viernes, 26 de octubre de 2012

Aclaración que confunde




Nos referimos a las declaración del Secretario de la Conferencia Episcopal Uruguaya, que se transcribe más abajo. Dejando de lado la cuestión de la pena canónica que corresponda a los fieles en este caso concreto, lo importante es que no se recuerda de manera suficiente la obligación de los políticos católicos de oponerse al aborto.

1. Juan Pablo II expresó: “con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos …declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente” (Evangelium vitae,  1995, 62).

2. “También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae, es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido” (idem, 62).

2. “En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto” (idem, 73).

3. La Nota Doctrinal dedicada a los católicos en la vida pública, ratifica: “que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la precisa obligación de oponerse a toda ley que atente contra la vida humana” (Congregación para la Doctrina de la Fe, 2002, 4).

Córdoba, 26-10-12
Mario Meneghini


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Uruguay: Mons. Bodeant aclara que legisladores que aprobaron aborto no están excomulgados


El Secretario General de la Conferencia Episcopal Uruguaya (CEU), Mons. Heriberto Bodeant, aclaró "que los legisladores católicos que votaron la ley que despenaliza el aborto no fueron ni quedan excomulgados por la Iglesia".

Según informa el sitio web del Episcopado, el Prelado hizo esta precisión a Radio Carve, donde dijo "que la excomunión cabe en las personas católicas que tienen una actuación directa en la realización de un aborto, lo que no incluye a quienes votan una ley que lo favorece".

Estas declaraciones se dan luego de las informaciones que circularon en varios medios, como el artículo publicado el 18 de octubre por el diario El Observador, según el cual, Mons. Bodeant había afirmado "que los legisladores que votaron este miércoles (17 de octubre) por la despenalización del aborto se apartan de las creencias de la Iglesia Católica, por lo que quedan excomulgados".

"La excomunión automática es para quien colabora en la ejecución de un aborto de manera directa, y directa es que se haga ese acto en concreto. (...) Si un católico vota (una ley) con una manifiesta intención de que le parece que la iglesia está mal en eso, se aparta él mismo de la comunión de la iglesia", explicó el Secretario del Episcopado al mencionado diario.

"Hubo confusión"

Según el sitio web de la CEU, "la confusión se generó tras una entrevista televisiva efectuada al otro día de la aprobación en el Senado del proyecto de ley que despenaliza el aborto, en la que el Obispo fue consultado sobre el tema de la excomunión en términos generales y no concretamente respecto a los legisladores".

"El Obispo en ningún momento de la entrevista dijo que los legisladores estaban excomulgados, sino que respondió a una pregunta genérica sobre la excomunión en casos de aborto basándose en el derecho canónico (canon 1398) que establece que `Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae’", añadió.

"Por tanto, fue una inferencia errónea de las palabras del Obispo la que dio lugar a la afirmación: ‘Iglesia excomulgó a quienes votaron despenalizar el aborto’, reproducida, inmediatamente, por varios medios de comunicación nacionales e internacionales", finalizó el sitio web del Episcopado.

MONTEVIDEO, 24 Oct. 12 / 12:06 pm (ACI/EWTN Noticias).-

jueves, 25 de octubre de 2012

No existe la soberanía, pues no existe el Estado




Mario Meneghini*

Desde hace un tiempo se ha extendido la preocupación por la supuesta pérdida o disminución de la soberanía de los estados nacionales.
Se parte de un error conceptual, pues la soberanía no es otra cosa que la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio determinado y no depender de otra normatividad superior. No es susceptible de grados. Existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la “disminución” de soberanía de los estados contemporáneos.
Lo que puede disminuir o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. Entonces, lo que nos debe interesar es si existe el Estado argentino, pues si no es así, obviamente resulta superfluo pretender “defender” o “recuperar” la soberanía.

