lunes, 15 de septiembre de 2014

LA NACIÓN ARGENTINA Y SU FUTURO POSIBLE

XLIV CONGRESO DE INSTITUTOS DE CULTURA HISPÁNICA
DE ARGENTINA Y PAÍSES HERMANOS
2014




La reciente creación de una Secretaría de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional, nos estimula a reflexionar sobre el futuro de nuestra nación.

 Hoy existe en la Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino y una falta notoria de interés por la acción cívica. Once millones de pobres y cinco millones de indigentes, exhibe nuestra sociedad, que adolece de anomia y  está enferma de violencia. Como señala Mons. Aguer: “Lo que hoy pareciera más notable es un clima de irritación, de división, de descontento, de protesta, de queja, una especie de atomización social que estamos padeciendo”[1]. Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible para que exista una nación en plenitud, y para que se cumpla un anhelo de la Oración por la Patria: el compromiso por el bien común.

De allí, entonces, la importancia de conocer la propia historia nacional. Pues, como enseña el Profesor Widow, “cada cual es lo que ha sido. Condición indispensable para asumir la propia realidad es, por consiguiente, el juicio recto sobre el pasado: es la única base posible para una rectificación o ratificación de intenciones y conductas, evitando las ilusiones y los complejos”[2].

La cultura de un pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una comunidad unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma escala de valores. Se proyecta en actitudes, costumbres e  instituciones

Quienes han logrado  suprimir del calendario el Día de la Raza, instituido por el Presidente Irigoyen, amenazan con dejarnos sin filiación, sin comprender que la raza, en este caso, no es un concepto biológico, sino espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino.
La identidad nacional, está marcada por la filiación de un pueblo. El pueblo argentino es el resultado de un mestizaje; la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de la simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las características étnicas y geográficas del continente americano. Un modelo del criollo, fue Hernandarias, nacido en Paraguay dos siglos antes de la emancipación, y que fue reelegido varias veces como Gobernador del Paraguay, y verdadero caudillo de su pueblo.
Lo que caracteriza una cultura es la lengua, en nuestro caso el castellano. Algunos de nuestros antepasados consideraban a este un idioma muerto, pues no era la lengua del progreso, y preferían el inglés o el francés.
Dos siglos después, muchos argentinos manifiestan los mismos síntomas del complejo de inferioridad. Muchos jóvenes caen en la emigración ontológica; en efecto, se van a otros países, creyendo que van a poder ser en otra parte. Olvidan la expresión sanmartiniana: serás lo que debas ser, sino no serás nada.

En esta hora, resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la globalización y conservar su independencia, los Estados que se afiancen en sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional. El ex-Presidente Avellaneda, en un discurso famoso sostuvo que: los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos; y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir.

Raíces hispánicas

Al producirse el descubrimiento de América, se proyectaron naturalmente en el nuevo continente las instituciones que representaban lo mejor del orden político español; de allí que convenga describir las características del mismo.

Los pensadores escolásticos de la época, habían comprendido que una política meramente natural es insuficiente para el hombre; por eso, entre la “Política” de Aristóteles y el comentario que hizo Santo Tomás de ese libro, existe una considerable diferencia, fundada en la Revelación. Para el griego, todo régimen político es legítimo en la medida en que procure el Bien Común; para el pensamiento escolástico, el Bien Común inmanente debe estar orientado al Bien Común trascendente.

El criterio comentado explica que el régimen político, para el derecho castellano del siglo XVI, sea una determinación del derecho natural, y fundamenta la flexibilidad jurídica del Imperio, reflejada, por ejemplo, en la casi total ausencia de reglamentos para el funcionamiento de los Cabildos, más apegados a funcionar por normas consuetudinarias.

Cabe recordar, asimismo, que en la Nueva Recopilación de las Leyes de Indias, se establecía que si alguna disposición real era contraria a derecho o perjudicial, debía ser obedecida pero no cumplida. Es decir, que los funcionarios subordinados tenían una especie de derecho de veto -hoy llamado veto-técnico-, difícil de concebir, aún en plena era democrática.

