http://www.defender-la-fe.blogspot.com/2022/12/recordando-benedicto.html
sábado, 31 de diciembre de 2022
martes, 13 de diciembre de 2022
JOSÉ ANTONIO RIESCO
Acaba
de fallecer uno de nuestros maestros, José Antonio Riesco, a quien conocimos en
la entonces Escuela de Ciencia Política, de la Universidad Católica de Córdoba
(UCC). En un breve pantallazo, recordemos su trayectoria:
Fue
investigador en temas de ciencias políticas, y se desempeñó como secretario
técnico del Instituto de Derecho Político y Constitucional de la Universidad
Nacional de Córdoba.
Como
docente dictó clases en: Teoría del Estado y del Gobierno; Psicología Política;
Estrategia y Defensa, en la UCC.
Público
numerosos trabajos, siendo los más importantes: “Clases sociales y grupos de
presión”; “Liderazgo y poder ejecutivo”; “Teoría del Estado contemporáneo”; “Fin
y función del Estado”; “La razón estratégica en la acción política”; “Filosofía
y Estrategia”; “Estado, educación y sociedad”; “Los aspectos psicológicos de la
política”.
Al
margen de lo académico, supo transmitir los conocimientos y experiencia de una
intensa vida, orientada hacia el bien común y el arduo quehacer de la actividad
cívica. Enseñaba de modo coloquial, haciendo comprensibles los aspectos más
áridos, y su docencia no cesaba con el timbre del recreo. Se prologaba en el
café, donde continuaba su labor docente para orientar a los jóvenes.
En
forma discontinua, como ocurre lamentablemente en nuestra patria, aprovechó las
oportunidades que se le brindaron para contribuir con su aporte en la función
pública y en el periodismo. Por ejemplo, en el equipo del Ministerio de
Planeamiento, y su posterior tarea de investigación en la Fundación Argentina
Año 2000, y su revista Futurable. De
allí surgieron los Centros de Estudios Prospectivos, cuya filial de Córdoba,
integramos con otros amigos entrañables como el Ingeniero Delgado y el Dr.
Eduardo Novillo Saravia.
José
Antonio, descansa en paz.
jueves, 8 de diciembre de 2022
18 MILLONES DE POBRES
El Observatorio de
la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina dio a conocer el
informe "Deudas sociales en la Argentina urbana 2010-2022", que
revela que no hubo grandes variaciones en relación con 2021, pero que hoy la
pobreza monetaria alcanza a 43,1% de la población, unos 18 millones de personas,
y la indigencia al 8,1% (5,3 millones). (1)
Un interesante análisis complementario (2) muestra el progresivo
agravamiento del problema en la Argentina, al indicar la relación del salario
mínimo vital y móvil, sumado a las asignaciones familiares, con las líneas
de pobreza e indigencia, para una familia tipo:
Indigencia Pobreza
2006 + 122 % + 2%
2016 + 71 % - 30 %
2022 + 15 % - 50 %
Como la línea actual de pobreza es de $ 139.738, aunque se sumen dos salarios
mínimos en una familia tipo solo se lograrían $ 129.392, que no alcanza para
salir de la pobreza.
Fuentes:
1) AICA, 6-12-2022
2) Nicolás Quaglia; La Voz del Interior, 5-12-22.
miércoles, 30 de noviembre de 2022
lunes, 21 de noviembre de 2022
SISTEMA INSTITUCIONAL ARGENTINO (*)
Con motivo de
haberse comentado, en varios encuentros virtuales y en algunas de las
propuestas efectuadas por miembros del Consejo Programático de Políticas
Públicas, de Córdoba, sobre la necesidad de efectuar reformas en el sistema
institucional argentino, nos parece conveniente analizar el tema.
La última reforma
a la Constitucional Nacional, se efectuó en 1994; en los 28 años transcurridos,
ningún sector político y ningún constitucionalista ha puesto en duda la
legitimidad de dicha Constitución. Por lo tanto, las reformas que se propongan
deberán someterse al procedimiento respectivo, fijado en el propio texto
constitucional (art. 30), de manera que no podrá concretarse sin el apoyo
explícito de la mayoría de dos tercios del total de los diputados y senadores.
