martes, 13 de diciembre de 2022

JOSÉ ANTONIO RIESCO

 

Acaba de fallecer uno de nuestros maestros, José Antonio Riesco, a quien conocimos en la entonces Escuela de Ciencia Política, de la Universidad Católica de Córdoba (UCC). En un breve pantallazo, recordemos su trayectoria:


Fue investigador en temas de ciencias políticas, y se desempeñó como secretario técnico del Instituto de Derecho Político y Constitucional de la Universidad Nacional de Córdoba.


Como docente dictó clases en: Teoría del Estado y del Gobierno; Psicología Política; Estrategia y Defensa, en la UCC.


Público numerosos trabajos, siendo los más importantes: “Clases sociales y grupos de presión”; “Liderazgo y poder ejecutivo”; “Teoría del Estado contemporáneo”; “Fin y función del Estado”; “La razón estratégica en la acción política”; “Filosofía y Estrategia”; “Estado, educación y sociedad”; “Los aspectos psicológicos de la política”.


Al margen de lo académico, supo transmitir los conocimientos y experiencia de una intensa vida, orientada hacia el bien común y el arduo quehacer de la actividad cívica. Enseñaba de modo coloquial, haciendo comprensibles los aspectos más áridos, y su docencia no cesaba con el timbre del recreo. Se prologaba en el café, donde continuaba su labor docente para orientar a los jóvenes.


En forma discontinua, como ocurre lamentablemente en nuestra patria, aprovechó las oportunidades que se le brindaron para contribuir con su aporte en la función pública y en el periodismo. Por ejemplo, en el equipo del Ministerio de Planeamiento, y su posterior tarea de investigación en la Fundación Argentina Año 2000, y su revista Futurable. De allí surgieron los Centros de Estudios Prospectivos, cuya filial de Córdoba, integramos con otros amigos entrañables como el Ingeniero Delgado y el Dr. Eduardo Novillo Saravia.


José Antonio, descansa en paz.

jueves, 8 de diciembre de 2022

18 MILLONES DE POBRES

 


El Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina dio a conocer el informe "Deudas sociales en la Argentina urbana 2010-2022", que revela que no hubo grandes variaciones en relación con 2021, pero que hoy la pobreza monetaria alcanza a 43,1% de la población, unos 18 millones de personas, y la indigencia al 8,1% (5,3 millones). (1)


Un interesante análisis complementario (2) muestra el progresivo agravamiento del problema en la Argentina, al indicar la relación del salario mínimo vital y móvil, sumado a las asignaciones familiares, con las líneas de pobreza e indigencia, para una familia tipo:

 

           Indigencia     Pobreza

2006      + 122 %        + 2%

2016       + 71 %         - 30 %

2022       + 15 %         - 50 %

 

Como la línea actual de pobreza es de $ 139.738, aunque se sumen dos salarios mínimos en una familia tipo solo se lograrían $ 129.392, que no alcanza para salir de la pobreza.

 

     

Fuentes:

1)    AICA, 6-12-2022

2)    Nicolás Quaglia; La Voz del Interior, 5-12-22.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

lunes, 21 de noviembre de 2022

SISTEMA INSTITUCIONAL ARGENTINO (*)

  

Con motivo de haberse comentado, en varios encuentros virtuales y en algunas de las propuestas efectuadas por miembros del Consejo Programático de Políticas Públicas, de Córdoba, sobre la necesidad de efectuar reformas en el sistema institucional argentino, nos parece conveniente analizar el tema.


La última reforma a la Constitucional Nacional, se efectuó en 1994; en los 28 años transcurridos, ningún sector político y ningún constitucionalista ha puesto en duda la legitimidad de dicha Constitución. Por lo tanto, las reformas que se propongan deberán someterse al procedimiento respectivo, fijado en el propio texto constitucional (art. 30), de manera que no podrá concretarse sin el apoyo explícito de la mayoría de dos tercios del total de los diputados y senadores. En síntesis, no habrá ninguna reforma institucional sin la participación activa de los partidos políticos.