Sostiene Marcelo Sánchez Sorondo que todo Estado incluye un gobierno, pero no todo gobierno implica que exista un Estado.
El Estado es una entidad jurídico-política que surge recién en una etapa de la civilización, como complejo de organismos, al servicio del bien común. Supone una delimitación explícita del poder discrecional. Si un gobernante puede afirmar “el Estado soy yo”, queda demostrada la inexistencia del Estado. Pues la hipertrofia del poder personal, sin frenos, es un síntoma de la ausencia de un Estado.
El gobierno no encuadrado en un Estado es errático y caprichoso; sirve únicamente para el enriquecimiento y la influencia individual de los gobernantes, que no pueden lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental.
De allí la paradoja de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los problemas es la ausencia del Estado.

Tres funciones.
En síntesis, la Argentina no tiene Estado; sólo gobiernos. Más allá de las formalidades constitucionales y del tipo de gobierno establecido, puede definirse al Estado como el órgano de síntesis, previsión y mando de una sociedad territorialmente delimitada, que procura el bien común.
Es decir que sólo puede calificarse de Estado a aquel que cumple las tres funciones básicas señaladas.

1) La función de síntesis. La unidad social es el resultado de la interacción de las diversas fuerzas sociales constitutivas, síntesis en constante elaboración por los cambios que se producen en los grupos y en el entorno.
La superación de los antagonismos internos no surge de manera espontánea; es el resultado de un esfuerzo consciente por afianzar la solidaridad sinérgica a cargo del Estado.
El poder estatal tendrá legitimidad en la medida en que cumpla dicha función, garantizando la concordia política.

2) La función de planeamiento. El Estado centraliza la información que le llega de los grupos sociales, recopila sus problemas, necesidades y demandas.
Con mayor o menor intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad.
Por cierto que la autoridad pública no debe realizar todo por sí misma, pero mediante el planeamiento debe animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios.

3) La función de conducción. La esencia de la misión del Estado es el ejercicio de la autoridad pública. La facultad de tomar decisiones definitivas e inapelables está sustentada en el monopolio del uso de la fuerza y se condensa en el concepto de soberanía.
El gobernante posee una potestad suprema, en su orden, pero no indeterminada ni absoluta. El poder se justifica en razón del fin para el que está establecido y se define por este fin: el bien común temporal.
Si un Estado no posee, en acto, estas tres funciones, ha dejado de existir como tal o ha efectuado una transferencia de poder en beneficio de organismos supraestatales o de actores privados, o de otro Estado.
Esta es, precisamente, la situación argentina desde hace cuatro décadas, en que quedaron afectadas las tres funciones básicas.

Acentuando la crisis, el actual Gobierno nacional ha debilitado todas las instituciones, impedido el federalismo y exacerbado la concentración del poder en una sola persona.
En conclusión, si es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común.
Para ello, debe encararse con seriedad la preparación de un proyecto nacional y la constitución de equipos aptos para aplicarlo.

*Doctor en Ciencia Política, miembro de Esperanza Federal.

La Voz del Interior, 25-10-12


martes, 2 de octubre de 2012

No existe soberanía, pues no existe el Estado




Mario Meneghini *

Desde hace un tiempo se ha extendido la preocupación por la supuesta pérdida o disminución de la soberanía de los Estados nacionales[1]. Se parte de un error conceptual, pues la soberanía no es otra cosa que la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio determinado y no depender de otra normatividad superior[2]. No es susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la “disminución” de soberanía de los Estados contemporáneos. Lo que puede disminuir o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. Entonces, lo que nos debe interesar es si existe el Estado argentino, pues, si no es así, obviamente resulta superfluo pretender “defender” o “recuperar” la soberanía.

El Dr. Marcelo Sánchez Sorondo ha estudiado el tema[3], y conviene conocer su argumentación. Sostiene este autor, que todo Estado incluye un gobierno, pero no todo gobierno implica que existe un Estado. El Estado es una entidad jurídico-política, que surge recién en una etapa de la civilización, como complejo de organismos, al servicio del bien común. Supone una delimitación explícita del poder discrecional; si un  gobernante puede afirmar “el Estado soy yo”, queda demostrada la inexistencia de un Estado. Pues la hipertrofia del poder personal, sin frenos, es un síntoma de la ausencia de un Estado.

