viernes, 20 de septiembre de 2013

RECENSIÓN



Massot, Vicente. “El cielo por asalto”; Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2013, 224 p.

Se presentó en Córdoba, el 10 de setiembre de 2013, este nuevo libro del prestigioso intelectual y periodista. La obra que comentamos, consta de un prólogo, cinco capítulos y un epílogo; el título está tomado de una carta de Carlos Marx. 

En el prólogo explica la intención de desentrañar las razones que impulsaron a los grupos subversivos, en la década de los setenta, a iniciar  un enfrentamiento bélico. Adelanta la conclusión del ensayo, afirmado que el sueño de los jefes guerrilleros era la Estación Finlandia; célebre estación ferroviaria a dónde arribó Lenin en 1917 para comenzar la revolución comunista. Por consiguiente, la decisión adoptada resulta lógica: al socialismo revolucionario sólo podía imponerlo por medio de la lucha armada. Puesto que su actividad no estaba guiada por la socialdemocracia, sino por la revolución cubana y la figura mítica del Ché Guevara.

Las agrupaciones militarizadas fueron a la guerra, conformando ejércitos que –a semejanza del oficial- tenían estados mayores, grados jerárquicos, insignias y uniformes; lo que muestra que estaban plenamente conscientes de lo que hacían. No consideraban posible ningún compromiso con el enemigo capitalista. Tanto ERP como Montoneros tenían el estilo de una secta de iluminados, cuyas convicciones, inmunes a toda crítica objetiva, ponían su acento en la política. Eran rebeldes deseosos de saldar cuentas con una sociedad burguesa que odiaban y estaban dispuestos a eliminar.

Tanto Santucho como Firmenich, comprendían que el triunfo de un bando significaba la destrucción del opuesto, pero no percibieron que solo podían emprender una guerra de desgaste, mientras las Fuerzas Armadas estaban en condiciones de eliminarlos. El enfoque revolucionario estaba vinculado a la guerra de guerrillas de origen campesino, lideradas por un hombre carismático, rodeado de un pequeño grupo de combatientes apoyado por el pueblo. Confiaban más en la convicción ideológica de los militantes que en la estructura de un partido. Asimilaron la prédica guevarista que sostenía que un foco guerrillero podía vencer a cualquier ejército regular. Se trató de una sobrevaloración del hecho bélico; concepción militarista que hasta la aparición del castrismo no era el pivote de la estrategia comunista.

No advirtieron que la revolución cubana fue posible por una situación inusual: enfrentaron a un ejército comandado por un ex sargento taquígrafo –Batista- que encabezó un golpe de Estado atípico, pues encabezó una rebelión de cabos y sargentos, autopromovidos a generales, carentes de formación para enfrentar a un enemigo real dispuesto a combatir. Fulgencio Batista era un mandón, que se regodeaba con el poder, siendo su prioridad protegerse de una revuelta que originara otro jefe castrense. Debido a ello, en la lucha contra Castro ordenó concentrar las tropas en La Habana, con los recursos bélicos que hubieran sido más útiles en las zonas de combate con la guerrilla.

A su vez, el gobierno norteamericano evitó aparecer ante la opinión pública mundial apoyando a un tirano, y le negó su apoyo desde mediados de 1957. Las advertencias de Batista ante el Departamento de Estado, de que se estaba enfrentando a un comunista no fueron escuchadas; no se creyó que detrás de la figura romántica de Fidel hubiese una fracción marxista.

Cabe agregar el rol decisivo que cumplió la prensa norteamericana, especialmente el diario más importante -New York Times-, con la campaña efectuada por Herbert Matthews a favor de Castro. Sus notas relejaban una pasión inusual en un periodista, pues había quedado fascinado por la personalidad de Fidel, a quien presentó al público como una especie de Robin Hood; al describir al líder de la insurrección como “un idealista con firmes convicciones acerca de la libertad, la democracia, la justicia social y la necesidad de restablecer la Constitución y celebrar elecciones”, contribuyó al error de apreciación sobre lo que en realidad estaba ocurriendo en Cuba.