Uno de los aspectos más criticados de la política contemporánea es el de la representación; la crítica al sistema contemporáneo de partidos está, obviamente, justificada. Dicho sistema se basa en la llamada democracia indirecta o representativa, consistente en que, como todo el pueblo -en quien se supone reside la soberanía- no puede gobernar por sí mismo, debe delegar en sus representantes la función de gobierno, sin abandonar por ello la soberanía. Como el gobierno -especialmente el Congreso- debe representar la Voluntad General, se establece por medio de una ficción jurídica que cada representante representa, no a los ciudadanos que lo han elegido, sino a todo el pueblo. Con lo cual se invalida en la práctica la figura invocada del mandato, según la cual los gobernantes reciben, al ser elegido, un mandato del pueblo, para ejercer en su nombre el gobierno.


En efecto, esta figura se podía aplicar legítimamente durante la Edad Media, con la monarquía tradicional, pues en las cortes o asambleas los representantes eran elegidos por un grupo social determinado (estamentos, ciudades, corporaciones) y únicamente representaban a ese grupo, con mandato “imperativo” a través de instrucciones precisas que, en caso de no ser cumplidas fielmente por el representante, el mandato de éste podía ser revocado.


Por el contrario, en los parlamentos modernos -y ya desde la Revolución Francesa- se prohíben los mandatos imperativos, y los representantes ejercen una representación “libre”, es decir que, una vez elegidos -si bien alegan actuar en nombre del pueblo-, no reciben órdenes de sus electores y actúan con total independencia.


Por otra parte, todos los representantes son propuestos al electorado por los partidos políticos, únicas entidades que tienen acceso legal a los cargos públicos electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de ciudadanos independientes ni la representación de otros grupos sociales (CN, Art. 38).


Es por estar basado en el mito de la soberanía popular y en una falsa teoría de la representación, que el sistema actual de partidos políticos carece de solidez y produce efectos negativos en la sociedad.


Durante la vigencia de la monarquía, la actividad gubernamental estaba a cargo del propio rey y de la nobleza, es decir, el estamento aristocrático que rodeaba al rey y cuyos integrantes se preparaban para la guerra y el gobierno. Las cortes o asambleas, ya mencionadas, se limitaban a informar y asesorar al rey sobre los problemas e inquietudes, y, en casos excepcionales, a consentir medidas de emergencia como impuestos especiales, pero la decisión estaba reservada al monarca que representaba la unidad del reino, al estar por encima de todos los sectores.


Al ser reemplazada la monarquía por el sistema republicano, surge la necesidad de sustituir a la nobleza en dicho rol, y este lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los representantes del pueblo, elegidos a través de los partidos políticos.

La alternativa que proponen distinguidos profesores y publicistas, consiste -explícita o tácitamente- en sustituir el régimen de partidos por: a) una participación activa en la vida socio-política de los cuerpos intermedios; y b) la dictadura como forma de gobierno.


Los cuerpos intermedios son las asociaciones ubicadas entre la familia y el Estado, que persiguen un fin común (sindicatos, entidades profesionales, cámaras empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales, cooperadoras escolares, etcétera). Toda sociedad contiene en su seno infinidad de entidades y grupos mediante los cuales los hombres tratan de lograr objetivos que sirven a su perfección. Un sano orden social requiere la aplicación del principio de subsidiariedad que demanda que el Estado no absorba las actividades que pueden realizar eficazmente las asociaciones inferiores. En virtud de este principio, la Iglesia siempre sostuvo que los cuerpos intermedios deben gozar de la mayor autonomía posible y ocuparse de muchas tareas que hoy el Estado tiene a su cargo y le impiden ejercer correctamente el rol que le compete como gestor del Bien Común. Asimismo, mediante la interconexión y colaboración mutua, los cuerpos intermedios pueden constituir organismos que resuelvan por sí mismos ciertos problemas sociales y económicos, evitando la lucha de clases: es lo que se llama corporativismo u organización profesional.


