DE NAPOLEÓN BONAPARTE
1821 – 5 de mayo
– 2021
Estando
en las vísperas del segundo centenario del fallecimiento de Napoleón Bonaparte,
nos parece oportuno compartir algunas reflexiones sobre la actitud que asumió
el gran corso en el momento de enfrentar la última etapa de su vida. El P.
Cayetano Bruno, sacerdote salesiano, que ha dedicado uno de sus libros –“El
ocaso cristiano de los próceres”- a recopilar la documentación que ilustra los
últimos días de quienes dispusieron poner las cuentas en regla antes de
presentarse ante Dios, considera que son muchos quienes, tras una vida ajena a
las creencias y prácticas religiosas, aceptan confiados los sacramentos de la
Iglesia. Este es uno de esos casos.
Napoleón
fue un militar y estadista francés, general durante la Revolución y artífice
del golpe de Estado del 18 de brumario que lo convirtió en primer Cónsul de la
República el 11 de noviembre de 1799. Fue además Cónsul vitalicio desde el 2 de
agosto de 1802 hasta su proclamación como emperador de Francia el 18 de mayo de
1804; fue proclamado también rey de Italia el 18 de marzo de 1805.
Durante
poco más de una década, tomó el control de casi toda Europa Occidental y
Central mediante una serie de conquistas y alianzas. Solo tras su derrota en la
batalla de las Naciones, cerca de Leipzig, en octubre de 1813, se vio obligado
a abdicar meses más tarde. Regresó a Francia y al poder durante el periodo
llamado de los Cien Días y fue derrotado para siempre en la batalla de Waterloo
en Bélgica, el 18 de junio de 1815, cuando fue desterrado por los británicos en
la isla de Santa Elena, donde falleció.
Napoleón
es considerado uno de los mayores genios militares de la historia, ya que
comandó campañas bélicas muy exitosas; sus agresivas guerras de conquista se
convirtieron en las mayores operaciones militares conocidas hasta ese momento
en Europa, en las que involucró a un número de soldados jamás visto en los
ejércitos de la época. Además de estas proezas bélicas, se le conoce por el
Código Napoleónico.
Considera
Hillair Belloc que uno de los aspectos más importantes de su obra de gobierno
fue el arreglo religioso, que, al propio Napoleón le parecía la más difícil de
las tareas que había realizado. La Revolución había chocado con la Iglesia; no
obstante, Francia era una nación de cultura católica y una guerra religiosa
hubiera sido la negación de la paz. Bonaparte logró concertar, mediante el
Concordato, una paz esencialmente moral. El Papa aceptó el Concordato, pese a
la resistencia del negociador Cardenal Consalvi, a quien le costó aceptar los
términos. Es que la religión católica no fue reconocida como oficial; en igual
situación que ella, quedaban los cultos de pequeñas minorías como la judía y la
protestante. Pero al menos, los templos se volvieron a abrir y el culto
católico recobró su lugar en todo el país.
Napoleón,
después de las más grandes victorias y de
los más venturosos acontecimientos solía ordenar un tedéum, al que asistía
solemnemente con la entera corte. En París oía misa todos los domingos con la
Emperatriz y la Corte, impresionando vivamente su digna compostura en las
funciones sagradas.
En el
destierro, el otrora poderoso emperador debió adaptarse a vivir en una casa
destartalada que pronto sería convertida en establos. En una habitación exigua,
pasó sus últimos días, acostado en un catre de campaña, desde el domingo 29 de
abril de 1821, cuando comenzó su agonía. Desde la cama, mirando a la derecha
podía ver la capilla instalada en la habitación contigua, que era el comedor; a
través de la puerta había oído la misa del domingo.
Había
ordenado que en su último momento estuviera expuesto el Santísimo y se recitaran
las oraciones de difuntos. Mucho tiempo
antes, al comprender lo que le esperaba en el destierro, el Emperador había
dicho: “Necesito tener cerca un sacerdote. No quisiera morir como un perro”.
El
sacerdote fue el P. Vignale- enviado por Pío VII para la atención espiritual
del Emperador- a quien le dijo el 21 de abril: “Nací en la Iglesia Católica. Quiero cumplir con los deberes
correspondientes y gozar de los confortativos que ofrece la Iglesia.”
Cuando llegó la noche el sacerdote estaba a solas con él. Napoleón se
confesó y recibió la absolución. Le fueron administrados los Santos Sacramentos,
salvo el de la Eucaristía, que no se atrevieron a administrárselo porque
devolvía todo lo que tomaba. Pero estaba en paz y conservaba la razón. La
conservó todavía cuatro breves días. Hasta la tarde del 5 de mayo; Napoleón había muerto. Lo cubrieron con el
capote que había vestido en Marengo y le pusieron un crucifijo encima y una
espada al lado.
Fuentes:
Belloc, Hilaire.
“Napoleón”; Buenos Aires, CS Ediciones, 2007, pp. 298-300.
Bruno sdb,
Cayetano. “Creo en la vida eterna” (el ocaso cristiano de los próceres); 3ra.
Parte, Ediciones Didascalia, Rosario, 1994, pp. 54-58.
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