XLIV CONGRESO DE
INSTITUTOS DE CULTURA HISPÁNICA
DE ARGENTINA Y PAÍSES
HERMANOS
2014
La reciente creación de
una Secretaría de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional, nos
estimula a reflexionar sobre el futuro de nuestra nación.
Hoy existe en la Argentina, como nunca antes,
un desaliento generalizado sobre su destino y una falta notoria de interés por
la acción cívica. Once millones de pobres y cinco millones de indigentes,
exhibe nuestra sociedad, que adolece de anomia y está enferma
de violencia. Como señala Mons. Aguer: “Lo que hoy pareciera más notable es
un clima de irritación, de división, de descontento, de protesta, de queja, una
especie de atomización social que estamos padeciendo”[1].
Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor
imprescindible para que exista una nación en plenitud, y para que se cumpla un
anhelo de la Oración por la Patria: el compromiso por el bien común.
De allí, entonces, la
importancia de conocer la propia historia nacional. Pues, como enseña el
Profesor Widow, “cada cual es lo que ha sido. Condición indispensable para
asumir la propia realidad es, por consiguiente, el juicio recto sobre el
pasado: es la única base posible para una rectificación o ratificación de
intenciones y conductas, evitando las ilusiones y los complejos”[2].
La cultura de un pueblo se mantiene
vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de una lenta
maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura y se
aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una comunidad
unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma
escala de valores. Se proyecta en actitudes, costumbres e instituciones
Quienes han logrado suprimir del calendario el Día de la Raza,
instituido por el Presidente Irigoyen, amenazan con dejarnos sin filiación, sin
comprender que la raza, en este caso, no es un concepto biológico, sino espiritual.
Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos
y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino.
La identidad nacional, está marcada
por la filiación de un pueblo. El pueblo argentino es el resultado de un
mestizaje; la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de la
simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las
características étnicas y geográficas del continente americano. Un modelo del
criollo, fue Hernandarias, nacido en Paraguay dos siglos antes de la
emancipación, y que fue reelegido varias veces como Gobernador del Paraguay, y
verdadero caudillo de su pueblo.
Lo que caracteriza una cultura es la
lengua, en nuestro caso el castellano. Algunos de nuestros antepasados
consideraban a este un idioma muerto, pues no era la lengua del progreso, y
preferían el inglés o el francés.
Dos siglos después, muchos
argentinos manifiestan los mismos síntomas del complejo de inferioridad. Muchos
jóvenes caen en la emigración ontológica; en efecto, se van a otros países,
creyendo que van a poder ser en otra parte. Olvidan la expresión sanmartiniana:
serás lo que debas ser, sino no serás nada.
En esta hora, resulta evidente que
solo podrán resistir los embates de la globalización y conservar su independencia,
los Estados que se afiancen en sus propias raíces, y mantengan su identidad
nacional. El ex-Presidente Avellaneda, en un discurso famoso sostuvo que: los pueblos que olvidan sus tradiciones
pierden la conciencia de sus destinos; y los que se apoyan sobre tumbas
gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir.
Raíces hispánicas
Al producirse el descubrimiento de
América, se proyectaron naturalmente en el nuevo continente las instituciones
que representaban lo mejor del orden político español; de allí que convenga
describir las características del mismo.
Los pensadores escolásticos de la
época, habían comprendido que una política meramente natural es insuficiente
para el hombre; por eso, entre la “Política” de Aristóteles y el comentario que
hizo Santo Tomás de ese libro, existe una considerable diferencia, fundada en
la Revelación. Para el griego, todo régimen político es legítimo en la medida
en que procure el Bien Común; para el pensamiento escolástico, el Bien Común
inmanente debe estar orientado al Bien Común trascendente.
El criterio comentado explica que el
régimen político, para el derecho castellano del siglo XVI, sea una
determinación del derecho natural, y fundamenta la flexibilidad jurídica del
Imperio, reflejada, por ejemplo, en la casi total ausencia de reglamentos para
el funcionamiento de los Cabildos, más apegados a funcionar por normas
consuetudinarias.
Cabe recordar, asimismo, que en la
Nueva Recopilación de las Leyes de Indias, se establecía que si alguna
disposición real era contraria a derecho o perjudicial, debía ser obedecida
pero no cumplida. Es decir, que los funcionarios subordinados tenían una
especie de derecho de veto -hoy llamado veto-técnico-, difícil de concebir, aún
en plena era democrática.