En síntesis, no habrá ninguna reforma institucional sin la participación activa
de los partidos políticos.
Uno de los
aspectos más criticados de la política contemporánea es el de la representación;
la crítica al sistema contemporáneo de partidos está, obviamente, justificada.
Dicho sistema se basa en la llamada democracia indirecta o representativa,
consistente en que, como todo el pueblo -en quien se supone reside la
soberanía- no puede gobernar por sí mismo, debe delegar en sus representantes
la función de gobierno, sin abandonar por ello la soberanía. Como el gobierno
-especialmente el Congreso- debe representar la Voluntad General, se establece
por medio de una ficción jurídica que cada representante representa, no a los
ciudadanos que lo han elegido, sino a todo el pueblo. Con lo cual se invalida
en la práctica la figura invocada del mandato, según la cual los gobernantes
reciben, al ser elegido, un mandato del pueblo, para ejercer en su nombre el
gobierno.
En efecto, esta
figura se podía aplicar legítimamente durante la Edad Media, con la monarquía
tradicional, pues en las cortes o asambleas los representantes eran elegidos
por un grupo social determinado (estamentos, ciudades, corporaciones) y
únicamente representaban a ese grupo, con mandato “imperativo” a través de
instrucciones precisas que, en caso de no ser cumplidas fielmente por el
representante, el mandato de éste podía ser revocado.
Por el contrario,
en los parlamentos modernos -y ya desde la Revolución Francesa- se prohíben los
mandatos imperativos, y los representantes ejercen una representación “libre”,
es decir que, una vez elegidos -si bien alegan actuar en nombre del pueblo-, no
reciben órdenes de sus electores y actúan con total independencia.
Por otra parte,
todos los representantes son propuestos al electorado por los partidos
políticos, únicas entidades que tienen acceso legal a los cargos públicos
electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de ciudadanos independientes ni
la representación de otros grupos sociales (CN, Art. 38).
Es por estar
basado en el mito de la soberanía popular y en una falsa teoría de la
representación, que el sistema actual de partidos políticos carece de solidez y
produce efectos negativos en la sociedad.
Durante la
vigencia de la monarquía, la actividad gubernamental estaba a cargo del propio
rey y de la nobleza, es decir, el estamento aristocrático que rodeaba al rey y
cuyos integrantes se preparaban para la guerra y el gobierno. Las cortes o
asambleas, ya mencionadas, se limitaban a informar y asesorar al rey sobre los
problemas e inquietudes, y, en casos excepcionales, a consentir medidas de
emergencia como impuestos especiales, pero la decisión estaba reservada al
monarca que representaba la unidad del reino, al estar por encima de todos los
sectores.
Al ser reemplazada
la monarquía por el sistema republicano, surge la necesidad de sustituir a la
nobleza en dicho rol, y este lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los
representantes del pueblo, elegidos a través de los partidos políticos.
La alternativa que
proponen distinguidos profesores y publicistas, consiste -explícita o
tácitamente- en sustituir el régimen de partidos por: a) una participación
activa en la vida socio-política de los cuerpos intermedios; y b) la dictadura
como forma de gobierno.
Los cuerpos
intermedios son las asociaciones ubicadas entre la familia y el Estado, que
persiguen un fin común (sindicatos, entidades profesionales, cámaras
empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales, cooperadoras escolares,
etcétera). Toda sociedad contiene en su seno infinidad de entidades y grupos
mediante los cuales los hombres tratan de lograr objetivos que sirven a su perfección.
Un sano orden social requiere la aplicación del principio de subsidiariedad que
demanda que el Estado no absorba las actividades que pueden realizar
eficazmente las asociaciones inferiores. En virtud de este principio, la
Iglesia siempre sostuvo que los cuerpos intermedios deben gozar de la mayor
autonomía posible y ocuparse de muchas tareas que hoy el Estado tiene a su
cargo y le impiden ejercer correctamente el rol que le compete como gestor del
Bien Común. Asimismo, mediante la interconexión y colaboración mutua, los
cuerpos intermedios pueden constituir organismos que resuelvan por sí mismos
ciertos problemas sociales y económicos, evitando la lucha de clases: es lo que
se llama corporativismo u organización profesional.