Las Fuerzas Armadas tenían cincuenta mil efectivos, a los que cabe sumar treinta mil de la policía, mientras el Movimiento 26 de Julio, nunca contó con el diez por ciento de ese número; tampoco tenía aviones, ni tanques ni ametralladoras pesadas. Sin embargo, Fidel al mando de trescientos guerrilleros logró la rendición de la base militar de Santiago, donde había cinco mil soldados. Un dirigente argentino de izquierda –Abelardo Ramos- describió con acierto la situación: “La Revolución Cubana no solo triunfó por la decisión revolucionaria y la heroica lucha de Sierra Maestra, sino por la descomposición general de la sociedad semicolonial cubana, la naturaleza policial de la fuerza armada de Batista y el apoyo masivo de la prensa norteamericana”.

El antecedente cubano, mal interpretado, explica el error cometido por los grupos subversivos argentinos, que creyeron sinceramente que podían repetir en nuestro país lo realizado en el Caribe. Al conformarse la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), presidida por el entonces senador Salvador Allende, se emitió una declaración que se convirtió en la orientación para los movimientos de izquierda del tercer mundo:

La lucha armada constituye la línea fundamental de la revolución en América Latina; todas las demás formas de lucha deben servir y no retrasar el desarrollo de la línea fundamental, que es la lucha armada.

La palabra revolución, obraba a modo de talismán; en la imaginación de la generación que nutrió en la Argentina las filas de la organización armadas, toda duda fue considerada contrarrevolucionaria. La pulsión mesiánica y el creer que nadaban a favor de la corriente, despejaban automáticamente cualquier vacilación. Al ejemplo cubano, se sumaban las epopeyas de China y Vietnam.

El marxismo que, como toda ideología, desarrolla argumentos para explicar la realidad; enseñaba que, para triunfar en una guerra revolucionaria, era necesario tener en cuenta las condiciones objetivas y subjetivas. En la versión castroguevarista, donde hubiese pobreza, explotación de las masas por parte de las clases dominantes y marginación social, estarían dadas las condiciones objetivas para que apareciese la guerrilla, actuando como agente catalizador. 

En cuanto a las condiciones subjetivas, se referían a la conciencia y certidumbre de que la revolución resultaba posible y su triunfo inevitable. Pese al fracaso de la aventura guevarista en Bolivia, el fenómeno del Cordobazo, convenció a los grupos insurgentes de que, desde mayo de 1969, había surgido una situación revolucionaria: la movilización y participación de las masas en los hechos que se sucedieron; la conmoción de la Iglesia producida por centenares de sacerdotes que se inclinaban por el socialismo; el control de las universidades por agrupaciones izquierdistas; la impotencia de las Fuerzas Armadas para sostener el poder. Había llegado el momento de disputarle a la burguesía el monopolio de la violencia.

Desde los grupos de inspiración peronista, se comenzaba a utilizar la metodología marxista de análisis:
“Nuestra tarea política fundamental en este momento es tratar de incorporar a las luchas reivindicativas métodos similares a los de la guerra revolucionaria”.

En el epílogo, el autor afirma que, una de las características de la época analizada, fue la exageración manifiesta en la que incurrieron los dos bandos enfrentados. Según los intelectuales marxistas, existía en el país una miseria abrumadora, aprovechada por la oligarquía vernácula apoyada por el ejército de ocupación. Desde la vereda opuesta, se calificaba a Frondizi y Frigerio de simpatizantes comunistas, y se acusaba de totalitario al peronismo. Ambas apreciaciones, que hoy se muestran absurdas eran aseveradas con convicción religiosa.

Por parte de los grupos subversivos, se advierte un desconocimiento de la esencia de la guerra que iban a enfrentar, y la confusión de calificar de mercenario un contingente armado que se nutría de ciudadanos, muchos de los cuales, siendo simples soldados conscriptos enfrentaron sin dudar al enemigo que atacaba los cuarteles, en los que ellos representaban la patria. Tanto el ERP como Montoneros pretendieron atacar a un capital que gozaba de una salud envidiable, cuando ellos lo daban por agonizante. En síntesis, las condiciones objetivas se consideraban dadas por que se exageraba el diagnóstico de los males sociales; con respecto a las condiciones subjetivas, solo existían en grupos minoritarios dominados por el mesianismo revolucionario.

El autor ha logrado describir magistralmente las razones profundas que motivaron la lucha armada en la Argentina que, en aquél momento, pareció carecer completamente de sentido lógico. El aporte efectuado por este libro, debería servir para el esclarecimiento de quienes procuramos hoy defender las instituciones de la República que, desde la década de los setenta, han quedado seriamente debilitadas.