viernes, 29 de enero de 2016

ACCIÓN CÍVICA Y DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA (*)


Decidimos participar en la cuestión disputada iniciada en el número 89 de la revista Gladius, por tratarse de un tema sobre el que hemos reflexionado desde hace un cuarto de siglo[1]. En este breve comentario, procuramos resumir conceptos doctrinales de una selección de diversos documentos  y de varios pontífices, que hicimos recientemente[2], pues la Doctrina Social de la Iglesia debe orientar la conducta de las personas[3], iluminando la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política[4].

El Dr. Héctor Hernández efectuó una recensión del libro del profesor Antonio Caponnetto, “La perversión democrática”; obra que incluye un análisis crítico de nuestra posición, en 98 páginas del capítulo 3 de la misma. La polémica se centra en tres cuestiones; la licitud moral: del voto, del sufragio universal y de los partidos políticos.
Este dilema se agrava, en el plano de la política contemporánea, ya de por sí compleja, pues muchos católicos no actúan siguiendo los principios y criterios fijados por el Magisterio; algunos, por desconocimiento, y otros por discrepar con aquél, sosteniendo que los documentos pontificios no son obligatorios en algunos puntos, en que, según alegan, difieren de la tradición de la Iglesia. Hay según el Papa Francisco, un grupo de cristianos alternativos,  los que tienen siempre sus propias ideas, “que no quieren que sean como las de la Iglesia, tienen una alternativa” (Radio Vaticano, 5-6-14).

Iremos analizando sucesivamente los principales tópicos involucrados.
Sociedad
1. La persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza.[5] Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas.[6] En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas. [7]

2. El bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales las familias y cada uno de los individuos puedan disfrutar en el ejercicio de sus derechos, y al mismo tiempo en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible en esta vida mortal mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos.[8] 

3. Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad. Se llama "autoridad" la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia. [9]

4. La autoridad exigida por el orden moral emana de Dios: "Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación" (Rm 13,1-2; cf 1 P 2,13-17). [10]

5. La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo considerado y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. [11]

6. Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias. [12]

Régimen político
7. Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios, la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos. La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. [13]  La Iglesia, defensora de sus derechos y respetuosa de los derechos ajenos, juzga que no es competencia suya la declaración de la mejor forma de gobierno ni el establecimiento de las instituciones rectoras de la vida política de los pueblos cristianos. [14]

8. Situándonos en el terreno de los principios abstractos, podemos llegar tal vez a determinar cuál de estas formas de gobierno, en sí mismas consideradas, es la mejor. En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica. [15]

9. Pero, al encarnarse en los hechos, los principios revisten un carácter de contingencia variable, determinado por el medio concreto en que se verifica su aplicación.[16] Considerado a fondo en su propia naturaleza, el poder ha sido establecido y se impone para facilitar el bien común, razón suprema y origen de la humana sociedad. Lo diremos en otras palabras: en toda hipótesis, el poder político, considerado como tal, procede de Dios, y siempre y en todas partes procede exclusivamente de Dios. No hay autoridad sino por Dios (Rom. 13, 1). [17]

10. Por consiguiente, cuando de hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos, representantes de este poder inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y los mantiene. [18]

Democracia
11. La democracia, entendida en sentido amplio, admite distintas formas y puede tener su realización tanto en las monarquías como en las repúblicas.[19] El Estado democrático, sea monárquico o republicano, debe, como toda otra forma de gobierno, estar investido del poder de mandar con autoridad verdadera y eficaz. Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo. [20]

12. La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad. [21]

Soberanía
13. La soberanía es una cualidad del poder político cuyo titular es un Estado independiente. El pueblo no es soberano, sino que lo es el Estado. [22] Por lo tanto, el principio de soberanía del pueblo citado en la Constitución Nacional (Arts. 33 y 37) responde a un criterio ideológico, y no tiene sustento científico. El Magisterio siempre lo ha rechazado:
Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. [23]