La forma de gobierno que regía en la
península era la monárquica, pero carente de todo rasgo absolutista, rechazado
por Felipe II como herético, puesto que implicaba asignar origen divino a la
soberanía real. Para Felipe, únicamente el poder tiene origen divino; el rey es
servidor del pueblo. Además, la frialdad del derecho romano desaparece en el
derecho público cristiano, que se venía estructurando desde San Isidoro de
Sevilla, en el siglo VII, y que contiene la idea de que el Rey serán tal si
obra rectamente.
El derecho público cristiano es,
entonces, la base de la vida política hispánica, hasta la ruptura provocada por
el iluminismo, en el siglo XVIII. Esta es nuestra verdadera tradición, en
cuanto al orden político, que ponía armonía entre el orden natural y el orden
sobrenatural. De allí que para el español de los siglos XVI y XVII no existía
separación entre el bien común de la sociedad y el propio fin personal
sobrenatural; por eso la conocida respuesta de Sancho a Don Quijote, cuando
éste le advirtiera de las dificultades que debe enfrentar un hombre de
gobierno: más me quiero ir Sancho al cielo, que gobernador al infierno.
Quedaba claro que la política no
puede agotarse en una mera técnica, porque implica una concepción del bien del
hombre, y por ello, tiene que estar regida por la Moral.
La insuficiencia de un régimen
político puramente natural, llevó a Sto. Tomás a concebir el régimen mixto como
el mejor, postulando que el gobierno fuera conducido por uno -principio
monárquico-, asistido por los mejores -principio aristocrático-, y con la
participación de todos -principio republicano. Precisamente, en Hispanoamérica
el poder monárquico no sólo no era despótico, sino compartido, a través de un
sistema de frenos y contrafrenos -al decir de Sierra-, en cuya virtud ningún organismo
tuvo poderes absolutos, pues siempre existió otro de alzada ante el cual se
podía apelar, hasta terminar finalmente en el propio rey, cuyo estrado estuvo
abierto a todos los pobladores, españoles o indígenas.
Los pueblos hispanoamericanos tenían
una verdadera participación en el poder, a través de una noble institución de
raíces medievales: el Cabildo, que era un cuerpo representativo de los
intereses de la comunidad. Recién cambia la situación con la dinastía de los
Borbones, que aplicó las formas políticas del despotismo ilustrado y sostuvo la
autosuficiencia del orden temporal; borra los rasgos del régimen mixto y crea
las Intendencias, en 1783, con la intención de suprimir la autonomía de los
Cabildos. Pero, aún entonces, por haberse arraigado tanto esta institución, el
viejo impulso continuó y hasta entró en conflicto con el nuevo, y fueron
precisamente los Cabildos los que canalizaron la resistencia.
Herederos de los antiguos concejos
de Castilla, los cabildos ejercen en américa igual amplitud de atribuciones:
políticas, judiciales, legislativas, económicas y culturales. Por eso se
hablaba de los cincuenta brazos del cabildo, para indicar la multiplicidad de
sus funciones.
Todos los derechos y garantías que
figuran en las constituciones modernas, ya se habían establecido en las Cartas
Pueblas y Fueros, reconocidos por el poder local hispánico, como derecho
natural. En los viejos concejos castellanos se practicaban: la igualdad ante la
ley, la inviolabilidad del domicilio, el derecho de elegir y ser elegido, el de
ser juzgado por sus jueces naturales, la defensa de la propiedad y el trabajo,
la responsabilidad de los funcionarios y la periodicidad de las funciones
públicas.
El derecho indiano aplicó
modalidades surgidas del derecho castellano, que permitían hacer efectiva la
responsabilidad política, durante y después del ejercicio del gobierno, a
través de las visitas y de los juicios de residencia. Era tan grande el poder
de los cabildos, que podían dejar sin efecto, dentro de su jurisdicción, hasta
las cédulas reales. “El Cabildo se convierte así en cuna de las libertades
públicas y en reconocimiento de los derechos individuales y la dignidad del
hombre.”
En el Río de la Plata se heredó
también de España, la forma de organizar el Estado, como ordenamiento natural
de los diversos niveles de gobierno de una sociedad, por aplicación del
principio de subsidiariedad, que España puso en práctica varios siglos antes de
que fuera definido por los Papas. En nuestra Patria surgió un orden político,
fundado en el municipio como institución primaria y en el federalismo como modo
de relación armónica en función del bien común.