La forma de gobierno que regía en la península era la monárquica, pero carente de todo rasgo absolutista, rechazado por Felipe II como herético, puesto que implicaba asignar origen divino a la soberanía real. Para Felipe, únicamente el poder tiene origen divino; el rey es servidor del pueblo. Además, la frialdad del derecho romano desaparece en el derecho público cristiano, que se venía estructurando desde San Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, y que contiene la idea de que el Rey serán tal si obra rectamente.

El derecho público cristiano es, entonces, la base de la vida política hispánica, hasta la ruptura provocada por el iluminismo, en el siglo XVIII. Esta es nuestra verdadera tradición, en cuanto al orden político, que ponía armonía entre el orden natural y el orden sobrenatural. De allí que para el español de los siglos XVI y XVII no existía separación entre el bien común de la sociedad y el propio fin personal sobrenatural; por eso la conocida respuesta de Sancho a Don Quijote, cuando éste le advirtiera de las dificultades que debe enfrentar un hombre de gobierno: más me quiero ir Sancho al cielo, que gobernador al infierno.

Quedaba claro que la política no puede agotarse en una mera técnica, porque implica una concepción del bien del hombre, y por ello, tiene que estar regida por la Moral.

La insuficiencia de un régimen político puramente natural, llevó a Sto. Tomás a concebir el régimen mixto como el mejor, postulando que el gobierno fuera conducido por uno -principio monárquico-, asistido por los mejores -principio aristocrático-, y con la participación de todos -principio republicano. Precisamente, en Hispanoamérica el poder monárquico no sólo no era despótico, sino compartido, a través de un sistema de frenos y contrafrenos -al decir de Sierra-, en cuya virtud ningún organismo tuvo poderes absolutos, pues siempre existió otro de alzada ante el cual se podía apelar, hasta terminar finalmente en el propio rey, cuyo estrado estuvo abierto a todos los pobladores, españoles o indígenas.

Los pueblos hispanoamericanos tenían una verdadera participación en el poder, a través de una noble institución de raíces medievales: el Cabildo, que era un cuerpo representativo de los intereses de la comunidad. Recién cambia la situación con la dinastía de los Borbones, que aplicó las formas políticas del despotismo ilustrado y sostuvo la autosuficiencia del orden temporal; borra los rasgos del régimen mixto y crea las Intendencias, en 1783, con la intención de suprimir la autonomía de los Cabildos. Pero, aún entonces, por haberse arraigado tanto esta institución, el viejo impulso continuó y hasta entró en conflicto con el nuevo, y fueron precisamente los Cabildos los que canalizaron la resistencia.

Herederos de los antiguos concejos de Castilla, los cabildos ejercen en américa igual amplitud de atribuciones: políticas, judiciales, legislativas, económicas y culturales. Por eso se hablaba de los cincuenta brazos del cabildo, para indicar la multiplicidad de sus funciones.

Todos los derechos y garantías que figuran en las constituciones modernas, ya se habían establecido en las Cartas Pueblas y Fueros, reconocidos por el poder local hispánico, como derecho natural. En los viejos concejos castellanos se practicaban: la igualdad ante la ley, la inviolabilidad del domicilio, el derecho de elegir y ser elegido, el de ser juzgado por sus jueces naturales, la defensa de la propiedad y el trabajo, la responsabilidad de los funcionarios y la periodicidad de las funciones públicas.

El derecho indiano aplicó modalidades surgidas del derecho castellano, que permitían hacer efectiva la responsabilidad política, durante y después del ejercicio del gobierno, a través de las visitas y de los juicios de residencia. Era tan grande el poder de los cabildos, que podían dejar sin efecto, dentro de su jurisdicción, hasta las cédulas reales. “El Cabildo se convierte así en cuna de las libertades públicas y en reconocimiento de los derechos individuales y la dignidad del hombre.”

En el Río de la Plata se heredó también de España, la forma de organizar el Estado, como ordenamiento natural de los diversos niveles de gobierno de una sociedad, por aplicación del principio de subsidiariedad, que España puso en práctica varios siglos antes de que fuera definido por los Papas. En nuestra Patria surgió un orden político, fundado en el municipio como institución primaria y en el federalismo como modo de relación armónica en función del bien común.