En este sistema, los grupos intermedios se van articulando hasta formar un Consejo o Cámara nacional en la que se hallan representados todos los grupos e intereses sociales existentes en la sociedad, con la finalidad de asesorar al gobierno, o, incluso, cumplir funciones legislativas. No cabe duda de que este sistema, recomendado por el magisterio pontificio -especialmente en la Encíclica “Cuadragésimo Anno”-, permite un mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez impide los posibles abusos del Estado, pero no puede asumir -en exclusividad- la conducción de éste, ni ocuparse de la actividad específicamente política.


“Es verdad que estos grupos, si bien necesarios, cada uno según su propia finalidad específica, representan sólo intereses delimitados y parciales, no el bien universal del país. No tienen, por consiguiente, competencia para participar en aquellas decisiones superiores que son peculiares del supremo poder político, primer responsable del bien común” (Carta de la Secretaría de Estado del Vaticano a la XXVI Semana Social de España, 18-3-1967).


Es por eso que, inevitablemente, cuando no se quiere aceptar la existencia de los partidos, se busca una monarquía sin corona: la dictadura. No negamos que pueda resultar inevitable y hasta conveniente establecer un gobierno de facto para producir un cambio integral, en casos como el de nuestro país, desquiciado hasta extremos difíciles de revertir, luego de tantos años de influencia liberal, e insuficiente participación cívica. Pero ocurre que, por definición, la dictadura es una fórmula de transición, que no puede prolongarse indefinidamente.


Sus creadores, los romanos, limitaban su duración a seis meses; aunque aquí se prolongó durante seis años, en dos ocasiones, ¿bastó ese lapso para producir los cambios necesarios? Tampoco las dictaduras nacionales de Franco, en España, y de Oliveira Salazar, en Portugal, que se extendieron por más de 30 años, pudieron modificar el sistema.


Por todo lo explicado, la alternativa comentada, como reemplazo de la partidocracia, no nos parece satisfactoria como solución factible y útil.


Hecho el análisis precedente, se advierte que la empresa de reconstruir el orden social no es sencilla ni fácil, y los patriotas debemos aceptar la guía de la Iglesia, cuya experiencia milenaria resulta invalorable, sin olvidar que es depositaria de la Verdad. Pues bien, la doctrina de la Iglesia en materia de regímenes políticos, nos enseña que, en el terreno de las ideas, los católicos pueden preferir uno u otro, incluso llegar a precisar cuál es el mejor, en abstracto, puesto que la Iglesia no se opone a ninguna forma de gobierno legítimo. Pero, en cada sociedad, las circunstancias históricas van creando una forma política específica, que rige la selección y reemplazo de los gobernantes. Y, como toda autoridad proviene de Dios, cuando se consolida de hecho un régimen político determinado, “su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común...” [1].


En nuestro país, existe desde hace 206 años la forma republicana de gobierno, que no podemos desconocer, como tampoco negar la vigencia de la Constitución que le dio fuerza legal, sin desviarnos de la doctrina que acabamos de citar. A partir de estas realidades es que debemos desplegar nuestro esfuerzo por mejorar el funcionamiento de la sociedad en que la Providencia nos ha colocado.


Por otra parte, la actuación de los partidos no es necesariamente mala. En efecto, en todos los tiempos, los hombres se han agrupado en torno a líderes, ideas o intereses, para tratar de influir en la conducción de la sociedad, incluso cuando regía la monarquía y existía la aristocracia. La parte no siempre constituye una facción, ni la discrepancia afecta al bien común, mientras se mantenga dentro de ciertos límites. Por eso la Iglesia reconoce como legítima “la diversidad de pareceres en materia política...La Iglesia no condena en modo alguno las preferencias políticas, con tal que éstas no sean contrarias a la religión y la justicia” [2].


