In Memoriam
Antonio Caponnetto
Centro Pieper,
23-7-2022
«Fue la Madre del
Gran Caído, la engendradora del brioso Capitán, la simiente y el lecho
originario de quien volcó su sangre juvenil y marinera en las costas argentas
del Sur entrañable»
[CP] En la mañana
de este 23 de julio del 2022 se murió María Delicia Rearte de Giachino.
Me van a permitir
–porque el dolor suele ser un factor inhibitorio– que la recuerde ahora con
palabras que ya le dediqué hace cuatro años, cuando tuvo la generosidad de
pedirme que le prologara su libro de Memorias; así como varios años atrás me
había encargado el Introito de su primera obra, titulada significativamente:
“Cada día un 2 de abril”. Van aquí mis deshilvanados fragmentos en su recuerdo,
en su homenaje y en testimonio de imperecedera gratitud:
Sí; hay que dar
gracias. Y no ya, en exclusiva, de un modo individual sino nacional, por el
hecho de que La Argentina aún pueda recibir el benéfico ejemplo de esta mujer
admirable.
En tiempos de
torvos feminismos y de degradaciones otrora inconcebibles en los talantes de
tantas féminas desorbitadas, Delicia tiene la sensatez y el temple de
enorgullecerse por ser hija, esposa, madre y abuelaza de un batallón de críos,
bisnietos entre ellos.
Tiene la antigua y
entrañable hidalguía de ser una dama cabal.
No es la ofensora
del varón ni la víctima del patriarcado. Es el testimonio elocuente e imbatible
de que en el Orden Natural esplenden las creaturas; de que acatándolo se
vuelven virtuosas, y de que siendo virtuosas hallan la felicidad genuina.
Aunque -o por lo mismo- no falten los dolores ni los gólgotas; que a nadie se
le prometió vivir sin ellos.
Cada una de
aquellas enunciadas potencias femeninas las ha desplegado con naturalidad, con
júbilo, con contento; tal vez fuera ésta la palabra exacta, puesto que
contención es lo que ella alberga y dispensa a la vez.
Pero sobre todo,
ha vivido estas manifestaciones de su naturaleza, llena de gratitudes al Autor
de la misma: Dios Nuestro Señor.
Hay que dar
gracias también a Delicia por remitirnos con su sola patencia a esa noción
bíblica de varona, sin que haya que explicar otra cosa que la que surge de la
etimología del término: fuerte, corajuda, perseverante y fiel.
Tuvo motivos para
desmayarse, pero siguió de pie. Motivos incluso para que la ganara la
desesperanza, la angustia, la derrota o el rencor. Expulsó estos motivos de su
alma y los trocó en consuelo, acatamiento y resignación cristiana. Desterró la
negritud del pesimismo y echó el ancla al malecón seguro de la plegaria, que
todo lo vence.
Para quien puede
facer esta hazaña –diría el Cid– los clásicos tenían reservado el calificativo
magnanimidad, pues alma grande significa. Hazaña moral y espiritual, y por eso
mismo de gravitante monta.
En centenas de
ocasiones esa magnanimidad que es su sello distintivo nos ha prestado a muchos
el servicio de una confortación impar. Cuando se derrumbaban tantas
expectativas o se consumaban en abundancia felonías, allí irrumpía Delicia, a
golpes de epístolas o de discursos, para llevar un surtidor de agua fresca a la
cicatriz que más la necesitara.
Verla enhiesta,
congruente, batalladora, respetuosa de sus silencios y señora de sus palabras,
obliga a quien la contempla a querer estar a la altura del mensaje que emite y
de los amores que funda.
Amor a Jesucristo
Rey y a Su Madre, la Virgen Santísima. Amores pródigos a sus familiares,
parientes, antepasados y descendientes. A su esposo, que fue sostén y lazo,
palenque y torreón firme en la lid. Amor vibrante e incondicional a nuestra
Patria, como pocas veces yo he podido presenciar.
Todo lo recuerda
Delicia. Todo lo esencial lo ha conservado en ese cofre de la memoria, según
noble metáfora agustiniana. Y creyendo que esta hora de su vida es la más apta,
desenvainó el gerundio del castellano y nos regala Memoriando.
Todo lo recuerda
Delicia, reiteramos. Pero esta reminiscencia tiene un eje bendito, glorioso,
célebre. Que parte al medio una existencia, casi como se la parte el dique al
torrente convulso, o el Ande al Zonda fragoroso.
Ese eje, claro, es
el 2 de abril de 1982, cuando Pedro, el hijo mayor se recibió de Primer Héroe
de la Reconquista de Malvinas. Desde entonces y hasta hoy, Delicia, sumó a sus
títulos de mujer fuerte, otros rangos honoríficos.
Fue la Madre del
Gran Caído, la engendradora del brioso Capitán, la simiente y el lecho
originario de quien volcó su sangre juvenil y marinera en las costas argentas
del Sur entrañable.
Supimos todos con
asombro que habían nacido para la historia una madre de Pedro y un Pedro de su
madre. Pero ambas vinculaciones insertas siempre –como cuadra– en el seno de
una institución familiar, que asumió y asume con legítimo orgullo el legado
invicto del Soldado Giachino. Los Giachino saben bien quién es Guerrero Pedro.
