Pretendemos, a
modo de homenaje al 25 de mayo, resumir la enseñanza del historiador Roberto
Marfany, quien profundizó sobre este tema (*), que requiere ser esclarecido
como guía para el presente, puesto que las transformaciones sociales con
legitimidad histórica siempre se rigen por sus antecedentes; así, cada
generación recibe los elementos fundamentales de la que procede, no obra a
saltos o por improvisación.
La Revolución fue,
sin duda, pensada con responsabilidad, discerniendo los medios idóneos con que
realizarla y las posibilidades futuras de subsistencia ante la transformación
producida por el dominio de Napoleón en Europa y particularmente en España.
En primer lugar,
es necesario saber que aquellos antepasados nuestros tenían conciencia de que
formaban parte de un imperio que comprendía diversos países distribuidos por
todo el globo, pero que fundamentalmente formaban parte de la nación española.
Por falta de
comprensión y ubicación en el plano mental, social y político de los hombres de
1810, muchas veces se han interpretado erróneamente las causas y fines de aquel
gran acontecimiento, que ha sido conocido -por falta de perspectiva- solamente
en su aspecto formal pero no en sus fines. Por ese error interpretativo se ha
dicho que la Revolución de Mayo fue un movimiento político de oposición a la
monarquía española y a España, con la finalidad de crear un gobierno
independiente y democrático. Ninguna de esas opiniones concuerda con la
realidad. En 1810 Buenos Aires era una aldea de 60.000 habitantes, con sus
aledaños, situada en el confín del inmenso mundo imperial, pero con suficiente
energía como para afrontar una empresa política muy superior a su poder
material. Había calidades, sin duda, en aquellos hombres; un sentido de destino
colectivo que nosotros no conservamos con el mismo vigor. Nuestros antepasados
dejaron testimonio de grandeza cuando, derrochando heroísmo, enfrentaron y
derrotaron la primera y segunda invasión inglesa. También lo tuvieron para
declarar la Independencia, para extender la guerra por Sudamérica, etcétera. De
esas cúspides hemos ido descendiendo hasta perder el sentimiento patriótico que
tenían nuestros mayores.
Nuestra Revolución
de Mayo es producto legítimo del espíritu español. En España, pongamos por
caso, entra el ejército de Napoléon y ocupa Madrid ante el asombro, la
confusión y la indignación de sus habitantes. En esas circunstancias trágicas
en que se paraliza la reacción, el alcalde de Móstoles, una pequeña aldea cercana
a Madrid, declara públicamente la guerra a Napoleón y enciende la hoguera con
poco más de un centenar de hombres armados con escopetas, horquillas y agujas
de coser colchones. Entre nosotros sucede algo parecido. Buenos Aires, una
aldea del Imperio español, se yergue contra el inmenso poder de Napoleón. La
desproporción es asombrosa. La Revolución repito, no se hace contra el rey ni
contra la España Imperial, sino contra Napoleón, a quien llaman
"tirano", y contra la ideología y los hechos de la Revolución
Francesa.
La interpretación
de que en 1810 se produce un cambio total de valores se aplicaría también al
problema de la libertad. Los teólogos y juristas españoles dicen que el hombre
nunca pierde la libertad, aunque quisiera, porque la libertad está implícita en
la naturaleza humana. Así, nuestros antepasados no podían ni querían
transformar los principios originarios y fundamentales de su comunidad, que
tenía una antigüedad de tres siglos, para jugarla en una aventura política de
alcances imprevisibles.
La prueba de que
respetaron esa estructura es el hecho de que la Junta de Gobierno, que llamamos
Junta Patria, gobernó, según propias palabras, "a nombre de Fernando
VII". Esa adhesión a Fernando, que era el centro del Imperio y su forma de
gobierno, continuaba la tradición histórica.
No es fácil que
entendamos esa proyección histórica, porque no tenemos conducta histórica.
Estamos acostumbrados a la rotación de los hombres de gobierno en períodos
breves, sin que exista entre ellos el mismo concepto de ideales nacionales, y
por eso cambiamos de dirección continuamente, sin que tengamos una tabla de
valores esenciales que debamos cumplir inexorablemente.
En 1810, por el
contrario, había una idea clara de continuidad. Por eso, la adhesión a Fernando
VII no es el acatamiento a su persona, sino que se trata de mantener en él la
unidad del Imperio dentro del sistema político y social que le daba
subsistencia. Ellos tenían sentido histórico y nosotros no.
La Revolución de
Mayo promueve el cambio del gobierno local -la destitución del virrey- no para
suplantar a la monarquía, a la cual se jura fidelidad sincera -lo cual no fue
una "máscara", como han interpretado con evidente error la mayor
parte de nuestros historiadores, que confundieron los fines de la Revolución-.
El propio Mariano Moreno, para citar el caso al que más se recurre para
justificar la supuesta implantación de la democracia, en artículos publicados
en "La Gaceta" de Buenos Aires -periódico oficial de la Junta
Patria-, propone que se dicte una constitución para el "deseado
Fernando". La misma Junta -"a nombre de Fernando VII"-, en
diversos comunicados que en su mayoría se publicaron en "La Gaceta",
proclama fidelidad al monarca español cautivo de Napoleón. La Junta es una
especie de regencia del rey en el Río de la Plata, sustitutiva del virrey, que
asume la soberanía del rey, llamado también soberano, y no la soberanía del
pueblo. Esta solución no era improvisada; tenía realidad jurídica y
doctrinaria.
Las obras
jurídicas españolas que en esa época usaban los abogados de América reconocen
el derecho de que, faltando el rey, la potestad vuelve a la comunidad, que
suple la vacancia. Esto es lo que motivó a los hombres de Mayo de 1810 en
Buenos Aires: establecer un gobierno para cubrir la acefalía producida por la
caída del gobierno español de la península. Los acontecimientos posteriores,
incluida la actitud ambigua de Fernando que perjudica a las provincias
americanas, fueron conduciendo a las autoridades locales a la decisión de
defender los intereses propios y lograr, finalmente, la Independencia de toda otra dominación extranjera.
(*) Roberto Marfany y Federico Ibarguren, La
Revolución de Mayo, en AA. VV., "Historia Argentina", Editorial de
Belgrano, 1977, Buenos Aires, pp. 11-16