La República Argentina se constituyó a partir de las catorce organizaciones comunales que se desarrollaron luego como provincias, reclamando su autonomía; el federalismo fue la respuesta a la necesidad de armonizar dichas autonomías, a fin de constituir la unión nacional.

De allí que la Constitución de 1819, de cuño unitario, provocó resistencia en el interior. Las autoridades porteñas ordenan al Ejército del Norte y al de San Martín que interrumpan las acciones militares contra los realistas, para enfrentar a los caudillos. San Martín desobedece pues era evidente la prioridad de continuar la campaña libertadora. Belgrano renuncia al mando; y uno de los jefes de su ejercito, el Cnel. Juan Bautista Bustos subleva a las tropas en la posta de Arequito, comenzando un largo período de luchas civiles.
Recién con la Constitución de 1853, se pudo afianzar la organización institucional, pues en su texto se logró un equilibrio entre el interior y Buenos Aires, al respetarse los pactos preexistentes, que menciona el Preámbulo, en especial el Pacto Federal de 1831, ratificado por el Acuerdo de San Nicolas (1852), en que las provincias resolvieron organizarse bajo el sistema federal de Estado.

A partir de ese hito, nuestra sociedad atravesó muchas circunstancias que no podemos describir ahora. Baste decir, que el poder público fue debilitándose y perdiendo la homogeneidad que debería tener según el texto constitucional que, también, fue distorsionado con la reforma de 1994. A su vez, la nacionalidad argentina fue sufriendo un lento desdibujarse.

Pese a tantos aspectos negativos, son tan fuertes las raíces, y la Providencia nos ha bendecido con tantas riquezas naturales, que es posible que la Argentina recupere el rumbo y desarrolle todas sus potencialidades. Por cierto que ello no ocurrirá como consecuencia necesaria de elaborar un buen diagnóstico. Es insensato confiar en que, precisamente en el momento más difícil de la historia nacional, podrá producirse espontáneamente un cambio positivo. Sólo podrá lograrse si un número suficiente de argentinos con vocación patriótica, se decide a actuar en la vida cívica buscando la manera efectiva de influir en ella, en la misma línea que nos marca nuestro pasado. Es evidente que no podrán los dirigentes de un país ocuparse eficazmente de su futuro, sino tienen asumido su pasado. Como afirmó el sociólogo Alain Touraine: “Yo no conozco ningún caso de un país que se haya desarrollado sin tener una fuerte conciencia nacional” (La Nación, 18-4-2004).

Los altos índices de corrupción, impunidad, inseguridad, y desorden, solo pueden ser corregidos por la autoridad pública, y para eso el gobierno debe estar integrado por dirigentes honestos, competentes y patriotas.

Si es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, como órgano de síntesis, planeamiento y conducción de la sociedad, y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común.
 Una manifestación clara del desinterés por la vida pública, se refiere al tema del proyecto nacional, frecuentemente mencionado como un elemento imprescindible para superar la crisis argentina, y se alega que la carencia del mismo es uno de los factores de dicha crisis. Tal vez por ese motivo son escasas las propuestas  realizadas en orden a la elaboración de un proyecto concreto;  las que han sido publicadas,  son únicamente las once que detallamos en un Anexo a esta ponencia. Por eso, nos interesa tratar de desbrozar los aspectos de fondo que implica encarar la elaboración de un proyecto.

Podemos definir la expresión proyecto nacional como un esquema concreto y coherente de valores, fines, políticas públicas y distribución de responsabilidades, conocido y consentido por la mayoría de la población de una sociedad[3].

Hecha esta introducción, debemos profundizar en cuestiones teóricas, bastante áridas, para determinar si es posible, estrictamente hablando, elaborar un proyecto nacional como anticipación del futuro, y que no sea, por lo tanto, una simple utopía[4]. Debemos plantearnos este interrogante sobre la factibilidad de anticipar el futuro, que se nos presenta como esperanza, como temor o como incógnita. Pero como necesitamos salir del presente, de una u otra manera tenemos que anticiparnos al porvenir.