Ahora bien, ya hemos dicho que los grupos sociales intermedios –que, por ser intermediarios entre la familia y el Estado, son infrapolíticos- no pueden asumir la conducción del Estado ni ejercer la actividad específicamente política. Por ello, la conducción global de la sociedad, que compete al Estado, debe estar reservada a un tipo de personas con características especiales.


“El hecho natural de la existencia de un estamento dirigente de la vida política,…se conecta con la doctrina clásica de la vocación, según la cual en los hombres existen aptitudes naturales para los diversos oficios que requiere la comunidad, incluso para el más elevado, esto es, el oficio político, pues, como decía Aristóteles, hay hombres cuya tarea propia parece ser la de gobernar a los demás” [3].


Entonces, ¿a través de qué medios pueden seleccionarse a los hombres que habrán de gobernar en un sistema republicano, y en qué tipo de entidades habrán de agruparse de acuerdo a sus preferencias políticas? En el mundo contemporáneo, en la casi totalidad de Estados, existen sistemas pluripartidarios o de partido único; las pocas excepciones consisten en Estados con gobiernos militares. Pero, aún en esos casos, la experiencia del último siglo indica que, luego de períodos transitorios, se produce “el eterno retorno de los partidos” [4]. No se ha logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda prescindir de los partidos en la actividad política.


Como reconoce el Concilio Vaticano II: “Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Constitución Gaudium et Spes, p. 75).


El profesor Félix Lamas ha explicado, con mucha claridad, que los partidos: “Pueden considerarse de existencia necesaria en la misma medida en que es inevitable una cierta dosis de discordia en toda comunidad...”, y por ello es que hay “un margen funcional admisible en los partidos: pueden constituir vehículos de opinión o canales del querer sobre cuestiones opinables, cuando éstas no encuentren adecuada expresión a través de las comunidades naturales, vgr.: la postulación de candidatos o el sostenimiento de un determinado programa conforme con el bien común” (Cabildo, setiembre de 1982).


Creuzet añade: “Acontece también que su existencia resulta el único medio de contrabalancear el poder tiránico de un Estado descarriado... En este caso, los partidos de la oposición se transforman en verdaderos cuerpos intermedios, apoyo de las personas, de las familias, de los otros cuerpos sociales, en su justa resistencia contra la tiranía” [5].


Debe reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca, la actividad gubernamental es tremendamente compleja y requiere una formación adecuada, que se adquiere luego de muchos años de estudio y experiencia. Precisamente, porque no aceptamos la ilusión populista de que cualquier persona puede desempeñar un cargo público, ni bastan la honestidad y el patriotismo para gobernar con eficacia, es que pensamos que resulta imprescindible constituir grupos de hombres con auténtica vocación política, que se preparen seriamente para gobernar. Y, por ahora, no hay otra vía idónea que la que ofrecen los partidos, que se fundamentan -o deberían hacerlo- en una cosmovisión global y elaboran programas con las soluciones que proponen para cada uno de los problemas que debe afrontar el Estado. Los aspectos negativos del funcionamiento de los partidos en la Argentina, podrían corregirse fácilmente, con una modificación de la ley orgánica respectiva, para lo cual, debe existir, por supuesto, la previa decisión de un número suficiente de patriotas dispuestos a intervenir en el único ámbito donde se pueden mejorar las instituciones públicas.


Para finalizar, recordemos la advertencia de San Juan Pablo II, al decir que los fieles:

“de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política”.

“Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres de gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública” [6].

 


(*) Extractado de: Mario Meneghini. “La Política: obligación moral del cristiano”; Ediciones Del Copista, 2008,

 

1)    León XIII. Au milieu des sollicitudes, p. 23.

2)    León XIII. Cum multa, p. 3.

3)    Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”; Bibliográfica Omeba, p. 490.