En este sistema,
los grupos intermedios se van articulando hasta formar un Consejo o Cámara
nacional en la que se hallan representados todos los grupos e intereses
sociales existentes en la sociedad, con la finalidad de asesorar al gobierno,
o, incluso, cumplir funciones legislativas. No cabe duda de que este sistema,
recomendado por el magisterio pontificio -especialmente en la Encíclica
“Cuadragésimo Anno”-, permite un mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez
impide los posibles abusos del Estado, pero no puede asumir -en exclusividad-
la conducción de éste, ni ocuparse de la actividad específicamente política.
“Es verdad que
estos grupos, si bien necesarios, cada uno según su propia finalidad
específica, representan sólo intereses delimitados y parciales, no el bien
universal del país. No tienen, por consiguiente, competencia para participar en
aquellas decisiones superiores que son peculiares del supremo poder político,
primer responsable del bien común” (Carta de la Secretaría de Estado del
Vaticano a la XXVI Semana Social de España, 18-3-1967).
Es por eso que,
inevitablemente, cuando no se quiere aceptar la existencia de los partidos, se
busca una monarquía sin corona: la dictadura. No negamos que pueda resultar
inevitable y hasta conveniente establecer un gobierno de facto para producir un
cambio integral, en casos como el de nuestro país, desquiciado hasta extremos
difíciles de revertir, luego de tantos años de influencia liberal, e
insuficiente participación cívica. Pero ocurre que, por definición, la
dictadura es una fórmula de transición, que no puede prolongarse indefinidamente.
Sus creadores, los
romanos, limitaban su duración a seis meses; aunque aquí se prolongó durante
seis años, en dos ocasiones, ¿bastó ese lapso para producir los cambios
necesarios? Tampoco las dictaduras nacionales de Franco, en España, y de
Oliveira Salazar, en Portugal, que se extendieron por más de 30 años, pudieron
modificar el sistema.
Por todo lo
explicado, la alternativa comentada, como reemplazo de la partidocracia, no nos
parece satisfactoria como solución factible y útil.
Hecho el análisis
precedente, se advierte que la empresa de reconstruir el orden social no es sencilla
ni fácil, y los patriotas debemos aceptar la guía de la Iglesia, cuya
experiencia milenaria resulta invalorable, sin olvidar que es depositaria de la
Verdad. Pues bien, la doctrina de la Iglesia en materia de regímenes políticos,
nos enseña que, en el terreno de las ideas, los católicos pueden preferir uno u
otro, incluso llegar a precisar cuál es el mejor, en abstracto, puesto que la
Iglesia no se opone a ninguna forma de gobierno legítimo. Pero, en cada
sociedad, las circunstancias históricas van creando una forma política
específica, que rige la selección y reemplazo de los gobernantes. Y, como toda
autoridad proviene de Dios, cuando se consolida de hecho un régimen político
determinado, “su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria,
con obligación impuesta por la necesidad del bien común...” [1].
En nuestro país,
existe desde hace 206 años la forma republicana de gobierno, que no podemos
desconocer, como tampoco negar la vigencia de la Constitución que le dio fuerza
legal, sin desviarnos de la doctrina que acabamos de citar. A partir de estas
realidades es que debemos desplegar nuestro esfuerzo por mejorar el
funcionamiento de la sociedad en que la Providencia nos ha colocado.
Por otra parte, la
actuación de los partidos no es necesariamente mala. En efecto, en todos los
tiempos, los hombres se han agrupado en torno a líderes, ideas o intereses,
para tratar de influir en la conducción de la sociedad, incluso cuando regía la
monarquía y existía la aristocracia. La parte no siempre constituye una
facción, ni la discrepancia afecta al bien común, mientras se mantenga dentro
de ciertos límites. Por eso la Iglesia reconoce como legítima “la diversidad de
pareceres en materia política...La Iglesia no condena en modo alguno las
preferencias políticas, con tal que éstas no sean contrarias a la religión y la
justicia” [2].
Ahora bien, ya
hemos dicho que los grupos sociales intermedios –que, por ser intermediarios
entre la familia y el Estado, son infrapolíticos- no pueden asumir la
conducción del Estado ni ejercer la actividad específicamente política. Por
ello, la conducción global de la sociedad, que compete al Estado, debe estar
reservada a un tipo de personas con características especiales.