La primera afirmación sobre el futuro es negar que se identifique con la nada. Algo, para ser, basta con que posea capacidad de existir -aunque no exista actualmente-; si el futuro aún no existe y no se sabe como será, al resultar posible ya es un ente real y, como tal, es lícito pensar sobre él. En cada circunstancia, son muchos los futuros posibles -futuribles- y existen algunos pocos probables -futurables. El riesgo de elegir el que tenga más chance de ser logrado y resultar conveniente, depende del procedimiento utilizado.

Bertrand de Jouvenel explica que  sobre el mañana sólo se puede conjeturar, nunca alcanzar certeza. Es decir, que el análisis predictivo nos aporta un conocimiento de opinión, de manera que la materia objeto del planeamiento es opinable por naturaleza; sólo es susceptible de aproximación conjetural. Lo mismo podemos decir sobre lo político: es pasible de certidumbre en cuanto a sus contenidos pasados o presentes, pero es sólo opinable en cuanto al futuro.
El proyecto es mucho más que extrapolación en el tiempo; el vocablo se refiere a la intervención necesaria de la voluntad humana en su configuración. Si bien generalmente se proyecta de acuerdo a lo que se cree posible, aquí resulta dominante el ámbito de lo deseable. Para lo posible utilizamos la razón, en lo probable domina la voluntad. Entonces, el porvenir es para el hombre dominio de la incertidumbre[5].

Existe el riesgo de hacer futurología, aplicando métodos cuantitativos a los aspectos cualitativos de la vida social, como si se pudiera revelar el porvenir por computación. Evitaremos el intento de hacer futurología y su consecuencia más dañina, la ingeniería social, si reconocemos que la sociedad no es una cosa susceptible de manipular, ni el porvenir un destino asequible por medio de los dudosos oráculos de una nueva ciencia ficción. Creemos, no obstante, que es injusto confundir el planeamiento con el utopismo; Santo Tomás aclara que, por muy imprevisible que en esencia sea la conducta humana, nada es tan contingente que no tenga en sí una parte de necesidad (S. Th. 1,86,3). “Un plan de la nación no aparece, pues, como una fórmula mágica, sino como una combinación perfectible de realismo y voluntad”[6].

Conociendo ya las limitaciones del conocimiento humano, y evitados los riesgos de la voluntad desbocada, resulta posible encauzar la acción sistemática mediante el planeamiento. En primer lugar, aunque dispongamos de la mejor información y el sistema más sofisticado para procesarla, tendremos que elegir entre opciones posibles. En segundo término, los instrumentos técnicos pueden facilitar dichas decisiones, pero no reemplazar la virtud de la prudencia. De allí los límites de la influencia tecnocrática, tan temida por algunos, puesto que el gobernante siempre tiende a ejercer su derecho a la conducción, y los gobernados a reclamar su derecho a la participación en la cosa pública.
De manera que, no sólo es posible sino muy útil al bien común la planificación. Pero siempre, respaldando los planes en el consenso de sus protagonistas, quienes deben participar en su elaboración, ejecución y modificación.

Un proyecto nacional puede contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la globalización, a compatibilizar la inevitable integración del país con los demás países, con la preservación de la propia identidad cultural[7].

Si analizamos los antecedentes argentinos, comprobamos que existen notables coincidencias en todos los documentos citados; en especial, en los dos que fueron impulsados desde el Estado. En efecto, tanto el  generado desde el Ministerio de Planeamiento (l977), como el que fuera leído por el Presidente Perón ante la Asamblea Legislativa, tres años antes, parten de una cosmovisión  similar. Aluden a una cultura “cuyos valores fundamentales reconocen como fuente el acervo religioso y moral del Cristianismo, el saber filosófico de la Grecia clásica y la tradición político-jurídica de la antigua Roma”[8]

Los Principios básicos sostienen que:

-El hombre es una persona, creada por Dios, dotada de cuerpo y alma, y poseedora de un destino trascendente.
-El hombre no se basta a sí mismo, sino que necesita de la sociedad. Esta es una pluralidad de personas unidas moralmente de manera estable para la consecución de un bien común. La sociedad humana es una sociedad de sociedades.
-La primera de esas sociedades naturales es la familia. Su constitución y su desarrollo responden -como los derechos humanos- a leyes naturales anteriores a toda organización social.
-Más allá de la familia, las necesidades, intereses y aspiraciones de tipo económico, social, cultural o religioso impulsan al hombre a agruparse en sociedades intermedias, con el fin de defender y promover bienes comunes particulares.
-La historia y la geografía crean, sobre la base de las familias asentadas en un territorio, una comunidad étnica y ética, la Nación, fundada en la lengua, la historia, la cultura, las costumbres y las aspiraciones comunes. Es una comunidad de destino en lo universal.
-Sin confundirse con la Nación, la sociedad,  territorialmente delimitada, crea un órgano especializado en el mando que es el Estado, destinado a regir dicha sociedad [9].

Otro tópico a considerar es el peligro que creen advertir muchos de que el estado sufra una disminución o pérdida total de su soberanía. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía, que es la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio determinado, y no depender de otra normatividad superior.[10] No es susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la “disminución de soberanía” de los Estados contemporáneos. Lo que puede disminuirse o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal - como el Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas decisiones en virtud de su carácter de ente soberano.

Habiendo analizado los aspectos conceptuales de la cuestión, podemos ahora encararla con referencia a nuestro Estado. No cabe duda que la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en que los países podían desenvolverse con un grado considerable de independencia. Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor externo, la posibilidad de dicha independencia variará según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es que el Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días.

La situación internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde 1989- posibilidades de actuación autonómica aún a los países pequeños y medianos. Es claro que para poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de la realidad, de los “factores determinantes” de la política exterior. Estos últimos, son los hombres concretos que deciden; en los Estados que procuran mantener su independencia, ellos “aplican su voluntad política con entera libertad, aún cuando los márgenes dentro de los cuales esa libertad pueda escoger sean muy estrechos”. [11] La primera decisión política a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado para procurar su máxima eficacia. Desde nuestra perspectiva no deben ser motivo de preocupación los cambios de tamaño, forma y funciones del Estado, mientras cumpla su finalidad esencial de gerente del Bien  Común.

Resumiendo lo expresado, consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione el método de análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los problemas gubernamentales. Es la actitud de los integrantes del gobierno, cuando carecen de patriotismo y/ o de eficiencia, la que conduce a renunciar a las posibilidades de sostener un Estado independiente y someterse voluntariamente a políticas ajenas.
Sirva de acicate un pensamiento de San Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a vuestra disposición sobre esta soberanía fundamental que cada Nación posee  en virtud de la propia cultura. Protegedla como la pupila de vuestros ojos para el futuro de la humanidad. No permitáis que esta soberanía fundamental se vuelva presa de cualquier interés político o económico. No permitáis que se vuelva víctima de totalitarismos, imperialismos o hegemonías” (Discurso en Praga, 21-4-1990).

Córdoba, Agosto 8   de 2014.-


Bibliografía consultada

Bernard, Tomás. “Régimen municipal argentino”; Buenos Aires, Depalma, 1976.

Caturelli, Alberto. “Hispanoamérica y los principios de la política cristiana”; Verbo Nº 210, marzo de 1981, pgs. 57/60.

Meneghini, Mario. “Identidad nacional y el bien común argentino”; San Luis, Congreso de Filosofía Jurídica y Filosofía Política, 31-7-2009.

Ministerio de Planeamiento de la Nación. “Proyecto Nacional” (síntesis), Buenos Aires, 1977.

Montejano, Bernandino. “Elementos filosófico-políticos de la Hispanidad y su vigencia actual”; en Verbo, Nº 214, julio de 1981, pg. 45.

Perón, Juan. “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional”; Buenos Aires, El Cid Editor, 1986.

Rosa, José María. “Historia Argentina”; Buenos Aires, Juan Granda, 1965, T. I, pags. 239/241.