La República Argentina se constituyó
a partir de las catorce organizaciones comunales que se desarrollaron luego
como provincias, reclamando su autonomía; el federalismo fue la respuesta a la
necesidad de armonizar dichas autonomías, a fin de constituir la unión
nacional.
De allí que la Constitución de 1819,
de cuño unitario, provocó resistencia en el interior. Las autoridades porteñas
ordenan al Ejército del Norte y al de San Martín que interrumpan las acciones
militares contra los realistas, para enfrentar a los caudillos. San Martín
desobedece pues era evidente la prioridad de continuar la campaña libertadora.
Belgrano renuncia al mando; y uno de los jefes de su ejercito, el Cnel. Juan
Bautista Bustos subleva a las tropas en la posta de Arequito, comenzando un
largo período de luchas civiles.
Recién con la Constitución de 1853,
se pudo afianzar la organización institucional, pues en su texto se logró un
equilibrio entre el interior y Buenos Aires, al respetarse los pactos
preexistentes, que menciona el Preámbulo, en especial el Pacto Federal de 1831,
ratificado por el Acuerdo de San Nicolas (1852), en que las provincias
resolvieron organizarse bajo el sistema federal de Estado.
A partir de ese hito, nuestra
sociedad atravesó muchas circunstancias que no podemos describir ahora. Baste
decir, que el poder público fue debilitándose y perdiendo la homogeneidad que
debería tener según el texto constitucional que, también, fue distorsionado con
la reforma de 1994. A su vez, la nacionalidad argentina fue sufriendo un lento
desdibujarse.
Pese a tantos aspectos negativos,
son tan fuertes las raíces, y la Providencia nos ha bendecido con tantas
riquezas naturales, que es posible que la Argentina recupere el rumbo y
desarrolle todas sus potencialidades. Por cierto que ello no ocurrirá como
consecuencia necesaria de elaborar un buen diagnóstico. Es insensato confiar en
que, precisamente en el momento más difícil de la historia nacional, podrá
producirse espontáneamente un cambio positivo. Sólo podrá lograrse si un número
suficiente de argentinos con vocación patriótica, se decide a actuar en la vida
cívica buscando la manera efectiva de influir en ella, en la misma línea que
nos marca nuestro pasado. Es evidente que no podrán los dirigentes de un país
ocuparse eficazmente de su futuro, sino tienen asumido su pasado. Como afirmó
el sociólogo Alain Touraine: “Yo no conozco ningún caso de un país que se haya
desarrollado sin tener una fuerte conciencia nacional” (La Nación, 18-4-2004).
Los altos índices de
corrupción, impunidad, inseguridad, y desorden, solo pueden ser corregidos por
la autoridad pública, y para eso el gobierno debe estar integrado por
dirigentes honestos, competentes y patriotas.
Si es correcto el
análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, como órgano de
síntesis, planeamiento y conducción de la sociedad, y procurar que actúe
eficazmente al servicio del bien común.
Una manifestación clara del desinterés por la
vida pública, se refiere al tema del proyecto nacional, frecuentemente
mencionado como un elemento imprescindible para superar la crisis argentina, y
se alega que la carencia del mismo es uno de los factores de dicha crisis. Tal
vez por ese motivo son escasas las propuestas
realizadas en orden a la elaboración de un proyecto concreto; las que han sido publicadas, son únicamente las once que detallamos en un
Anexo a esta ponencia. Por eso, nos interesa tratar de desbrozar los aspectos
de fondo que implica encarar la elaboración de un proyecto.
Podemos definir la expresión
proyecto nacional como un esquema
concreto y coherente de valores, fines, políticas públicas y distribución de
responsabilidades, conocido y consentido por la mayoría de la población de una
sociedad[3].
Hecha esta introducción, debemos
profundizar en cuestiones teóricas, bastante áridas, para determinar si es
posible, estrictamente hablando, elaborar un proyecto nacional como
anticipación del futuro, y que no sea, por lo tanto, una simple utopía[4].
Debemos plantearnos este interrogante sobre la factibilidad de anticipar el
futuro, que se nos presenta como esperanza, como temor o como incógnita. Pero
como necesitamos salir del presente, de una u otra manera tenemos que
anticiparnos al porvenir.
