y
clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos, tan
alabada por León XIII, o, con otras palabras, que se conserve inmune el bien
común de toda la sociedad”.
En el siglo XX se
intentó mejorar la distribución de la riqueza mediante la política impositiva y
la seguridad social. Ambos instrumentos son válidos y pueden contribuir a la
solución, pero los frutos demoran en lograrse, los procedimientos son complejos
y se corre el peligro de centralizar demasiado las acciones en el Estado. Por
eso, desde hace un tiempo ha surgido el concepto de Ingreso Básico o Ciudadano, que tiende a garantizar a todos los
habitantes de un país -a partir de una edad determinada- una suma mínima de
dinero disponible mensualmente.
El promotor de esta
iniciativa fue James Meade, premio Nobel de Economía, y parte del supuesto de
que todos contribuyen a generar la riqueza creada en el país, por lo que
merecen ser retribuidos con parte de dicha riqueza. El Ingreso Ciudadano
reemplazaría los actuales subsidios y ayudas sociales -del tipo de Jefes de
Hogar-, evitando el asistencialismo. Pero también evitaría la discriminación y
humillación de los pobres, pues el ingreso sería un derecho de todo ciudadano,
al margen de su situación económica y laboral. No fomentaría la ociosidad,
puesto que, al ser un ingreso mínimo -sólo suficiente para asegurar el consumo
de la canasta básica de alimentos y servicios- continuaría siendo atractivo
disponer de otro ingreso, que sería compatible con el primero. Además, toda la
sociedad estaría interesada en incrementar el desarrollo del país, pues el
monto del Ingreso Ciudadano, dependerá del Producto Bruto. Este instrumento no
es una simple construcción teórica, sino que ya se está aplicando en varios
países del mundo, con distintos nombres y modalidades.
Las soluciones
globales al problema de la pobreza y de la injusta distribución de los bienes,
son posibles, como hemos visto, pero dependen del poder político. Benedicto XVI
advierte que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su
propia naturaleza, sino por una ideología que hace que el más fuerte avasalle
al más débil; por eso no debe proclamarse apresuradamente la desaparición del
Estado, que debe intervenir activamente, recuperando muchas competencias para
asegurar el equilibrio, como ya lo sostenía la Rerum novarum. Como
explica el economista Stefano Zamagni: “La competencia, que aporta beneficios a
los consumidores, no es el resultado natural de la interacción de las fuerzas
del mercado sino que sólo puede conseguirse con la labor anti oligopólica de
las autoridades”.
De todos modos,
mientras se procura que mejore la acción cívica y el funcionamiento del Estado
como garante del bien común, los católicos no pueden permanecer indiferentes
ante la gravedad de la situación descripta. La Caritas in veritate menciona que, junto a las empresas orientadas
al lucro, pueden existir otras con fines mutualistas y sociales.
Como ejemplo concreto, se puede citar la llamada Economía de Comunión, surgida desde el Movimiento Focolar, y que
consiste en empresas constituidas por personas que se asocian, invirtiendo sus
ahorros con la finalidad declarada de que una parte de las eventuales
utilidades serán destinadas a acciones solidarias. Ya se han formado unas 700
empresas en el mundo, y alrededor de cuarenta en la Argentina. La fundadora,
Chiara Lubich, explicó el fundamento:
“Como una planta
creada por Dios, que sólo absorbe del terreno el agua que necesita, así también
nosotros tenemos que tratar de tener sólo aquello que nos es necesario. Mejor
si cada tanto vemos que nos falta algo. Mejor ser un poco pobres, que un poco
ricos”.
En el orden personal,
los católicos deberían procurar la aplicación de un instrumento de la tradición
cristiana, que existió durante muchos siglos: el diezmo, es decir, la entrega
voluntaria del diez por ciento de los ingresos individuales, para ayuda
comunitaria. El valor de esta institución, lo expresa San Agustín (Sermón 85): “Quédate
con lo que te sea suficiente o con más de lo suficiente. De todo, demos una
cierta parte. ¿Cuál? La décima parte. Los escribas y fariseos daban el diezmo.
Avergonzémonos hermanos: aquellos por los que Cristo aún no había derramado su
sangre daban el diezmo. (...) no callaré lo que dijo el que vive y murió por
nosotros. Si vuestra justicia no fuese superior a la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”.