La Divina
Providencia me ha conferido la gracia de poder conocer y tratar a Delicia,
desde los inmediatos días posteriores a la contienda justa abrileña de aquel
inolvidable ochenta y dos. Si apuramos las cuentas hace de esto casi cuatro
décadas. ¡Es tiempo, vaya!
Y en todo su
decurso jamás –ni una vez siquiera, ni un instante– la he escuchado quejarse de
la muerte de su hijo. Ninguna palabra de reproche, de resentimiento, de
victimización, de acusación o de improperio. Ningún pedido de explicación, de
resarcimiento o de protesta, al que tristemente nos tienen acostumbrados otros
familiares de patriotas caídos.
Ella ha hecho de
su dolor una batalla, de su duelo un clamor de soberanía, de su pérdida humana
una ganancia sobrenatural, de su niño muerto un héroe histórico indiscutido. Y
ha hecho de su luto privado e íntimo un juramento público con que todavía nos
alecciona, cada vez que habla del tema: ¡Malvinas Volveremos!
Yo no sé cómo ha sido
el resto de las madres de los demás patriotas malvineros, abatidos por el
invasor. Sé que Delicia es un espejo en el que esa maternidad doliente debería
mirarse. Entre otras cosas, porque habla de su hijo en tiempo presente,
sabiendo que está presente en las consignas de rigor de los obituarios épicos.
El pasado 12 de
mayo de este año [2018] que se escurre, en la IV Brigada Aérea de Mendoza, tuvo
lugar un extraordinario homenaje a la Guerra de Malvinas. No encuentro palabras
para encomiar el espíritu y la organización de ese festejo. Ni tampoco las
hallo para agradecer a quienes me invitaron a disertar en la ocasión. No tiene
uno la posibilidad habitual u ordinaria de hallarse rodeado de héroes, usando
la voz en el sentido más estricto y equitativo.
Pero hallado o no
el término necesario para manifestar mi reconocimiento a los hospitalarios
jefes de la IV Brigada, sucedió algo durante la Jornada, con lo que quisiera
concluir este pórtico.
Estaba disertando
uno de esos pilotos legendarios. El salón de actos al tope. Lo ocupaban
veteranos de distintas procedencias y armas. Familiares de caídos,
sobrevivientes curtidos en la liza y un público henchido de ese patriotismo que
no sabe de rendiciones ni de límites. Atentos, concentrados, tensos de emoción,
reviviendo cada detalle de la lejana y cercana guerra.
Orillando el
mediodía, el Jefe de la Unidad –un caballero cristiano– interrumpió cortesmente
al orador, para anunciar que estaba haciendo su ingreso la madre del Capitán
Pedro Giachino.
Fue instantáneo y
unánime. Todos hicimos un silencio respetuoso y admirativo. De a racimos nos
pusimos de pie para verla entrar. La emoción nos envolvió al conjunto entero de
los testigos. Vi tras mi llanto contenido otros llantos manifiestos. Después
hubo aplausos y vivas a Cristo Rey y a la Patria. No estoy dispuesto a
olvidarlo mientras Dios me dé vida.
Ella fue entrando
con pasos cortados pero no trémulos, ayudada de un báculo. Porque aunque jamás
osaría escribir que ha envejecido (sería la fatal oración así decidora
legítimamente censurada en ejercicio del noble mester de coquetería), debo
decir que Delicia lleva nueve largas décadas siendo joven, e incluso niña. Y
que tal rasgo le da a su aspecto una lozanía notable.
Conozco a Delicia.
Sé que se mortificó su humildad y su modestia en aquel momento de tanto
protagonismo. Hubiera preferido ingresar inadvertida, quedarse en el fondo del
recinto, sortear ese vértigo de emociones y de reverencias.
Pero sé también
que se da perfecta cuenta que lo que la vuelve plausible, ovacionable y digna
de ponderación, es lo que ella representa y encarna con un empecinamiento y un
temple que parecen extraídos de nuestras mejores crónicas hispanocriollas. Por
eso Delicia –sonrojada y a regañadientes, henchida de pudicia y de decoro–
recorrió al fin esos largos metros hasta los primeros sitiales de la enorme
aula. Y quedamos en paz para seguir atentos al orador, que fue el primero en
saludarla.
Yo sólo atiné a
pensar entonces y lo escribo ahora: se llama María Delicia Rearte de Giachino.
Pero su nombre verdadero es Señora Malvinas. Y brotó este sonetillo
provinciano:
Supo desde siempre que la guerra es justa
si en ella se vierte la sangre de un hijo,
quien llevó consigo su fiel crucifijo
colgado en el pecho que el correaje ajusta.
Supo en la mañana de la fecha adusta
cómo va el tormento junto al regocijo,
la angustia inefable que nadie predijo
y a su vera el gozo de una estirpe augusta.
Pasaron los tiempos, decenios de añares
grávidos de olvidos, traiciones, conjuras.
Pasaron los ocres, las sales marinas
la patria espoleada sobre sus ijares.
Pero algo persiste sin mancha o fisuras:
Alla va Delicia, Señora Malvinas.