“El hecho natural
de la existencia de un estamento dirigente de la vida política,…se conecta con
la doctrina clásica de la vocación, según la cual en los hombres existen
aptitudes naturales para los diversos oficios que requiere la comunidad,
incluso para el más elevado, esto es, el oficio político, pues, como decía
Aristóteles, hay hombres cuya tarea propia parece ser la de gobernar a los
demás” [3].
Entonces, ¿a
través de qué medios pueden seleccionarse a los hombres que habrán de gobernar
en un sistema republicano, y en qué tipo de entidades habrán de agruparse de
acuerdo a sus preferencias políticas? En el mundo contemporáneo, en la casi
totalidad de Estados, existen sistemas pluripartidarios o de partido único; las
pocas excepciones consisten en Estados con gobiernos militares. Pero, aún en
esos casos, la experiencia del último siglo indica que, luego de períodos
transitorios, se produce “el eterno retorno de los partidos” [4]. No se ha
logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda prescindir de los
partidos en la actividad política.
Como reconoce el
Concilio Vaticano II: “Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que
se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los
ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades
efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos
jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la
determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes
instituciones y en la elección de los gobernantes” (Constitución Gaudium et
Spes, p. 75).
El profesor Félix
Lamas ha explicado, con mucha claridad, que los partidos: “Pueden considerarse
de existencia necesaria en la misma medida en que es inevitable una cierta
dosis de discordia en toda comunidad...”, y por ello es que hay “un margen
funcional admisible en los partidos: pueden constituir vehículos de opinión o
canales del querer sobre cuestiones opinables, cuando éstas no encuentren
adecuada expresión a través de las comunidades naturales, vgr.: la postulación
de candidatos o el sostenimiento de un determinado programa conforme con el
bien común” (Cabildo, setiembre de 1982).
Creuzet añade:
“Acontece también que su existencia resulta el único medio de contrabalancear
el poder tiránico de un Estado descarriado... En este caso, los partidos de la
oposición se transforman en verdaderos cuerpos intermedios, apoyo de las
personas, de las familias, de los otros cuerpos sociales, en su justa resistencia
contra la tiranía” [5].
Debe reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca,
la actividad gubernamental es tremendamente compleja y requiere una formación
adecuada, que se adquiere luego de muchos años de estudio y experiencia.
Precisamente, porque no aceptamos la ilusión populista de que cualquier persona
puede desempeñar un cargo público, ni bastan la honestidad y el patriotismo
para gobernar con eficacia, es que pensamos que resulta imprescindible constituir
grupos de hombres con auténtica vocación política, que se preparen seriamente
para gobernar. Y, por ahora, no hay
otra vía idónea que la que ofrecen los partidos, que se fundamentan -o deberían
hacerlo- en una cosmovisión global y elaboran programas con las soluciones que
proponen para cada uno de los problemas que debe afrontar el Estado. Los aspectos negativos del funcionamiento
de los partidos en la Argentina, podrían corregirse fácilmente, con una
modificación de la ley orgánica respectiva, para lo cual, debe existir, por
supuesto, la previa decisión de un número suficiente de patriotas dispuestos a
intervenir en el único ámbito donde se pueden mejorar las instituciones
públicas.
Para finalizar,
recordemos la advertencia de San Juan Pablo II, al decir que los fieles:
“de ningún modo
pueden abdicar de la participación en la política”.
“Las acusaciones
de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con
frecuencia son dirigidas a los hombres de gobierno, del parlamento, de la clase
dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la
política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo
ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa
pública” [6].
(*) Extractado de:
Mario Meneghini. “La Política: obligación moral del cristiano”; Ediciones Del
Copista, 2008,
1) León XIII. Au milieu
des sollicitudes, p. 23.
2) León XIII. Cum
multa, p. 3.
3) Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”;
Bibliográfica Omeba, p. 490.
4) Lucas Verdú, Pablo. “Principios de la política”;
Tecnos, T. III, p. 48.
5) Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, p.
101.
