Recientemente
se publicó en un diario, un artículo escrito por Adrián Vitali, sacerdote a
quien se le concedió la reducción al estado laical para contraer matrimonio,
donde sostiene que el Papa “tendría que derogar la pena de muerte del Catecismo
de la Iglesia ”,
“para que los reclamos por la vida sean moralmente válidos”[1].
Comienza
afirmando que dicha pena fue apoyada por los teólogos, “después de que la
Iglesia se
apartara del Evangelio transformándose en religión oficial del Imperio Romano”.
Interpretación curiosa, ya que es generalmente aceptado que fue el imperio
quien se impregnó de cristianismo.
El
párrafo 2266 del Catecismo, mal citado en el artículo, establece que la
autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a
la gravedad del delito. Es en el párrafo 2267 donde se reconoce que: “La
enseñanza tradicional de la
Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación del
culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible
para defender eficazmente del agresor injusto, las vidas humanas”.
Aclara,
a continuación, que si la seguridad de las personas puede ser protegida por
medios incruentos, la autoridad se limitará a estos medios, “más conformes con
la dignidad de la persona humana”.
Nos
parece conveniente mencionar que todos los filósofos, hasta el siglo 19,
sostuvieron la legitimidad de la pena de muerte para delitos gravísimos. Entre
otros, puede citarse a Platón,
Aristóteles, Séneca, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Hugo Grocio, Juan
Locke, Emanuel Kant, Federico Hegel.
En
el ámbito del cristianismo, se prohibe matar al inocente, pero en lo que se
refiere a los culpables de crímenes, los teólogos y moralistas han aceptado la
legitimidad de causarles la muerte, en ciertos casos. En ninguno de los Padres
de la Iglesia
se halla oposición a la pena capital, y ninguno de los Doctores de la Iglesia la han objetado[2].
Con
respecto al magisterio pontificio, que está resumido en el Catecismo, recordemos
que sobre ese documento, que fue aprobado por la Constitución
Apostólica Fidei
Depositum, Juan Pablo II declara: “Lo reconozco como un instrumento válido
y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la
enseñanza de la fe”.