En toda institución -y el Estado es la de mayor envergadura en un territorio determinado-, el dirigente se subordina a la finalidad perseguida y a las normas establecidas. “No hay Estado si el contexto político y el orden jurídico que lo encuadran son una ficción y por momentos una superchería. Cuando el poder no se emplaza en la órbita de las instituciones sino que se adscribe a una tipología grupal o meramente personal, entonces no se alcanza ese nivel de civilización política que implica la existencia en plenitud, la plenipotencia del Estado”[4]. El gobierno no encuadrado en un Estado, es errático y caprichoso; sirve únicamente para el enriquecimiento e influencia individual de los gobernantes, que no pueden lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental. De allí la paradoja de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los problemas es la ausencia del Estado.

En síntesis, la Argentina no tiene Estado, sólo gobiernos. Pero, para intentar demostrar esta tesis, es necesario profundizar en las notas características que distinguen a un Estado contemporáneo, más allá de las formalidades constitucionales y del tipo de gobierno establecido. Para ello, utilizaremos el esquema del Profesor de Mahieu[5] quien define al Estado como el órgano de síntesis, previsión y mando, de una  sociedad territorialmente delimitada, que procura el bien común. Es decir, que sólo puede calificarse de Estado, aquel que cumple las tres funciones básicas señaladas.[6]

1. La función de síntesis. La unidad social es el resultado de la interacción de las diversas fuerzas sociales constitutivas, síntesis en constante elaboración por los cambios que se producen en los grupos y en el entorno. La superación de los antagonismos internos no surge espontáneamente; es el resultado de un esfuerzo consciente por afianzar la solidaridad sinérgica a cargo del Estado. A semejanza del director de orquesta, es el Estado el que logra crear “una melodía social unitaria y armoniosa”[7]. El poder estatal tendrá legitimidad en la medida en que cumpla dicha función, garantizando la concordia política.

2. La función de planeamiento. El Estado centraliza la información que le llega de los grupos sociales; recopila sus problemas, necesidades y demandas. Los datos son procesados y extrapolados en función de los fines comunes, fijados en la Constitución Nacional y en otros documentos, que señalan los objetivos políticos y los valores que identifican a un pueblo. Con mayor o menor intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad, en procura del Bien Común. Por cierto que, en una concepción jusnaturalista, el planeamiento estatal sólo será vinculante para el propio Estado, y meramente indicativo para el sector privado. La autoridad pública no debe realizar ni decidir por sí misma “lo que puedan hacer y procurar las comunidades menores e inferiores”, en palabras de Pío XI. Pero, debido a la complejidad de los problemas modernos, el principio de subsidiariedad resulta insuficiente para resolverlos sin la orientación del Estado, que mediante el planeamiento se dedique a “animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios”[8].

3. La función de conducción. La esencia de la misión del Estado es el ejercicio de la autoridad pública. La facultad de tomar decisiones definitivas e inapelables, está sustentada en el monopolio del uso de la fuerza, y se condensa en el concepto de soberanía. El gobernante posee una potestad suprema, en su orden, pero no indeterminada ni absoluta. El poder se justifica en razón del fin para el que está establecido y se define por este fin: el Bien Común temporal.

Si un Estado no posee, en acto, estas tres funciones, ha dejado de existir como tal o ha efectuado una transferencia de poder en beneficio de organismos supraestatales, o de actores privados, o de otro Estado.
Esta es, precisamente, la situación argentina, pudiendo citarse la opinión de tres intelectuales de diferente posición:

* Dr. Jorge Vanossi (siendo Ministro de Justicia): “La Argentina es un Estado debilucho, que está al borde de la anomia...”(La Nación, 17/3/02).
* Dr. Manuel Mora y Araujo: “...el Estado argentino no funciona. No cumple su papel, no brinda a la sociedad los servicios que se esperan de él...”(La Nación, 20/3/02).