6) Juan Pablo II. Cristifideles
laici; p. 42.
sábado, 19 de noviembre de 2022
jueves, 17 de noviembre de 2022
TRADICIÓN NACIONAL Y SOBERANÍA (*)
La palabra
tradición refiere a donación o legado,
y abarca el conjunto de costumbres que suelen transmitirse de generación en
generación. “La historia de lo que
fuimos explica lo que somos”, nos enseña Hilaire Belloc; agregando a este
respecto que: “la religión es el
principal elemento determinante que actúa en la formación de toda civilización”.
Profunda realidad existencial que también rige, por supuesto, para nosotros los
argentinos de hoy, pues, aunque a primera vista no se noten sus rastros en el
acontecer histórico de la patria, el catolicismo fundador subyace sin embargo
en el subconsciente de la misma y se perpetúa, influyendo en los modos de ser,
hábitos y costumbres de millones de ciudadanos nacidos y criados en esta tierra
civilizada por la imperial España de hace cuatro siglos.
Cuando sistemas de
ideas o creencias, repetidos a través del tiempo, se convierten en habituales
en una sociedad, modelando el pensamiento de las personas que forman cualquier
pueblo organizado hasta convertirlos en normas de vida, o sea en un régimen de convivencia pacíficamente
obedecido entonces podemos afirmar con certeza que existe una Tradición.
En lo que respecta
a nuestra nación Argentina, se han ido yustaponiendo, (como enseña don Federico
Ibarguren), corrientes culturales diversas, las cuales a través de la enseñanza
oficial, fueron configurándose en enfoques
contradictorios entre sí. A saber:
1) El
hispano-católico fundador
2) El racionalismo
afrancesado que se concretó en el despotismo
ilustrado y que niega rotundamente la primera tradición, considerándola
“oscurantista”, como lo hicieron Moreno
y Rivadavia en su momento;
y 3) el
liberal-capitalista, propagado entre nosotros por la generación que
combatió a Rosas y que se perpetua a través de la generación del 80, quedando
consolidada en la ciudadanía por la ley de educación laica de 1884, y cuyo
espíritu antitradicionalista se extendió, también, a la enseñanza secundaria y
universitaria oficial. Como consecuencia del liberalismo, se difundieron
rápidamente las ideas del marxismo y de la nueva era.
Al negar nuestra
tradición primigenia, la hispano-católica, las últimas corrientes en la
Argentina se convierten en verdaderas contra-tradiciones que conducen en
definitiva a la confusión actual.
Esto, sumado a la conducción política ineficaz y errática, ha comenzado a
debilitar los lazos de la amistad social
que caracterizan a una comunidad nacional.
Soberanía
Hoy existe en la
Argentina, como nunca antes, un
desaliento generalizado sobre su destino; cunde un clima de descontento, de
protesta, una especie de atomización
social. Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible para que exista una
nación en plenitud. En estas condiciones, enfrentar los desafíos que conlleva
un mundo globalizado requiere un enorme esfuerzo de reflexión y de eficacia en
la acción gubernamental.
Un tópico a
considerar es el peligro que creen advertir muchos de que, en esta época
signada por la globalización, el estado sufra una disminución o pérdida total
de su soberanía. La palabra globalización,
implica “la creciente interdependencia
de todas las sociedades entre sí, promovida por el aumento de los flujos
económicos, financieros y comunicacionales, y catapultada por la tercera
revolución industrial o tercera ola, que facilita que estos flujos puedan ser
realizados en tiempo real”.
Para Fukuyama, la
caída del Muro de Berlín representaba el
fin de la historia, al quedar como única opción el liberalismo capitalista al
ser derrotado el comunismo. La globalización parecía ofrecer un mundo mágico,
con un progreso continuo, basado en el avance tecnológico. Los conflictos se limitarían
a una competencia entre los países, por los recursos, entre las empresas, por
los clientes, y entre las personas, por el empleo.
Otras miradas no
eran tan optimistas, y preferían usar el concepto de mundialización, para
caracterizar una etapa, como cualquier otra de la historia humana, con sus
problemas y tensiones: consecuencias ambientales del progreso desenfrenado,
crisis demográfica en Europa, paralela a migraciones desordenadas, guerras y
hechos terroristas de violencia sin precedentes.
