domingo, 27 de abril de 2014

HOMENAJE A JUAN PABLO II (*)




Juan Pablo II destaca en su pontificado la continuidad del magisterio de la Iglesia, declarando en su encíclica Centesimus annus -en la que se rinde homenaje al centenario de la Rerum novarum-, su deseo de mostrar como la rica savia, que sube desde aquella raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más fecunda.

De este modo, confirma el valor permanente de aquellas enseñanzas, y manifiesta el verdadero sentido de la tradición de la Iglesia, la cual, siempre vida y siempre vital, edifica sobre el fundamento transmitido por los Apóstoles, que nadie puede sustituir.

El magisterio social de Juan Pablo se basa en la antropología cristiana que parte del hecho de que el hombre es persona, es decir imago Dei. La antropología cristiana que reconoce en todo hombre una dignidad tan alta, tiene en cuenta que frecuentemente el hombre traiciona esta dignidad con el pecado.
La Iglesia conoce el sentido del hombre gracias a la Revelación divina. Por eso, la antropología cristiana es en realidad un capítulo de la teología; asimismo, la doctrina social de la Iglesia, preocupándose del hombre, pertenece al campo de la teología y especialmente de la teología moral.

Su primer contribución al esclarecimiento de la actividad política de los católicos, la encontramos en la Exhortación Apostólica Christifideles laici.
Comienza ratificando lo afirmado en el Concilio: Se equivocan los cristianos que, sabiendo que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran por esto que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno...(59)

En el párrafo 42, aporta el Papa varios conceptos importantes:
Para animar cristianamente el orden temporal  los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la «política»;
*aclarando que se refiere a la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común;
*además, todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política, si bien con diversidad  de formas, tareas y responsabilidades;
*las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, y del partido político,
*como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral,
*no justifican lo más mínimo, ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.

Por el contrario Concilio Vaticano II expresó que:  
«La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades».

En el ejercicio del poder político es fundamental aquel espíritu de servicio, que, unido a la necesaria competencia y eficiencia, es el único capaz de hacer «transparente» o «limpia» la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, la gente exige.

 Esto requiere la superación de algunas tentaciones, como el recurso a la deslealtad y a la mentira,
el despilfarro de la hacienda pública para que redunde en provecho de unos pocos
y con intención de crear una masa de gente dependiente,
así como el uso de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener y aumentar el poder a cualquier precio.

«Para que los laicos puedan actuar eficazmente en la política, no bastan las exhortaciones, sino que es necesario ofrecerles la debida formación especialmente en la doctrina social de la Iglesia, la cual contiene principios de reflexión, criterios de juicio y directrices prácticas. (60)
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Para entender adecuadamente las enseñanzas de Juan Pablo en la encíclica Centesimus annus, conviene mencionar previamente que, en la historia, el término democracia dio origen a distintas apreciaciones, que podemos resumir en tres significados:

*democracia como participación de todos los ciudadanos en la gestión pública
*democracia como una de las tres formas clásicas de gobierno (junto con la monarquía y la aristocracia)
*y la democracia como la ideología de la soberanía popular.

-La tradición de la Iglesia considera como moralmente necesaria la primera acepción: es un derecho del hombre la participación en la cosa pública. Pío XII lo expresaba así:
* Manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos
* No estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado.

-En cuanto forma de gobierno es un tema opinable, lícito pero no obligatorio, dependiendo de las circunstancias históricas.

-En cambio, como ideología, es rechazada, si se entiende la soberanía popular como un poder absoluto, desvinculado con lo trascendente.
San Pío X, en Notre charge apostolique, declara que la Iglesia “Ha condenado una democracia que llega al grado de perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo”.

Como la Iglesia es madre y maestra, no cae en un purismo semántico, rechazando un vocablo que se ha impuesto en el mundo moderno. Por eso, hace hincapié en el contenido y no en las formas.
Al decir de Pío XII: “la democracia, entendida en sentido amplio, admite distintas formas y puede tener su realización tanto en las monarquías como en las repúblicas”.
Esto significa que prefiere adjudicar la democracia a la forma del Estado y no del gobierno.

Así lo precisó Pablo VI: “la democracia que la Iglesia aprueba está menos ligada a un régimen político determinado que a las estructuras de las que dependen las relaciones entre el pueblo y el poder en la búsqueda de la prosperidad común”.
(Carta a la Semana Social de Francia, 2-7-1963)

Por eso, por ejemplo, León XIII estimó positiva la separación de poderes en el Estado, que es una tendencia general, al margen del respectivo modelo de gobierno.
Juan Pablo identifica la recíproca limitación de los poderes, con el Estado de derecho, “en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres”.

En el párrafo 46 de la Centesimus annus, afirma el pontífice que: la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que
* asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas
* y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes,
* o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica.

Añade que una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales.

Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos.
Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.

En un enfoque más amplio, afirma que los acontecimientos del año 1989 ofrecen un ejemplo de éxito de la voluntad de negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no dejarse condicionar por principios morales:
son una amonestación para cuantos, en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política el derecho y la moral.

El hombre tiende hacia el bien, pero es también capaz del mal; por eso,
cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que hace imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla.
La política se convierte entonces en una «religión secular», que cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo. (25)

A quienes hoy día buscan una nueva y auténtica teoría y praxis de liberación, la Iglesia ofrece no sólo la doctrina social y, en general, sus enseñanzas sobre la persona redimida por Cristo, sino también su compromiso concreto de ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento.

En el pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los oprimidos y de no quedarse fuera del curso de la historia ha inducido a muchos creyentes a buscar por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo.

Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas.
La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad.

La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos.
En su primer encíclica, Redemtor hominis, el papa señalaba: En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades.
La libertad en cambio es un don grande sólo cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. (26)

En ese sentido -agrega el Papa en Vetitatis splendor-, las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias determinadas a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. (…)
Por lo cual, sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto nacional como internacional.
(Veritatis splendor, 97)

Conocía Juan Pablo la dificultad de actuar, en coherencia con la fe, en las condiciones vigentes en el mundo contemporáneo, pero insistía en la Sollicitudo rei socialis, que no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Todos estamos obligados a afrontar este tremendo desafío. (47)

Por lo tanto, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina, en un momento de la historia, para hacer más humana la vida de los hombres,
aunque imperfecto y provisional,
se habrá perdido ni habrá sino en vano. (48)

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(*) Con motivo de su canonización; realizado en la parroquia María Auxiliadora, el 27-4-2014.