4)    Lucas Verdú, Pablo. “Principios de la política”; Tecnos, T. III, p. 48.

5)    Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, p. 101.

6)    Juan Pablo II. Cristifideles laici; p. 42.

jueves, 17 de noviembre de 2022

TRADICIÓN NACIONAL Y SOBERANÍA (*)


 

La palabra tradición refiere a donación o legado, y abarca el conjunto de costumbres que suelen transmitirse de generación en generación. “La historia de lo que fuimos explica lo que somos”, nos enseña Hilaire Belloc; agregando a este respecto que: “la religión es el principal elemento determinante que actúa en la formación de toda civilización”. Profunda realidad existencial que también rige, por supuesto, para nosotros los argentinos de hoy, pues, aunque a primera vista no se noten sus rastros en el acontecer histórico de la patria, el catolicismo fundador subyace sin embargo en el subconsciente de la misma y se perpetúa, influyendo en los modos de ser, hábitos y costumbres de millones de ciudadanos nacidos y criados en esta tierra civilizada por la imperial España de hace cuatro siglos.


Cuando sistemas de ideas o creencias, repetidos a través del tiempo, se convierten en habituales en una sociedad, modelando el pensamiento de las personas que forman cualquier pueblo organizado hasta convertirlos en normas de vida, o sea en un régimen de convivencia pacíficamente obedecido entonces podemos afirmar con certeza que existe una Tradición.


En lo que respecta a nuestra nación Argentina, se han ido yustaponiendo, (como enseña don Federico Ibarguren), corrientes culturales diversas, las cuales a través de la enseñanza oficial, fueron configurándose en enfoques contradictorios entre sí. A saber:


1)    El hispano-católico fundador

2)    El racionalismo afrancesado que se concretó en el despotismo ilustrado y que niega rotundamente la primera tradición, considerándola “oscurantista”, como lo hicieron Moreno y Rivadavia en su momento;

y 3) el liberal-capitalista, propagado entre nosotros por la generación que combatió a Rosas y que se perpetua a través de la generación del 80, quedando consolidada en la ciudadanía por la ley de educación laica de 1884, y cuyo espíritu antitradicionalista se extendió, también, a la enseñanza secundaria y universitaria oficial. Como consecuencia del liberalismo, se difundieron rápidamente las ideas del marxismo y de la nueva era.


Al negar nuestra tradición primigenia, la hispano-católica, las últimas corrientes en la Argentina se convierten en verdaderas contra-tradiciones que conducen en definitiva a la confusión actual. Esto, sumado a la conducción política ineficaz y errática, ha comenzado a debilitar los lazos de la amistad social que caracterizan a una comunidad nacional.

 

Soberanía

Hoy existe en la Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino; cunde un clima de descontento, de protesta, una especie de atomización social. Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible para que exista una nación en plenitud. En estas condiciones, enfrentar los desafíos que conlleva un mundo globalizado requiere un enorme esfuerzo de reflexión y de eficacia en la acción gubernamental.


Un tópico a considerar es el peligro que creen advertir muchos de que, en esta época signada por la globalización, el estado sufra una disminución o pérdida total de su soberanía. La palabra globalización, implica “la creciente interdependencia de todas las sociedades entre sí, promovida por el aumento de los flujos económicos, financieros y comunicacionales, y catapultada por la tercera revolución industrial o tercera ola, que facilita que estos flujos puedan ser realizados en tiempo real”.


Para Fukuyama, la caída del Muro de Berlín representaba el fin de la historia, al quedar como única opción el liberalismo capitalista al ser derrotado el comunismo. La globalización parecía ofrecer un mundo mágico, con un progreso continuo, basado en el avance tecnológico. Los conflictos se limitarían a una competencia entre los países, por los recursos, entre las empresas, por los clientes, y entre las personas, por el empleo.