* Dr. Natalio Botana: “...podemos llegar a una conclusión provisoria muy preocupante: que tenemos una democracia en un país sin Estado y sin moneda.” (Clarín, 28/4/02).

Como hipótesis, nos animamos a decir que el Estado argentino dejó de funcionar como tal a partir de junio de 1970, con la caída del Gral. Onganía. Aplicando, sintéticamente, el esquema teórico expuesto, podemos advertir que en  la fecha indicada resultaron afectadas las tres funciones básicas:

Síntesis: a fines de la década del 60 comienzan enfrentamientos y disturbios sociales graves, que culminan en una guerra civil. En mayo de 1969 se produce el Cordobazo, y un año más tarde, el secuestro y asesinato del Gral. Aramburu. Del presente, baste citar: 900.000 jóvenes que no estudian ni trabajan; 12 millones de pobres y 5 millones de indigentes; promedio de condenas por delitos cometidos en la última década, 3,2%.

Planeamiento: En 1966 se aprobó el Sistema Nacional de Planeamiento, que demostró su eficacia al fijar, por primera vez en el país, las Políticas  Nacionales (Decreto 46/70). Desde el 8 de junio de 1970, con el desplazamiento de Onganía, dejó de aplicarse el planeamiento como instrumento de gobierno, hasta el presente.

Conducción: Al aceptarse la renuncia del Gral. Onganía, el 8 de junio de 1970 asume el poder político la Junta de Comandantes en Jefe. El Proceso de Reorganización Nacional formalizó a la Junta Militar como órgano supremo, con lo que, durante 7 años la jefatura del Estado dejó de ser individual y se convirtió en triunvirato. De estos antecedentes, en que el poder ejecutivo, pese a tratarse de gobiernos de facto, no estaba centralizado  -lo que explica muchas de las situaciones vividas en esos años-, se pasó a una creciente personalización del poder.
El actual gobierno nacional, ha debilitado todas las instituciones, impedido el federalismo, y exacerbado la concentración del poder en una sóla persona.

En conclusión, si es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común. Ello no ocurrirá como consecuencia necesaria de elaborar un buen diagnóstico. Por eso, decía Don Ricardo Curutchet: “No basta con denunciar que se pierde la Argentina, es necesario actuar para contribuir a salvarla”.
Es insensato confiar en que, precisamente en el momento más difícil de la historia nacional, podrá producirse espontáneamente un cambio positivo. Sólo podrá lograrse si un número suficiente de argentinos con vocación patriótica, se decide a actuar en la vida pública buscando la manera efectiva de influir en ella.
Un dirigente político no puede limitarse a exponer los principios de un orden  social abstracto. La doctrina tiene que estar encarnada en hombres que cuenten con el apoyo de muchos, formando una corriente de opinión favorable a la aplicación de la doctrina. Debe encararse con seriedad la preparación de un Proyecto Nacional y la constitución de equipos aptos para aplicarlo.

*Dr. en Ciencia Política. Miembro de Esperanza Federal

[1]  Toffler, Alvin y Heidi: La Soberanía ya no es lo que era, La Nación, 24/10/02, p. 17
[2]  Bidart Campos, Germán: Doctrina del Estado Democrático, Bs., As., Ed. Jurídicas Europa-América, 1961, p. 55-66
[3]  Sánchez Sorondo, Marcelo: La Argentina no tiene Estado, sólo Gobiernos, Revista Militar Nº 728, 1993, p. 13-17
[4]  Sánchez Sorondo, Marcelo: op. cit., p. 14
[5]  de Mahieu, José María: El Estado Comunitario, Bs., As., Arayú, 1962
[6]  Analizamos ya este tema en: “El Estado Argentino en el Mundo Globalizado”, Boletín ACCION Nº 52, junio 2001
[7]  de Mahieu: op. cit., p. 92
[8] Pablo VI: Enc. Populorum Progressio, 1967, § 33