Es que, en este
momento, la mundialización no puede
eliminar la política como acción humana; acción que le da un rostro humano a los problemas, ya que no solo lo
económico determina un tiempo histórico. La
convivencia entre millones de personas que no se conocen, solo es posible por
la política: sin ella no habría sociedad, porque el instinto no nos permite
vivir separados, ni nos alcanza para vivir juntos.
No cabe duda que
la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma
alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de
desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni
siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en que
los países podían desenvolverse con un grado considerable de independencia.
Entendiendo por independencia la
capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a
otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha independencia variará
según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que
demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de
la globalización, lo cierto es que el
Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días. En muchos países el
Estado maneja más de la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo
tanto, afirmar que los políticos son
simples agentes del mercado.
Pese a todos los
condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el mejor
órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su defensa
exterior. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de preocupación los
cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad esencial de gerente del bien común. De
modo que conviene no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado, que
sigue siendo una sociedad perfecta,
por ser la única institución temporal que protege adecuadamente el bien común
de cada sociedad territorialmente delimitada. Como enseña Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate: parece más
realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser
sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar
los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos.
La situación
internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde
1989- posibilidades de actuación
autonómica aún a los países pequeños y medianos. Por cierto, que, para
poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de
la realidad, de los llamados "factores determinantes" de la política
exterior; estos son los hombres concretos que deciden en los Estados,
procurando mantener su independencia.
El economista Aldo
Ferrer ha aportado un concepto interesante, el de densidad nacional, que expresa el conjunto de circunstancias que
determinan la calidad de las respuestas
de cada nación a los desafíos y oportunidades de la globalización. Atribuye
dicho autor a la baja densidad nacional, la causa de los problemas argentinos.
Por otra parte, es
necesario expresar que la posibilidad, que sostienen muchos, de un gobierno
mundial ya fue desestimada por Carl
Schmitt en 1932: “El mundo político
es un Pluriversum, no un Universum”. “La unidad política no puede, por
razón de su esencia, ser universal, en el sentido de una unidad que abrazara la
humanidad toda y la tierra entera”.
Explica Bandieri
que: “El tránsito del Estado Nación centralizado al equilibrio de grandes
espacios requiere un nuevo tipo de distribución funcional y articulación
territorial del poder: la federalización hacia adentro, la confederación hacia
afuera”. Agrega Castaño que una sociedad
es política, mientras no efectúe una cesión general e irrevocable de sus
facultades de gobierno y jurisdicción a una entidad superior.
Esto no ocurre, ni
con las Naciones Unidas ni con la Unión Europea. Según la Carta de las Naciones
Unidas, los propósitos consisten en mantener la paz y fomentar entre las
naciones relaciones de amistad, en base al principio
de la igualdad soberana de todos sus miembros. A su vez, el tratado de la
Unión Europea, establece que la Unión
actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados
miembros, para lograr los objetivos que éstos determinen. En virtud del
principio de subsidiariedad, la Unión intervendrá sólo en caso de que los
objetivos no puedan ser alcanzados por los Estados miembros. La decisión
adoptada por el Reino Unido de retirarse
de la Unión –Brexit- estaba prevista por el artículo 50 del Tratado, y confirma que la adhesión es revocable.
Por consiguiente, un poder subsidiario
“sí puede ser compatible con la existencia de comunidades políticas que no han
renunciado a su status de tales, esto es, de Estados independientes”.
Por cierto, en
esta hora resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la
globalización y conservar su independencia, las sociedades que se afiancen en
sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional.
La cultura de un
pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de
una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la
cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. Cuando un pueblo se debilita en la defensa
de su autonomía frente al mundo, desaparece como tal, como ha ocurrido muchas
veces en la historia.
Entonces, la
primera decisión política a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado –como órgano de conducción de la
sociedad- para procurar su máxima eficacia. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía, que es la
cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio
determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es susceptible de
grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la
"disminución de soberanía" de los Estados contemporáneos.
Lo que puede
disminuirse o incrementarse es el poder
propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver
problemas e influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte, por
ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal -como el
Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas decisiones
en virtud de su carácter de ente soberano.
Ahora bien, el
grave problema argentino, es que no puede ejecerse plenamente la soberanía pues
el Estado no funciona adecuadamente.