Zorraquín Becú, Ricardo. “La organización política Argentina en el período hispánico”; Buenos Aires, Perrot, 1981.


Anexo

ANTECEDENTES ARGENTINOS SOBRE  “PROYECTO NACIONAL”
Ordenados por fecha de publicación

1) Villegas, Osiris. “Políticas y estrategias para el Desarrollo y la Seguridad Nacional”; Buenos Aires, De. Pleamar, l969, 285 pgs.
2) Villegas, Osiris. “El Proyecto Nacional”; Separata, Revista Militar nº 691 (s/f), pgs. l45/l60.
3) Junta de Comandantes en Jefe. “Políticas Nacionales”, Decreto Nacional Nº 46/70.
4) Monti, Ángel. “Proyecto Nacional”;  Buenos Aires, Ed. Paidos, l972, 293 pgs.
5) Perón, Juan Domingo. “El Proyecto Nacional” (Modelo Argentino); Buenos Aires, Ed. El Cid, l986, 150 pgs.
6) Fundación Argentina Año 2000 -Centros de Estudios Prospectivos. “Proyecto Nacional. Síntesis”; Buenos Aires, 1974, l6 pgs.
7) Guevara, Francisco. “Proyecto XXI”; Buenos Aires, Edit. Ancora, l975, 238 pgs.
8) Ministerio de Planeamiento de la Nación. “Proyecto Nacional”; Buenos Aires, l977, 83 pgs. (síntesis).
9) Arguindegui, Jorge Hugo. “La nueva República. Pautas para un Proyecto Nacional”; Buenos  Aires, l986, 36 pgs.
10) Seineldin, Mohamed Alí. “Bases para un Proyecto Nacional”; Buenos Aires,1990, 32 pgs.
11) Calcagno, Alfredo – Calcagno, Eric. “Argentina. Derrumbre neoliberal y proyecto nacional”; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2003, 91 págs.





[1]  Aguer, Héctor. “Sabiduría para un diálogo en la verdad que cierre heridas”; alocución televisiva, 5-7-08.
[2]  Widow, Juan Antonio. “La Revolución Francesa: sus antecedentes intelectuales”; Verbo, Nº 310-311, Marzo-Abril 1991, pág. 13.
[3]  V.: Monti, Ángel. “Proyecto nacional; razón y diseño”; Buenos Aires, Paidós, 1972, pág. 12. Moreno, Antonio Federico. “El planeamiento y nuestra Argentina”; Buenos Aires, Corregidor, 1978, pág. 47.
[4]  En este tema seguimos de cerca el artículo de Marinotti, Héctor Julio: “Prospectiva y planeamiento”; en: www.ucalp.edu.ar.
[5] Imaz, José Luis de. “Nosotros, mañana”; Buenos Aires, Eudeba, 1970: “el futuro es parcialmente controlable”, “el futuro de un pueblo, entendido como proyecto vital colectivo, puede en buena medida ser regulado desde el presente” (pág. 9).
[6]  Massé, Pierre. “El Plan o el antiazar”; Barcelona, Labor, 1968, pág. 37.
[7] Pithod, Abelardo. “Proyecto nacional y orden social”; en AAVV. “Planeamiento y nación”; Buenos Aires, OIKOS, 1979: “En resumen, todas las prevenciones, todas las objeciones y cautelas que se oponen a un proyecto nacional no pueden descalificar los esfuerzos por hacer explícito lo que somos a fin de buscar lo que debemos ser; lo contrario sería abandonarse al futuro sin prudencia, de la mano de un empirismo más o menos ciego” (pág. 63).
[8] Proyecto Nacional (1977), p. 7 – Modelo Argentino (1974) p. 135/136.
[9] Proyecto Nacional (1977) pgs. 9/10 – Modelo Argentino (1974) pgs. 72/92.
[10] Bidart Campos. “Doctrina del Estado Democrático”; Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1961, p. 56.
[11] Peltzer, Enrique. “Cómo se juega el poder mundial”; Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo Depalma, 1994, p. 324.