La primera afirmación sobre el
futuro es negar que se identifique con la nada. Algo, para ser, basta con que
posea capacidad de existir -aunque no exista actualmente-; si el futuro aún no
existe y no se sabe como será, al resultar posible ya es un ente real y, como
tal, es lícito pensar sobre él. En cada circunstancia, son muchos los futuros
posibles -futuribles- y existen algunos pocos probables -futurables. El riesgo
de elegir el que tenga más chance de ser logrado y resultar conveniente,
depende del procedimiento utilizado.
Bertrand de Jouvenel explica
que sobre el mañana sólo se puede
conjeturar, nunca alcanzar certeza. Es decir, que el análisis predictivo nos
aporta un conocimiento de opinión, de manera que la materia objeto del
planeamiento es opinable por naturaleza; sólo es susceptible de aproximación
conjetural. Lo mismo podemos decir sobre lo político: es pasible de certidumbre
en cuanto a sus contenidos pasados o presentes, pero es sólo opinable en cuanto
al futuro.
El proyecto es mucho más que
extrapolación en el tiempo; el vocablo se refiere a la intervención necesaria
de la voluntad humana en su configuración. Si bien generalmente se proyecta de
acuerdo a lo que se cree posible, aquí resulta dominante el ámbito de lo
deseable. Para lo posible utilizamos la razón, en lo probable domina la
voluntad. Entonces, el porvenir es para el hombre dominio de la incertidumbre[5].
Existe el riesgo de hacer
futurología, aplicando métodos cuantitativos a los aspectos cualitativos de la
vida social, como si se pudiera revelar el porvenir por computación. Evitaremos
el intento de hacer futurología y su consecuencia más dañina, la ingeniería
social, si reconocemos que la sociedad no es una cosa susceptible de manipular,
ni el porvenir un destino asequible por medio de los dudosos oráculos de una
nueva ciencia ficción. Creemos, no obstante, que es injusto confundir el
planeamiento con el utopismo; Santo Tomás aclara que, por muy imprevisible que
en esencia sea la conducta humana, nada es tan contingente que no tenga en sí
una parte de necesidad (S. Th. 1,86,3). “Un plan de la nación no aparece, pues,
como una fórmula mágica, sino como una combinación perfectible de realismo y
voluntad”[6].
Conociendo ya las limitaciones del
conocimiento humano, y evitados los riesgos de la voluntad desbocada, resulta
posible encauzar la acción sistemática mediante el planeamiento. En primer
lugar, aunque dispongamos de la mejor información y el sistema más sofisticado
para procesarla, tendremos que elegir entre opciones posibles. En segundo
término, los instrumentos técnicos pueden facilitar dichas decisiones, pero no
reemplazar la virtud de la prudencia. De allí los límites de la influencia
tecnocrática, tan temida por algunos, puesto que el gobernante siempre tiende a
ejercer su derecho a la conducción, y los gobernados a reclamar su derecho a la
participación en la cosa pública.
De manera que, no sólo es posible
sino muy útil al bien común la planificación. Pero siempre, respaldando los
planes en el consenso de sus protagonistas, quienes deben participar en su
elaboración, ejecución y modificación.
Un proyecto nacional puede
contribuir, en ésta época signada por el fenómeno de la globalización, a
compatibilizar la inevitable integración del país con los demás países, con la
preservación de la propia identidad cultural[7].
Si analizamos los antecedentes
argentinos, comprobamos que existen notables coincidencias en todos los
documentos citados; en especial, en los dos que fueron impulsados desde el
Estado. En efecto, tanto el generado
desde el Ministerio de Planeamiento (l977), como el que fuera leído por el
Presidente Perón ante la Asamblea Legislativa, tres años antes, parten de una
cosmovisión similar. Aluden a una
cultura “cuyos valores fundamentales reconocen como fuente el acervo religioso
y moral del Cristianismo, el saber filosófico de la Grecia clásica y la
tradición político-jurídica de la antigua Roma”[8].
Los Principios básicos sostienen
que:
-El hombre es una persona, creada
por Dios, dotada de cuerpo y alma, y poseedora de un destino trascendente.
-El hombre no se basta a sí mismo,
sino que necesita de la sociedad. Esta es una pluralidad de personas unidas
moralmente de manera estable para la consecución de un bien común. La sociedad
humana es una sociedad de sociedades.