Otras miradas no eran tan optimistas, y preferían usar el concepto de mundialización, para caracterizar una etapa, como cualquier otra de la historia humana, con sus problemas y tensiones: consecuencias ambientales del progreso desenfrenado, crisis demográfica en Europa, paralela a migraciones desordenadas, guerras y hechos terroristas de violencia sin precedentes.


Es que, en este momento, la mundialización no puede eliminar la política como acción humana; acción que le da un rostro humano a los problemas, ya que no solo lo económico determina un tiempo histórico. La convivencia entre millones de personas que no se conocen, solo es posible por la política: sin ella no habría sociedad, porque el instinto no nos permite vivir separados, ni nos alcanza para vivir juntos.


No cabe duda que la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en que los países podían desenvolverse con un grado considerable de independencia. Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha independencia variará según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es que el Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días. En muchos países el Estado maneja más de la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo tanto, afirmar que los políticos son simples agentes del mercado.


Pese a todos los condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el mejor órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su defensa exterior. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de preocupación los cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad esencial de gerente del bien común. De modo que conviene no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado, que sigue siendo una sociedad perfecta, por ser la única institución temporal que protege adecuadamente el bien común de cada sociedad territorialmente delimitada. Como enseña Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate: parece más realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos.


La situación internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde 1989- posibilidades de actuación autonómica aún a los países pequeños y medianos. Por cierto, que, para poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de la realidad, de los llamados "factores determinantes" de la política exterior; estos son los hombres concretos que deciden en los Estados, procurando mantener su independencia.


El economista Aldo Ferrer ha aportado un concepto interesante, el de densidad nacional, que expresa el conjunto de circunstancias que determinan la calidad de las respuestas de cada nación a los desafíos y oportunidades de la globalización. Atribuye dicho autor a la baja densidad nacional, la causa de los problemas argentinos.


Por otra parte, es necesario expresar que la posibilidad, que sostienen muchos, de un gobierno mundial ya fue desestimada por Carl Schmitt en 1932: “El mundo político es un Pluriversum, no un Universum”. “La unidad política no puede, por razón de su esencia, ser universal, en el sentido de una unidad que abrazara la humanidad toda y la tierra entera”.


Explica Bandieri que: “El tránsito del Estado Nación centralizado al equilibrio de grandes espacios requiere un nuevo tipo de distribución funcional y articulación territorial del poder: la federalización hacia adentro, la confederación hacia afuera”. Agrega Castaño que una sociedad es política, mientras no efectúe una cesión general e irrevocable de sus facultades de gobierno y jurisdicción a una entidad superior.


Esto no ocurre, ni con las Naciones Unidas ni con la Unión Europea. Según la Carta de las Naciones Unidas, los propósitos consisten en mantener la paz y fomentar entre las naciones relaciones de amistad, en base al principio de la igualdad soberana de todos sus miembros. A su vez, el tratado de la Unión Europea, establece que la Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados miembros, para lograr los objetivos que éstos determinen. En virtud del principio de subsidiariedad, la Unión intervendrá sólo en caso de que los objetivos no puedan ser alcanzados por los Estados miembros. La decisión adoptada por el Reino Unido de retirarse de la Unión –Brexit- estaba prevista por el artículo 50 del Tratado, y confirma que la adhesión es revocable. Por consiguiente, un poder subsidiario “sí puede ser compatible con la existencia de comunidades políticas que no han renunciado a su status de tales, esto es, de Estados independientes”.

 

Por cierto, en esta hora resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la globalización y conservar su independencia, las sociedades que se afiancen en sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional.


La cultura de un pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. Cuando un pueblo se debilita en la defensa de su autonomía frente al mundo, desaparece como tal, como ha ocurrido muchas veces en la historia.

 

Entonces, la primera decisión política a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado –como órgano de conducción de la sociedad- para procurar su máxima eficacia. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía, que es la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la "disminución de soberanía" de los Estados contemporáneos.