Desde hace una
década, en varios países americanos existe la Pastoral del Diezmo. En Perú, por
ejemplo, en la Diócesis del Callao se ha logrado comprometer a 1.500
diezmistas, con cuyo aporte las parroquias involucradas aumentaron sus ingresos
y pueden desarrollar más proyectos para la misión evangelizadora y de promoción
humana (Cristo hoy, 21/27-9-2000). No hay, por tanto,
ningún impedimento para que esta milenaria práctica, se aplique también en la
Argentina. La reciente campaña anual “Más
por menos”, nos motiva a hacer algunas reflexiones sobre la obligación
moral de los católicos argentinos de compartir sus bienes, ayudando a los más débiles. Mientras no se logre un
verdadero desarrollo integral, que, para serlo, debe incluir una redistribución
de la riqueza, no desaparecerá el flagelo de la pobreza, que ya se ha
convertido en un mal estructural. Ahora bien, procurar el desarrollo es una
función del Estado, y por lo tanto, depende de la competencia y honestidad de
los gobernantes. Mientras no se produzca un cambio positivo en la gestión de la
cosa pública, no se logrará la erradicación de la pobreza, sin que medie
nuestra participación.
La realidad social de
nuestra comunidad nacional, debería incentivarnos a redoblar nuestro esfuerzo.
La actividad permanente de Cáritas es digna de elogio, pero no basta para
situaciones de crisis profunda como la que muestran los indicadores señalados.
En las dos colectas anuales (Caritas
y Mas por menos) el aporte de los
fieles queda librado a su criterio; el
resultado es decepcionante, y basta para demostrar que esas iniciativas son
notoriamente insuficientes. En efecto, la colecta de Caritas, en
junio 2014, recaudó $ 37.343.721,16 mientras la de Mas por menos,
2013, recaudó $ 21.130.195,97. En total, lo recaudado por la Iglesia con
finalidad social suma $ 58.473.916,13.
Para visualizar
correctamente lo que implica el importe indicado, es necesario analizar algunos
datos. De
la población argentina, profesan la religión católica 30 millones de personas
(76,5 % del total), de los cuales, aproximadamente 7,5 millones son
practicantes (23,8 %). Esto significa que el aporte per cápita, por año, de los
católicos practicantes, es de $ 8.
En algunos países las
autoridades diocesanas, para estimular el aporte de los católicos, se basan en
los Mandamientos de la Iglesia, pues el quinto (ayudar a la Iglesia en sus
necesidades) “enuncia que los fieles están, además obligados a ayudar, cada uno
según sus posibilidades, a las necesidades materiales de la Iglesia”. Para
cumplir con esta obligación, en cada país las conferencias episcopales están
dando normas precisas al respecto. En México, el llamado diezmo anual corresponde a lo que uno gana en un día de trabajo. En
Chile, se ha fijado el uno por ciento mensual de lo que cada uno gana. Consideramos,
entonces, que los fieles argentinos deberíamos
procurar la aplicación práctica del principio del destino universal de los
bienes, promoviendo una modalidad concreta de ayuda permanente al prójimo
necesitado. En una primera etapa, hasta que se logre recuperar el ideal del
diezmo, se debería adoptar alguno de los modelos utilizados en países
americanos. Podemos estimar que ello bastaría para eliminar la indigencia en el
país, suprimir el hambre, y aliviar notablemente la pobreza. En un momento en
que la Providencia ha permitido que tengamos un argentino en el sillón de
Pedro, que desde que asumió ha tomado como pivote de su prédica el tema de la
pobreza, deberíamos comprometernos en el combate a esta tragedia.
Para finalizar,
recordemos un pensamiento de Pablo VI, que resume la perspectiva cristiana ante
la pobreza y la solidaridad:
“No se trata sólo de vencer el hambre, ni siquiera de
hacer retroceder la pobreza. (...) Se trata de construir un mundo donde todo
hombre...pueda vivir una vida plenamente humana...y donde el pobre Lázaro pueda
sentarse a la misma mesa que el rico”.
---------------------
Ponencia expuesta en el Coloquio realizado en la Parroquia María
Auxiliadora, el 22-10-14
Mons. Lozano, Pte. Com. Episcopal
de Pastoral Social, homilía, 7-9-14
Cuadragésimo anno, p. 53.
Lo Vuolo, Rubén (Comp.). “Contra la
exclusión; la propuesta del ingreso ciudadano”; Buenos Aires, Ciepp/Miño y
Dávila editores, 1995.Una aplicación parcial de este sistema, se dá en la Argentina con la Asignación universal a
la niñez.
Araújo, Vera. “Compartir: el uso cristiano
de los bienes”; Buenos Aires, Ciudad Nueva editorial, l99l, p. 57.
CONICET. 1ra. Encuesta
sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina; 6-8-2008.