-La primera de esas sociedades
naturales es la familia. Su constitución y su desarrollo responden -como los
derechos humanos- a leyes naturales anteriores a toda organización social.
-Más allá de la familia, las
necesidades, intereses y aspiraciones de tipo económico, social, cultural o
religioso impulsan al hombre a agruparse en sociedades intermedias, con el fin
de defender y promover bienes comunes particulares.
-La historia y la geografía crean, sobre
la base de las familias asentadas en un territorio, una comunidad étnica y
ética, la Nación, fundada en la lengua, la historia, la cultura, las costumbres
y las aspiraciones comunes. Es una comunidad de destino en lo universal.
-Sin confundirse con la Nación, la
sociedad, territorialmente delimitada,
crea un órgano especializado en el mando que es el Estado, destinado a regir
dicha sociedad [9].
Otro tópico a considerar es el
peligro que creen advertir muchos de que el estado sufra una disminución o pérdida
total de su soberanía. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de
soberanía, que es la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en
un territorio determinado, y no depender de otra normatividad superior.[10]
No es susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido
mencionar la “disminución de soberanía” de los Estados contemporáneos. Lo que
puede disminuirse o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la
capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la
realidad. El hecho de que un Estado acepte delegar atribuciones propias en un
organismo supraestatal - como el Mercosur-, no afecta su soberanía, pues,
precisamente, adopta dichas decisiones en virtud de su carácter de ente
soberano.
Habiendo analizado los aspectos
conceptuales de la cuestión, podemos ahora encararla con referencia a nuestro
Estado. No cabe duda que la globalización implica un riesgo muy concreto de que
disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un
país en vías de desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir
sus políticas, ni siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas
históricas en que los países podían desenvolverse con un grado considerable de
independencia. Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de
decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor externo,
la posibilidad de dicha independencia variará según las características del
país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues,
más allá de las pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es
que el Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días.
La situación internacional, vista
sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde 1989- posibilidades de
actuación autonómica aún a los países pequeños y medianos. Es claro que para
poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan
distinguir los factores condicionantes de la realidad, de los “factores
determinantes” de la política exterior. Estos últimos, son los hombres
concretos que deciden; en los Estados que procuran mantener su independencia,
ellos “aplican su voluntad política con entera libertad, aún cuando los
márgenes dentro de los cuales esa libertad pueda escoger sean muy estrechos”. [11]
La primera decisión política a adoptar es la de fortalecer el rol del Estado
para procurar su máxima eficacia. Desde nuestra perspectiva no deben ser motivo
de preocupación los cambios de tamaño, forma y funciones del Estado, mientras
cumpla su finalidad esencial de gerente del Bien Común.
Resumiendo lo expresado,
consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas
de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione el método de
análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los problemas
gubernamentales. Es la actitud de los integrantes del gobierno, cuando carecen
de patriotismo y/ o de eficiencia, la que conduce a renunciar a las
posibilidades de sostener un Estado independiente y someterse voluntariamente a
políticas ajenas.
Sirva de acicate un pensamiento de San
Juan Pablo II: “Velad con todos los medios a vuestra disposición sobre esta
soberanía fundamental que cada Nación posee
en virtud de la propia cultura. Protegedla como la pupila de vuestros
ojos para el futuro de la humanidad. No permitáis que esta soberanía
fundamental se vuelva presa de cualquier interés político o económico. No
permitáis que se vuelva víctima de totalitarismos, imperialismos o hegemonías”
(Discurso en Praga, 21-4-1990).
Córdoba, Agosto 8 de 2014.-
Bibliografía consultada
Bernard, Tomás. “Régimen municipal
argentino”; Buenos Aires, Depalma, 1976.
Caturelli, Alberto. “Hispanoamérica
y los principios de la política cristiana”; Verbo Nº 210, marzo de 1981, pgs.
57/60.
Meneghini, Mario. “Identidad
nacional y el bien común argentino”; San Luis, Congreso de Filosofía Jurídica y
Filosofía Política, 31-7-2009.
Ministerio de Planeamiento de la
Nación. “Proyecto Nacional” (síntesis), Buenos Aires, 1977.
Montejano, Bernandino. “Elementos
filosófico-políticos de la Hispanidad y su vigencia actual”; en Verbo, Nº 214,
julio de 1981, pg. 45.