De la Reforma nacieron en el siglo XIX una filosofía falsa, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y una descontrolada licencia, que muchos consideran como la única libertad. [24] La Iglesia ha condenado una democracia que llega al grado de perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo. [25]

Participación ciudadana
14. La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana. [26] Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida pública.[27]

15. Para animar cristianamente el orden temporal los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública. [28]

16. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos públicos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado. [29]

17. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosas, la eficaz influencia de la religión católica. Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían. [30]

18. Los católicos, preparados en los asuntos públicos y fortalecidos, como es su deber, en la fe y en la doctrina cristiana, no rehúsen desempeñar cargos políticos, ya que con ellos, dignamente ejercidos, pueden servir al bien común y preparar al mismo tiempo los caminos del Evangelio. [31]

Licitud moral del voto y obligación de ejercerlo
19. La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país. [32] Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común. [33]

20. Algunos autores han considerado que la obligación de votar que fija el párrafo 2240 del Catecismo no debe ser  interpretada simpliciter –de modo directo o simplista-, y correspondería hacerlo secundum quid –matizado según las circunstancias. Sin embargo, al aprobar el texto del Catecismo, Juan Pablo II manifestó: “Lo reconozco como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe”[34]. Si su contenido quedara librado al criterio de cada persona, no sería una norma segura pues no sería posible una interpretación unívoca. En conclusión, consideramos que debe ser interpretado simpliciter.

Sistema electoral
21. Nuestra Constitución Nacional establece, en su Art. 37 que “el sufragio es universal, igual, secreto y obligatorio”, características que existen en la casi totalidad de los Estados contemporáneos, como manera de designar a los gobernantes. Que el sufragio sea universal, significa que todo ciudadano posee este derecho, con independencia de su raza, sexo, creencias o condición social. Pero, “a través del sufragio el pueblo no gobierna ni ejerce una supuesta soberanía o un poder político de los cuales sería titular, sino que participa políticamente en el régimen, expresando su opinión política”. [35] Como la doctrina social de la Iglesia se nutre de las ciencias humanas e “incorpora sus aportaciones” [36] es necesario tener en cuenta el significado correcto y actual de los conceptos que utilizan el derecho y la ciencia política.

22. Suele mencionarse una frase crítica del beato Pío IX: Sufragio universal es la  mentira universal[37] expresada en una alocución, a mediados del siglo XIX, como fundamento para justificar la abstención electoral permanente, mientras rija dicho sistema.  Sin embargo, este Papa no incluyó en el Syllabus (Catálogo de errores modernos)  al sufragio universal -ni a la democracia-, entre los errores condenados. Tampoco lo hizo ninguno de los 11 sucesivos Pontífices.

23. Sufragio no es sinónimo de sistema electoral, éste se ocupa de reglamentar el sufragio fijando las condiciones de ejercicio del voto. En el sistema vigente en la Argentina, existen aspectos defectuosos, que deberían ser corregidos para facilitar una mejor representación política y seleccionar a los mejores postulantes. Esto no exime a los católicos  de participar en la vida cívica. En los documentos del Magisterio citados (Catecismo, Gaudium et spes), se menciona la obligatoriedad de votar, en el marco del sufragio universal, que estaba plenamente vigente al momento de la publicación de dichos documentos.

24. Por lo tanto, no hay duda posible sobre la doctrina auténtica: Todos pueden contribuir por medio del voto a la elección de los legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación de las orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos, favorecen mayormente el bien común.  [38]

Partidos políticos
25. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defiendan lealmente su manera de ver.[39]

26. La política partidista es el campo propio de los laicos. Corresponde a su condición laical el constituir y organizar partidos políticos, con ideología y estrategia adecuada para alcanzar sus legítimos fines. [40] Es indudable que también en materia política existe una lucha honrada: cuando, quedando a salvo la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan en la práctica las opiniones que parecen más acomodadas al bien común. [41]