Lo que puede disminuirse o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte, por ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal -como el Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas decisiones en virtud de su carácter de ente soberano.

 

Ahora bien, el grave problema argentino, es que no puede ejecerse plenamente la soberanía pues el Estado no funciona adecuadamente. Como explica Marcelo Sánchez Sorondo: todo Estado incluye un gobierno, pero no todo gobierno implica que exista un Estado. El Estado es una entidad jurídico-política que surge recién en una etapa de la civilización, como complejo de organismos, al servicio del bien común. Supone una delimitación explícita del poder discrecional.


El gobierno no encuadrado en un Estado es errático y caprichoso; sirve únicamente para el enriquecimiento y la influencia individual de los gobernantes, que no pueden lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental.

De allí la paradoja de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los problemas es la ausencia del Estado. En esto seguimos al Prof. de Mahieu, que describe al Estado como el órgano de síntesis, planeamiento y conducción, de una sociedad determinada, destinado a lograr el bien común.


 El ejercicio de las tres funciones señaladas es requisito indispensable para la existencia de un Estado; cuando dejan de cumplirse, el Estado no funciona como tal, aunque se mantengan las formalidades constitucionales. Eso es lo que ocurrió en la Argentina, hace ya cinco décadas.

 

Resumiendo lo expresado, consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione el método de análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los problemas gubernamentales. Si es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común. Sin embargo, la restauración del Estado argentino no ocurrirá como consecuencia necesaria de elaborar un buen diagnóstico, sino como resultado de un gobierno que solucione los problemas concretos, para lo cual deberá planificar cuidadosamente sus acciones, lo que, a su vez depende del surgimiento de un número suficiente de ciudadanos honestos y formados, dispuestos a dedicarse a la cosa pública.

 

A esta altura del análisis, debemos profundizar en cuestiones teóricas, para determinar si es posible, estrictamente hablando, elaborar un proyecto nacional como anticipación del futuro, y que no sea, por lo tanto, una simple utopía. En cada circunstancia, son muchos los futuros posibles -futuribles- y existen algunos pocos probables -futurables. El riesgo de elegir el que tenga más chance de ser logrado y resultar conveniente, depende del procedimiento utilizado.

 

Bertrand de Jouvenel explica que: “Respecto al pasado, la voluntad del hombre es inútil, su libertad nula, su poder inexistente”; en cambio el porvenir es para el hombre dominio de la libertad y del poder. De libertad, en cuanto la persona es libre de concebir lo que no es, y es dominio del poder, porque dispone de algún poder para hacer válido lo que ha concebido. De todos modos, el análisis predictivo nos aporta un conocimiento de opinión, pues la materia objeto del planeamiento es opinable por naturaleza; el futuro sólo es susceptible de aproximación conjetural. Lo mismo podemos decir sobre lo político: es pasible de certidumbre en cuanto a sus contenidos pasados o presentes, pero es sólo opinable en cuanto al futuro.


El proyecto, sin embargo, es mucho más que extrapolación en el tiempo; el vocablo se refiere a la intervención necesaria de la voluntad humana en su configuración. Si bien generalmente se proyecta de acuerdo a lo que se cree posible, aquí resulta dominante el ámbito de lo deseable. Para lo posible utilizamos la razón, en lo probable domina la voluntad.

Sin embargo, “el futuro es parcialmente controlable”; “el futuro de un pueblo, entendido como proyecto vital colectivo, puede en buena medida ser regulado desde el presente”.


Creemos, por lo tanto, que es injusto confundir el planeamiento con el utopismo; Santo Tomás aclara que, por muy imprevisible que en esencia sea la conducta humana, nada es tan contingente que no tenga en sí una parte de necesidad (S. Th. 1, 86, 3). “Un plan de la nación no aparece, pues, como una fórmula mágica, sino como una combinación perfectible de realismo y voluntad”.