Como explica Marcelo Sánchez Sorondo:
todo Estado incluye un gobierno, pero no todo gobierno implica que exista un
Estado. El Estado es una entidad jurídico-política que surge recién en una
etapa de la civilización, como complejo de organismos, al servicio del bien
común. Supone una delimitación explícita del poder discrecional.
El gobierno no encuadrado en un Estado es errático y
caprichoso; sirve únicamente para
el enriquecimiento y la influencia individual de los gobernantes, que no pueden
lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental.
De allí la
paradoja de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los
problemas es la ausencia del Estado. En esto seguimos al Prof. de Mahieu, que
describe al Estado como el órgano de
síntesis, planeamiento y conducción, de una sociedad determinada, destinado
a lograr el bien común.
El ejercicio de las tres funciones señaladas
es requisito indispensable para la existencia de un Estado; cuando dejan de cumplirse,
el Estado no funciona como tal, aunque se mantengan las formalidades
constitucionales. Eso es lo que ocurrió en la Argentina, hace ya cinco décadas.
Resumiendo lo
expresado, consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas
significativas de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione
el método de análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los
problemas gubernamentales. Si es correcto el análisis, la prioridad absoluta
consiste en restaurar el Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio
del bien común. Sin embargo, la
restauración del Estado argentino no ocurrirá como consecuencia necesaria de
elaborar un buen diagnóstico, sino como resultado de un gobierno que solucione
los problemas concretos, para lo cual deberá planificar cuidadosamente sus
acciones, lo que, a su vez depende del surgimiento de un número suficiente de
ciudadanos honestos y formados, dispuestos a dedicarse a la cosa pública.
A esta altura del
análisis, debemos profundizar en cuestiones teóricas, para determinar si es
posible, estrictamente hablando, elaborar un
proyecto nacional como anticipación del futuro, y que no sea, por lo tanto,
una simple utopía. En cada circunstancia, son muchos los futuros posibles -futuribles- y existen algunos pocos probables -futurables. El riesgo
de elegir el que tenga más chance de ser logrado y resultar conveniente,
depende del procedimiento utilizado.
Bertrand de
Jouvenel explica que: “Respecto al pasado, la voluntad del hombre
es inútil, su libertad nula, su poder inexistente”; en cambio el porvenir es para el hombre dominio de la
libertad y del poder. De libertad, en cuanto la persona es libre de concebir lo que no es, y es
dominio del poder, porque dispone de
algún poder para hacer válido lo que ha concebido. De todos modos, el
análisis predictivo nos aporta un conocimiento de opinión, pues la materia
objeto del planeamiento es opinable por naturaleza; el futuro sólo es
susceptible de aproximación conjetural. Lo mismo podemos decir sobre lo
político: es pasible de certidumbre en
cuanto a sus contenidos pasados o presentes, pero es sólo opinable en cuanto al
futuro.
El proyecto, sin
embargo, es mucho más que extrapolación en el tiempo; el vocablo se refiere a
la intervención necesaria de la voluntad humana en su configuración. Si bien
generalmente se proyecta de acuerdo a lo que se cree posible, aquí resulta
dominante el ámbito de lo deseable. Para
lo posible utilizamos la razón, en lo probable domina la voluntad.
Sin embargo, “el
futuro es parcialmente controlable”; “el futuro de un pueblo, entendido como
proyecto vital colectivo, puede en buena medida ser regulado desde el
presente”.
Creemos, por lo
tanto, que es injusto confundir el planeamiento con el utopismo; Santo Tomás aclara que, por muy
imprevisible que en esencia sea la conducta humana, nada es tan contingente que
no tenga en sí una parte de necesidad (S. Th. 1, 86, 3). “Un plan de la
nación no aparece, pues, como una fórmula mágica, sino como una combinación
perfectible de realismo y voluntad”.
De manera que, no
sólo es posible sino muy útil al bien común la planificación. Pero siempre,
respaldando los planes en el consenso de sus protagonistas, quienes
deben participar en su elaboración, ejecución y modificación.
El Estado, en su
función de planeamiento, centraliza la información que le llega de los grupos
sociales; recopila sus problemas, necesidades y demandas. Los datos son
procesados y extrapolados en función de los fines comunes, fijados en la
Constitución Nacional y en otros documentos, que señalan los objetivos
políticos y los valores que identifican a un pueblo. Con mayor o menor
intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado
donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las
prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad, en procura del
Bien Común.