Doctrina del mal menor
27. La Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades humanas. Por esta causa, aun concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Al ser la tolerancia del mal un postulado propio de la prudencia política, debe quedar circunscrita a los límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. [42]

28. No está permitido hacer el mal para obtener un bien. [43] En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto. [44] Pero, cuando es forzoso escoger entre dos cosas, que en cada una de ellas hay peligro, aquélla se debe elegir de que menos mal se sigue. [45]

29. Aplicando la doctrina del mal menor al tema eleccionario, el Prof. Palumbo  explica que: “En el caso concreto de una elección, al votarse por un representante considerado mal menor, no se está haciendo el mal menor, sino permitiendo el acceso de alguien que posiblemente, según antecedentes, lo hará”. [46]

30. En cuanto al elector, debe votar por la mejor lista o por la menos mala, es decir, por aquella que contiene la mayor cantidad de candidatos buenos o, si no los hay, de los que sacrifiquen menos elementos esenciales para la vida del país. Votar por un candidato menos malo, no es cooperar a un mal, es procurar un bien. [47]

31. Para el caso de una doble vuelta en la elección de Presidente, cabe la siguiente recomendación: Entre dos malos candidatos, no habrá que abstenerse, a no ser que ambos sean detestables. Esta igualdad absoluta no se verifica nunca, pues sin hablar de las diferentes aptitudes personales de los candidatos, la mayoría de las veces, uno de entre ellos procurará obtener el apoyo de los hombres de bien, y esa será la ocasión de sacar el mayor partido posible del concurso que nos hemos visto obligados a prestarle. [48]

Obligación de actuar en el orden temporal
32. La Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, se habrá perdido ni habrá sido en vano. [49]

33. Por tanto, no se justifican ni la desesperación ni el pesimismo ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también –ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por temor, indecisión y en el fondo por cobardía. [50] Sería peligroso no reconocerlo: la apelación a la utopía es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas. [51]

Conclusión
Aunque coincidamos en el diagnóstico de la triste realidad de nuestra nación,  que nos desagrada tanto como al profesor Caponnetto y a otros prestigiosos pensadores argentinos, no podemos coincidir en que la única actitud válida  sea negarnos a intervenir en la vida cívica, en base a la legislación vigente[52], pues eso no es lo que nos enseña la doctrina a la que adherimos.  La participación en la política incluye varias acciones, pero el modo más simple y general de participar en un sistema republicano, es el ejercicio del voto, y ninguna causa justifica el abstencionismo electoral permanente.  No existe ningún documento del Magisterio que considere ilícito moralmente votar, estando vigente el sistema de sufragio universal, que tampoco ha sido condenado, ni que haya considerado reprochable participar en un partido político.

 Cuando se pregunta Miguel Ayuso “si la solución moral del problema puede alcanzarse sin la política y contra la política”, termina respondiendo “a males políticos hay que oponer remedios políticos”[53].

Si, como afirma Aristóteles, es imposible que esté bien ordenada una polis que no esté gobernada por los mejores sino por los malos, resulta imprescindible la participación activa de los ciudadanos para procurar seleccionar a los más aptos y honestos para el desempeño de las funciones públicas. El enfoque realista en materia política ha sido destacado por Joseph Ratzinger: “Ser sobrios y realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil…El grito que reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos”[54].