De manera que, no sólo es posible sino muy útil al bien común la planificación. Pero siempre, respaldando los planes en el consenso de sus protagonistas, quienes deben participar en su elaboración, ejecución y modificación.


El Estado, en su función de planeamiento, centraliza la información que le llega de los grupos sociales; recopila sus problemas, necesidades y demandas. Los datos son procesados y extrapolados en función de los fines comunes, fijados en la Constitución Nacional y en otros documentos, que señalan los objetivos políticos y los valores que identifican a un pueblo. Con mayor o menor intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad, en procura del Bien Común.

 

Por cierto, que, en una concepción no totalitaria el planeamiento estatal sólo será vinculante para el propio Estado, y meramente indicativo para el sector privado. La autoridad pública no debe realizar ni decidir por sí misma lo que puedan hacer y procurar comunidades menores e inferiores. Pero, debido a la complejidad de los problemas modernos, el principio de subsidiariedad resulta insuficiente para resolverlos sin la orientación del Estado, que mediante el planeamiento se dedique a "animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios" (Pablo VI, Populorum progressio, p. 33).

 

Un proyecto nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los demás países, con la preservación de la propia identidad cultural, haciendo explícito lo que somos a fin de buscar lo que debemos ser; lo contrario sería abandonarse al futuro sin prudencia, de la mano de un empirismo más o menos ciego.

 

Para finalizar, recordamos la exhortación de Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a vuestra disposición sobre esta soberanía fundamental que cada Nación posee en virtud de la propia cultura”. “No permitáis que se vuelva víctima de totalitarismos, imperialismos o hegemonías”.

(disc. En Praga, 21-4-1990)


 

(*)Exposición realizada en el Instituto Argentino de Cultura Hispánico, de Córdoba, el 17-11-2022.


 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

 

*AAVV.  “Planeamiento y nación”; Buenos Aires, Oikos, 1979.

*Auel, Heriberto. “La Argentina y sus posguerras”; en: AAVV., “Geopolítica tridimensional Argentina”; Buenos Aires, Eudeba, 1999.

*Castaño, Sergio. “El problema de una autoridad mundial, a la luz de los fundamentos de la potestad política”; 20-7-2014.

*de Imaz, José Luis. “Nosotros mañana”; Buenos Aires, EUDEBA, 1968.

*de Jouvenel, Bertrand. “El arte de prever el futuro político”; Madrid, 1966.

*De Mahieu, José María. “El Estado Comunitario”; Buenos Aires, Arayú, 1962.

*Fernández Riquelme, Sergio. “La identidad y sus conflictos en la era de la Mundialización”; Revista La Razón Histórica, N° 32, Enero/Abril 2016.

*Ferrer, Aldo. “La densidad nacional”; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2004.

*Fukuyama, Francis. “El fin de la historia y el último hombre”; Barcelona, Planeta, 1992.

*García Delgado, Daniel. “Estado-Nación y Globalización”; Buenos Aires, Ariel, 2000.

*Malamud, Andrés. “El oficio más antiguo del mundo. Secretos, mentiras y belleza de la política”; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2018.

*Martinotti, Héctor Julio. “Prospectiva y planeamiento”; Revista Argentina Virtual y Actual, N° 17, marzo-abril 2004.

*Massé, Pierre. “El plan o el antiazar”; Barcelona, Editorial Labor, 1968.

*Meneghini, Mario. “No existe soberanía pues no existe el Estado”; en: “Reflexiones sobre la realidad política argentina”; Córdoba, Centro de Estudios Cívicos, 2013, pp. 3-7.

*Meneghini, Mario. “Proyecto Nacional y planeamiento”; en: “Reflexiones sobre la realidad política argentina”; Córdoba, Centro de Estudios Cívicos, 2013, pp. 9 a 21.

*Pablo VI. Enc. Populorum Progressio, 1967, p. 33.

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*Schmitt, Carl. “Teología política”; Buenos Aires, Editorial Struhart & Cia., 1985.