Por cierto, que,
en una concepción no totalitaria el planeamiento estatal sólo será vinculante
para el propio Estado, y meramente indicativo para el sector privado. La autoridad pública no debe realizar ni
decidir por sí misma lo que puedan hacer y procurar comunidades menores e inferiores.
Pero, debido a la complejidad de los problemas modernos, el principio de
subsidiariedad resulta insuficiente para resolverlos sin la orientación del
Estado, que mediante el planeamiento se dedique a "animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los
individuos y de los cuerpos intermedios" (Pablo VI, Populorum progressio,
p. 33).
Un proyecto
nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la
globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los
demás países, con la preservación de la propia identidad cultural, haciendo explícito lo que somos a fin de
buscar lo que debemos ser; lo contrario sería abandonarse al futuro sin
prudencia, de la mano de un empirismo más o menos ciego.
Para finalizar,
recordamos la exhortación de Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a vuestra disposición sobre esta soberanía
fundamental que cada Nación posee en virtud de la propia cultura”. “No
permitáis que se vuelva víctima de totalitarismos, imperialismos o hegemonías”.
(disc. En Praga,
21-4-1990)
(*)Exposición
realizada en el Instituto Argentino de Cultura Hispánico, de Córdoba, el
17-11-2022.
BIBLIOGRAFÍA
CONSULTADA
*AAVV. “Planeamiento y nación”; Buenos Aires, Oikos,
1979.
*Auel, Heriberto.
“La Argentina y sus posguerras”; en: AAVV., “Geopolítica tridimensional
Argentina”; Buenos Aires, Eudeba, 1999.
*Castaño, Sergio.
“El problema de una autoridad mundial, a la luz de los fundamentos de la
potestad política”; 20-7-2014.
*de Imaz, José
Luis. “Nosotros mañana”; Buenos Aires, EUDEBA, 1968.
*de Jouvenel,
Bertrand. “El arte de prever el futuro político”; Madrid, 1966.
*De Mahieu, José
María. “El Estado Comunitario”; Buenos Aires, Arayú, 1962.
*Fernández
Riquelme, Sergio. “La identidad y sus conflictos en la era de la
Mundialización”; Revista La Razón Histórica, N° 32, Enero/Abril 2016.
*Ferrer, Aldo. “La
densidad nacional”; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2004.
*Fukuyama,
Francis. “El fin de la historia y el último hombre”; Barcelona, Planeta, 1992.
*García Delgado,
Daniel. “Estado-Nación y Globalización”; Buenos Aires, Ariel, 2000.
*Malamud, Andrés.
“El oficio más antiguo del mundo. Secretos, mentiras y belleza de la política”;
Buenos Aires, Capital Intelectual, 2018.
*Martinotti, Héctor
Julio. “Prospectiva y planeamiento”; Revista Argentina Virtual y Actual, N° 17,
marzo-abril 2004.
*Massé, Pierre.
“El plan o el antiazar”; Barcelona, Editorial Labor, 1968.
*Meneghini, Mario.
“No existe soberanía pues no existe el Estado”; en: “Reflexiones sobre la
realidad política argentina”; Córdoba, Centro de Estudios Cívicos, 2013, pp.
3-7.
*Meneghini, Mario.
“Proyecto Nacional y planeamiento”; en: “Reflexiones sobre la realidad política
argentina”; Córdoba, Centro de Estudios Cívicos, 2013, pp. 9 a 21.
*Pablo VI. Enc.
Populorum Progressio, 1967, p. 33.
*Randle, Patricio.
“Soberanía global. A donde lleva el mundialismo”; Buenos Aires, Ciudad
Argentina, 1999.
*Sánchez Sorondo,
Marcelo. “La Argentina no tiene Estado, sólo Gobiernos; Buenos Aires, Revista
Militar, N° 728, 1993, pp. 13-17.
*Schmitt, Carl.
“Concepto de la política”; Buenos Aires, Editorial Struhart & Cia., 1984.
*Schmitt, Carl.
“Teología política”; Buenos Aires, Editorial Struhart & Cia., 1985.