(* Texto enviado como colaboración a la revista Gladius)






[1] Meneghini, Mario. “Actitud política de los católicos frente al sistema de partidos”; Filosofar Cristiano, N°s. 25-28, 1989-1990, pgs. 87/95. “La política, obligación moral del cristiano”; Córdoba, Ediciones Del Copista, 2008.
[3] Juan Pablo II. Enc. Sollicitudo rei socialis, 1987, p. 41.
[4] Congregación para la Doctrina de la Fe, “Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”, 2002, p. 6.
[5] Catecismo, 1879.
[6] Catecismo, 1880 y 1882.
[7] Catecismo, 1880.
[8] Pío XI, Enc. Divini illus magistri, 1929, p. 36.
[9] Catecismo, 1898.
[10] Catecismo, 1899.
[11] Catecismo, 1903.
[12] Catecismo, 1910.
[13] Catecismo, 1901.
[14] León XIII. Enc. Sapientiae chistianae, 1890, p. 15.
[15] León XIII. Enc. Au milieu des solicitudes, 1892, p. 15.
[16] Idem, p. 16.
[17] Idem, p. 22.
[18] Ídem, p. 23.
[19] Pío XII. Radiomensaje Benignitas et humanitas, 1944, p. 12.
[20] Benignitas et humanitas, p. 20 y 28.
[21] Juan Pablo II. Enc. Centesimus annus, 1991, p. 46.
[22] Badeni, Gregorio. “Reforma constitucional e instituciones políticas”; Buenos Aires, Ad-Hoc, 1994, pg. 195.
[23] León XIII. Enc. Diuturnum illud, 1881, p. 4.
[24] Diuturnum illud, p.  17.
[25] San Pío X. Enc. Notre charge apostolique, 1910, p. 9.
[26] Catecismo, 1913.
[27] Catecismo, 1915.
[28] Juan Pablo II. Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles laici, 1988, p. 42.
[29] León XIII, Enc. Immortale Dei, 1985, p. 22.
[30] Immortale Dei, p. 22.
[31] Decreto Apostolicam actuositatem, 1965, p. 14.
[32] Catecismo, 2240.
[33] Constitución Gaudium et spes, 1965, p. 75.
[34] Constitución Apostólica Fidei Depositum, 1992, p. 4.
[35] Bidart Campos, Germán. “Lecciones elementales de política”; Buenos Aires, EDIAR, 1973, p. 372.
[36] Centesimus annus, p. 59.
[37] Pío IX. Alocución Maxima quidem, 9-6-1862.
[38] Nota Doctrinal, op. cit., p. 1.
[39] Gaudium et spes, p. 75.
[40] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Documento de Puebla, 1979, p. 524.
[41] Sapientiae christianae, p. 15.
[42] León XIII, Enc. Libertas praestastissimum, 1888, p. 23.
[43] Catecismo, p. 1756.
[44] Juan Pablo II. Enc. Evangelium vitae, 1995, p. 73.
[45] Santo Tomás. “Del gobierno de los príncipes”; Buenos Aires, Editorial Cultura, 1945, Volumen Primero, pg. 35.
[46] Palumbo, Carmelo. “Guía para un estudio sistemático de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, CIES, 2004, pg. 150.
[47] Reglas para elegir entre los candidatos”. Aprobadas por la Asamblea de Cardenales y Arzobispos de Francia, 1935: P. Lallement. “Principios de Acción Cívica”; Buenos Aires, Ed. Santa Catalina, 1950, pgs. 218/221.
[48] Reglas para elegir entre los candidatos”, op. cit.
[49] Juan Pablo II. Enc. Sollicitudo rei socialis, 1987, p. 48.
[50] Sollicitudo rei socialis, p. 47.
[51] Pablo VI, Carta apostólica Octogesima adveniens, 1971, p. 37.
[52] Caponnetto, Antonio. “La perversión democrática”; Buenos Aires, Editorial Santiago Apóstol, 2008, pg. 184: “Aunque nadie se atreva ya a decirlo, dentro y fuera de la Iglesia, más allá o más acá de los lindes de Roma, la verdad es que mientras rija el sistema del sufragio universal –y muchísimo más mientras se lo consienta expresamente- no sólo no existe la obligación moral de votar, sino que votar en tales condiciones es un pecado…”.
[53] Ayuso, Miguel. “La política, oficio del alma”; Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2007, pgs. 62 y 65.
[54] “Cristianismo y política”, en Revista Internacional Communio, julio-agosto, 1995.