Perón, Juan. “Modelo Argentino para
el Proyecto Nacional”; Buenos Aires, El Cid Editor, 1986.
Rosa, José María. “Historia
Argentina”; Buenos Aires, Juan Granda, 1965, T. I, pags. 239/241.
Zorraquín Becú, Ricardo. “La
organización política Argentina en el período hispánico”; Buenos Aires, Perrot,
1981.
Anexo
ANTECEDENTES
ARGENTINOS SOBRE “PROYECTO NACIONAL”
Ordenados
por fecha de publicación
1)
Villegas, Osiris. “Políticas y estrategias para el Desarrollo y la Seguridad
Nacional”; Buenos Aires, De. Pleamar, l969, 285 pgs.
2)
Villegas, Osiris. “El Proyecto Nacional”; Separata, Revista Militar nº 691
(s/f), pgs. l45/l60.
3)
Junta de Comandantes en Jefe. “Políticas Nacionales”, Decreto Nacional Nº
46/70.
4)
Monti, Ángel. “Proyecto Nacional”;
Buenos Aires, Ed. Paidos, l972, 293 pgs.
5)
Perón, Juan Domingo. “El Proyecto Nacional” (Modelo Argentino); Buenos Aires,
Ed. El Cid, l986, 150 pgs.
6)
Fundación Argentina Año 2000 -Centros de Estudios Prospectivos. “Proyecto
Nacional. Síntesis”; Buenos Aires, 1974, l6 pgs.
7)
Guevara, Francisco. “Proyecto XXI”; Buenos Aires, Edit. Ancora, l975, 238 pgs.
8)
Ministerio de Planeamiento de la Nación. “Proyecto Nacional”; Buenos Aires,
l977, 83 pgs. (síntesis).
9)
Arguindegui, Jorge Hugo. “La nueva República. Pautas para un Proyecto
Nacional”; Buenos Aires, l986, 36 pgs.
10)
Seineldin, Mohamed Alí. “Bases para un Proyecto Nacional”; Buenos Aires,1990,
32 pgs.
11) Calcagno, Alfredo – Calcagno, Eric. “Argentina. Derrumbre
neoliberal y proyecto nacional”; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2003, 91
págs.
[1] Aguer, Héctor. “Sabiduría para un diálogo en la
verdad que cierre heridas”; alocución televisiva, 5-7-08.
[2] Widow, Juan Antonio. “La Revolución Francesa :
sus antecedentes intelectuales”; Verbo, Nº 310-311, Marzo-Abril 1991, pág. 13.
[3] V.: Monti, Ángel. “Proyecto nacional; razón y
diseño”; Buenos Aires, Paidós, 1972, pág. 12. Moreno, Antonio Federico. “El
planeamiento y nuestra Argentina”; Buenos Aires, Corregidor, 1978, pág. 47.
[4] En este tema seguimos de cerca el artículo de
Marinotti, Héctor Julio: “Prospectiva y planeamiento”; en: www.ucalp.edu.ar.
[5] Imaz, José Luis de. “Nosotros, mañana”; Buenos Aires, Eudeba,
1970: “el futuro es parcialmente
controlable”, “el futuro de un pueblo, entendido como proyecto vital colectivo,
puede en buena medida ser regulado desde el presente” (pág. 9).
[6] Massé, Pierre. “El Plan o el antiazar”;
Barcelona, Labor, 1968, pág. 37.
[7] Pithod, Abelardo.
“Proyecto nacional y orden social”; en AAVV. “Planeamiento y nación”; Buenos
Aires, OIKOS, 1979: “En resumen, todas las prevenciones, todas las objeciones y
cautelas que se oponen a un proyecto nacional no pueden descalificar los
esfuerzos por hacer explícito lo que somos a fin de buscar lo que debemos ser;
lo contrario sería abandonarse al futuro sin prudencia, de la mano de un
empirismo más o menos ciego” (pág. 63).
[8] Proyecto Nacional
(1977), p. 7 – Modelo Argentino (1974) p. 135/136.
[9] Proyecto Nacional
(1977) pgs. 9/10 – Modelo Argentino (1974) pgs. 72/92.
[10]
Bidart Campos. “Doctrina del Estado
Democrático”; Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1961, p. 56.
[11]
Peltzer, Enrique. “Cómo se juega el
poder mundial”; Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo Depalma, 1994, p. 324.